Generalmente tienen rasgos paranoides en su personalidad. Son discrepantes infundados, se embelesan con las personas que tienen poder y se pasman, más que ante un poderío bien utilizado, frente a la capacidad de aquellos individuos que poseen suficiente maldad como para esclavizar a otros. Tratan de imitarlos y hasta presumen de ser prepotentes, intolerantes, o de tener alguna característica distintiva que los asemeje a ellos.
«El que es vuelve», decía uno de mis maestros. Usualmente plagian no solo una vez. Lo hacen reiteradamente. Consideran —dentro de esa tipología que presentan— que nunca serán descubiertos. En casos extremos se presumen tan todopoderosos que dan por sentado que no serán denunciados si se pone al tapete el fraude. O con una disculpa pública pretenden disipar un ilícito penal. Así son de ¿especiales?
La estulticia de estas personas es tal que, encima de cometer un acto ilegal, injusto e inmoral, no se percatan de que, con un poco más de acuciosidad —entiéndase realizar las respectivas citas y aportar algo suyo contrastándolo con el contenido transcrito—, bien podrían realizar un trabajo, digamos, aceptable. Encima de ello dan por ignorado lo evidente: existen sistemas que detectan los plagios, por ejemplo el software Turnitin. Los tenemos en todas las universidades. ¿Cómo jocotes se les ocurre entonces plagiar en el corazón mismo de las academias?
Lo triste del caso es que en Guatemala estamos llegando a colocar la bandera en Flandes. En lugar de sancionar a los deshonestos aceptamos que los coloquen de ministros de Estado, los toguen como doctores o sean miembros de las élites de ciertos partidos políticos. ¡Háganme el favor! Y así como al señor ladrón hay que decirle don, a estos aprendices o consumados raptores de honras poco falta para que les digamos: «Usted disculpe, señor don, porque descubrí su plagio».
La experiencia nos muestra que son personas transitando por un despeñadero. Tarde o temprano van a parar al fondo de la sima y en el entretanto terminan llevándose a quienes las rodean. Tal es el caso de José Ramón Lam. Comenzó a precipitarse al ser separado de Ipnusac por un plagio de cuatro ensayos académicos y concluyó en el abismo de la ignominia, pero el golpe infligido a su líder Jimmy Morales fue letal. El corolario político del intríngulis es irreversible para el presidente electo. Quizá lo rescatable del asunto es que la llamada Revolución de las Rosas no lo fue ni lo es tanto. De nuevo se evidenció el poder de la opinión pública.
Independientemente de las acciones que en estos casos puedan tomar los autores afrentados, cuando de profesionales se trate, los colegios profesionales deberían tener un papel más protagónico. De sobra sabemos que el tipo de político vulgar con quien lidiamos los guatemaltecos piensa: «La vergüenza pasa. El pisto se queda en casa». Así reza el dicho popular atinente al robo de los dineros públicos por parte de los felones que se enquistan en los poderes del Estado. Y el robo intelectual es igual de grave. Lamentablemente, para estos esperpentos disfrazados de eruditos también es igual de fácil sortear los castigos. Porque en Guatemala, hecha la ley, hecha la trampa. Mas la sanción moral no se la quitan en esta ni en la otra y no hay pisto que se quede en casa. Durará, sí, como una pesadilla el recuerdo de su felonía, en ellos o en sus descendientes. Quizá a hijos y nietos sí les importe la vergüenza.
Así las cosas, tomando como ejemplo el poder que tiene la opinión de la mayoría, quienes somos miembros de un colegio profesional debemos exigir que los tribunales de honor hagan lo suyo.
No más plagiadores. La academia merece respeto.
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