Es el mes de mi reunión anual con dos amigos de la infancia con quienes conviví en la escuela primaria: Federico el carpintero y Gabriel el cura. Para estos primeros días comenzamos a hurgar entre los correos electrónicos en espera del aviso de la llegada de Gabriel. Viene desde el sur de Francia. Allá ejerce su ministerio.
Cada año reflexionamos sobre diferentes temas, y en el último bienio he compartido nuestras cavilaciones en este espacio. Por supuesto, siempre queda corto para todo lo que hablamos.
El año pasado Gabriel argumentó —entre otras muchas cosas— acerca de «los contrastes otoñales». Así llama él a ciertas discordancias entre lo citadino y la ruralidad allá donde él vive. Y nosotros, haciendo acopio de nuestra experiencia, concluimos que en poco o nada difieren de las nuestras.
Veamos dos ejemplos:
- El comercio, con sus características novedosas, comienza a exhibir los colores navideños urbanos, que contrastan con los modos de relación de la ruralidad. Los símbolos y mensajes son diferentes. En la ciudad significan gastos económicos; en el interior de la república, acercamiento y calor humano.
- Los espacios de diálogo familiar en las grandes ciudades se circunscriben a fugaces encuentros en centros comerciales. Se trata de ver quién compra más o quiénes invierten en lo más caro. En tanto, en los pueblos, estos espacios conllevan largas horas de tertulia, de intercambio de comida de la época, de pláticas sinceras, y poco se habla de los grandes proyectos —a veces irrealizables— que rondan la cabeza de los citadinos. En la ruralidad se da más importancia a la persona.
Así, entre lo que yo tengo para comentarles este año a mis amigos está que lo tratado al respecto hace un año se encuentra como sintetizado en el numeral 72 de la carta encíclica Evangelii gaudium (2013), del papa Francisco: «En la ciudad, lo religioso está mediado por diferentes estilos de vida, por costumbres asociadas a un sentido de lo temporal, de lo territorial y de las relaciones, que difiere del estilo de los habitantes rurales […]».
Y recordaba lo dicho por un alumno mío, que describía el tiempo de fin de año como «de mucha alegría y esperanza en el interior y de mucha angustia en las ciudades». Me decía: «Mientras nosotros nos ocupamos de regalarnos con ayote y coyoles en dulce, ustedes se ocupan de ver si no tienen topada la tarjeta de crédito». Él provenía de una aldea de San Juan Chamelco. Ese día analizábamos ciertos signos y síntomas de algunas neurosis. Por supuesto, su comentario nos arrancó a todos una carcajada.
Como el papa Francisco, ¡cuánta razón tenía en su acotación!
También les comentaré —particularmente a Gabriel— que los sucesos políticos recién acaecidos en Guatemala sí lograron una especie de unión citadina. Un ser y sentir igual, un deseo de trascender, de unión y fraternidad. Y me parece que por unos días el egoísmo de las urbes desapareció como por ensalmo. Las actitudes individualistas fueron sustituidas por el intento del bienestar colectivo. Se marchaba juntos —muchas veces sin conocerse quienes caminaban a la par— y no había desconfianza entre unos y otros. Todos nos sentíamos acompañados.
Y les plantearé entonces que en las ciudades tenemos ahora el reto de retomar nuestras antiguas costumbres, recién perdidas no ha mucho. Entre otras: las pláticas familiares en las sobremesas, la preocupación por el bienestar de los vecinos, el intercambio de obsequios sencillos, no caros ni ostentosos, y el auténtico ser en lugar del afanoso hacer o del inútil aparentar.
Nada cuesta procurarlo. La colonia El Cambray II, de Santa Catarina Pinula, nos ofrece un escenario para vivenciar que es mejor ser efectivo que afectivo.
¿Lo intentamos?
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