El concepto en sí de progreso económico sin bienes públicos es básicamente una idea pre-moderna que tuvo sus primeros defensores en liberales extremistas ingleses del siglo XIX para quienes el control público les parecía una intromisión innecesaria en el funcionamiento de un mercado que supuestamente operaba a la perfección. Dicho concepto pre-moderno fue rápidamente sustituido por la realidad de un mercado que requiere, como mínimo, normas jurídicas e instituciones que las garanticen. Así, los derechos de propiedad y contratos, y las instituciones creadas para garantizarlos, se convirtieron en una intervención pública no solo aceptada sino además demandada por los mercados modernos.
Luego vino el desarrollo de un capitalismo con dos características: intensivo en tecnología y destinado a venderle a un mercado masivo de clase media. Esta modalidad del capitalismo planteó la necesidad de otras intervenciones públicas igualmente apreciadas como el desarrollo de la salud y la educación públicas, las inversiones públicas en investigación básica y desarrollo tecnológico, y por supuesto un aparato de seguridad y justicia más sofisticado que permitiera lidiar con múltiples amenazas y conflictos jurídicos que afectan el adecuado funcionamiento de los mercados.
Por supuesto que no todo el desarrollo moderno del derecho, instituciones y políticas públicas puede ser vinculado directamente o indirectamente con el capitalismo. Pero es claro que los cambios impresionantes en las condiciones materiales de vida, generados por el incremento acelerado de la productividad y por las políticas democráticas redistributivas de la riqueza y el ingreso, hicieron que el capitalismo y el estado se volvieran socios mutuamente necesarios.
En Guatemala, el desarrollo de un capitalismo pre-moderno, con poca atención a la productividad y con escaso énfasis en el mejoramiento de las condiciones sociales de reproducción de la fuerza de trabajo, se vio reforzado por una visión igualmente pre-moderna del Estado, en donde ni siquiera existió preocupación por establecer reglas jurídicas claras y de acatamiento obligatorio. En efecto, más que Estado de Derecho, lo que la élite económica procuró hasta mediados de los años 80 fue un Estado que garantizara la impunidad de hechos a todas luces ilegales e inconstitucionales. Una impunidad que todavía prevalece hasta nuestros días, solo que con múltiples disfraces que lo hacen parecer moralmente aceptable.
La utopía de un capitalismo sin Estado ha llevado a Guatemala a un nivel de atraso económico y social realmente lamentable. La escasísima inversión en bienes públicos esenciales (seguridad y justicia, educación, nutrición y salud, vivienda, infraestructura y desarrollo tecnológico) no solo contribuye a la vergonzosa pobreza y al enorme subdesarrollo del capital humano del país, sino además limita estratégicamente el incremento de la productividad y la competitividad frente a los mercados internacionales.
Superar la visión pre-moderna de un capitalismo sin Estado es condición necesaria para poder entender el absurdo de una democracia sin fiscalidad. El replanteamiento del modelo de desarrollo del país se convierte así en un elemento indispensable para impulsar un nuevo marco fiscal que responda a las expectativas ciudadanas frente a la democracia, y frente al futuro económico de nuestro país. Solo un programa político estratégico que articule democracia con fiscalidad, y capitalismo con Estado, permitirá saldar la enorme deuda acumulada durante el siglo XX, la cual a su vez amenaza con hipotecar toda posibilidad de futuro en este siglo XXI.
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