«Cholero resentido», le gritó al policía de tránsito mientras hundía el pedal hasta el fondo. Todo, por haberlo detenido por unos minutos para que otros carros avanzaran. «Cómo se atreve —repetía furibundo— a pararme con la prisa que llevo». Estupefacto, volví la vista a nuestra disminuida autoridad y lo vi a través de la luneta empequeñecerse hasta desaparecer. Suspiré la triste certeza de que mañana despertaría en un país más dividido. Algunos ataques iracundos, como los implacables y frecuentes gestos del presidente Giammattei, nacen de un profundo miedo. Aunque parezca contraintuitivo, el complejo de superioridad es frágil porque está obsesionado con la posición respecto a los demás. El vestigio de superioridad es una disonante creencia colonial que pervive bajo estructuras desiguales, pero que se tambalea ante la amenazante pero sencilla verdad que murmura que somos iguales en dignidad.
Roger Scruton, filósofo conservador inglés, afirmó que a la «nueva izquierda» —que habla de justicia social y de estructuras opresoras— la corroe el resentimiento. Esa es la razón por la cual, según el inglés, aquella utiliza el lenguaje «del poder y el conflicto». Es natural adoptar posturas conservadoras —que defienden un orden establecido— cuando se observa el panorama desde lo alto de la atalaya. Y es verdad que es difícil no criticar ciertos excesos, en especial los que al indignarse por injusticias no buscan el bien común o repudiar la acción en sí, sino que condensan un deseo de hacer pagar al perpetuador, de venganza y resentimiento. Por ejemplo, parecía que algunos, más que querer abrir el Hospital Militar al público o fiscalizar su uso, celebraban la complicación de salud de Allan Rodríguez. Por supuesto que no es experiencia de zurdos, sino algo irracional y, por lo tanto, profundamente humano. No por ello debemos aceptarlo. Francis Fukuyama, desde la otra esquina, señala acertadamente que la efectividad del populismo de derechas radica en que los líderes han sabido tocar fibras adormecidas como el nacionalismo y la religión, a lo cual llama «política del resentimiento». El mismo Scruton, quien apoyaba el brexit, compartía la nostalgia y el deseo de restituir una dignidad natural de ser inglés perdida a causa de los extranjeros. Una dignidad excluyente y —añadiría— bastante artificiosa e ingenua.
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¿Qué comparten los que derriban estatuas y los que niegan el genocidio? Ambos desprecian el pasado, no tienen voluntad para comprenderlo y no son capaces de ver al futuro. Lo curioso es que, al despreciarlo, no logran más que estancarse allí repletos de furia. En general, no hay ideal que deba defenderse por medios en sí mismos reprobables. Además, por si fuera poco, tampoco parece ser una estrategia efectiva. Martha Nussbaum señala en La ira y el perdón que las tres revoluciones sociales más exitosas —Gandhi, King y Mandela— rechazan la ira y la violencia como motores del cambio, pero no porque esos tres líderes fueran débiles o timoratos, sino porque eran fuertes y dignos. Los tres, además de ser excepcionales, se movieron con vistas al futuro: reconocer la injusticia, acabar con ella y reconstruir la confianza a través de una generosidad incondicional. Es una postura radical que va a la raíz del problema, valiente porque busca el bien y defiende la verdad, pero no es extrema, pues busca el diálogo y la negociación para el bienestar de todos, incluidos los opresores.
Detrás de muchos reaccionarios no hay maldad, sino miedo, temor a qué puede pasar si las cosas cambian. De ahí su aspereza, su posición defensiva. Por lo tanto, es importante buscar construir discursos incluyentes que logren mostrar, a través de la persuasión, las injusticias que despiertan la conciencia social. En este sentido, la defensa de la dignidad igualitaria resulta en sí misma revolucionaria porque representa una afrenta al sistema de valores reaccionario. Para lograrlo es contraproducente burlarse, insultar, humillar por más justificado que esté. Se parece al que te dice: «No me insultés, idiota». Hay que mostrar indignación, pero no revanchismo. Una crítica sosegada, con vistas al mañana. Eso no significa aceptar cambios pequeños, pero sí consensuados. Es urgente levantar la voz contra la injusticia sin dilaciones. Una buena ruta es entrenarse en la solidaridad. Cada acto solidario transforma tanto al que da como al que recibe, crea las condiciones en ambas personas para que mañana ese gesto se multiplique. Es una estrategia noble que seduce e invita a la unión. El cambio se avecina. Debemos prepararnos.
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