El declive de los hospitales y de todo el sistema de salud comenzó desde que se suscribió la paz firme y duradera (de los cementerios, digo yo). Los gobiernos civiles que se sucedieron santificaron a los gobiernos militares porque su bandidaje fue excepcional e inconcebible.
Durante una década —1983-1993— me tocó estar al frente del departamento de Cirugía del Hospital Regional de Cobán, y durante el primer año del gobierno de la Democracia Cristiana pudimos vislumbrar la debacle que se venía. De pronto nos inundaron el nosocomio con recomendados que nada sabían del quehacer hospitalario pero que, habida cuenta de su militancia política y en premio a su labor en campaña, fueron gratificados con puestos para los cuales no estaban calificados.
Fue entonces cuando paladeamos los frutos del patronato, que existía desde dos décadas atrás, pero cuya presencia no había sido sentida debido a que el hospital siempre estuvo equipado y abastecido.
Estaba integrado en su mayoría por señoras de la localidad, conocidas y respetables, cuya labor se decantaba en tres vertientes: una, la comunicación fluida con los médicos para saber qué medicamentos o insumos podrían necesitar en el futuro inmediato; otra, el apoyo constante a la despensa de la cocina a fin de que nunca les faltara la alimentación adecuada a los pacientes; y la tercera consistía en la necesaria recaudación económica para cumplir a cabalidad con las dos primeras.
A decir verdad, nunca nos faltó algo cuya carencia implicara peligro para la vida de las personas que acudían a nosotros procurando alivio o curación.
Más temprano que tarde, la política partidista se enseñoreó de aquellos lugares donde solo tenían cabida la bondad y la academia y comenzaron las rivalidades cuyo sustrato no era precisamente la disputa de un liderazgo mal entendido. El trasfondo verdadero era la estricta supervisión que dichas señoras ejercían sobre lo recaudado y su constante inspección para que medicamentos, alimentos y el ropaje llegaran a los pacientes más necesitados.
¡Cuántas veces nos vimos al borde de quedarnos sin oxígeno por la enorme cantidad de cirugías de guerra que realizábamos! Cuando ello sucedía, bastaba una llamada a la presidente del patronato para que de inmediato se consiguieran los cilindros necesarios para paliar las emergencias. O, ¡cuántas otras!, de no haber sido por el patronato no habríamos podido trasladar a los pacientes al Hospital General San Juan de Dios cuando se necesitaba de un tratamiento supraespecializado o de un servicio de intensivo del cual carecíamos. Nos conseguían no solo gasolina para las ambulancias, sino también transporte aéreo cuando se precisaba.
Desafortunadamente, ese tipo de política, el que nos situó en la debacle que vivimos hoy, sentó reales en los hospitales y en todo el Ministerio de Salud Pública y provocó la ominosa ruina que tenemos a ojos vistas.
Así las cosas, el retorno de los patronatos no solo mitigaría la calamidad que se vive, sino que podría significar una solución duradera. Por supuesto habría que recuperar su reglamentación. Y ojalá en esta se impida que los políticos de turno metan su asqueroso colmillo al mejor estilo de Tío Caimán.
El momento no está para presumir de fustán con picos. Hemos tocado fondo, pero ese fondo se abrió y seguimos cayendo. De tal manera, aducir competencia por liderazgos trasnochados está fuera de lugar. Con una excelente regulación se pueden obviar esas miserias humanas que solo existen en las personas cicateras y de corazón partido.
El actual gobierno y el que asumirá el próximo 14 de enero a las 14:00 horas solo tienen dos caminos para resolver la crisis de salud en Guatemala: o recuperan el dinero robado o se hacen ayudar de patronatos. Y si quieren apuntarse un hito, pues ¡qué mejor que lograr la recuperación de dineros y patronatos!
Hasta la próxima semana, estimado lector.
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