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Quizás, Quizás, Quizás

Nuestra historia es realmente una colección de historias, pero todas tienen una roca sobre la cual se asienta “la vida”–eso que llamamos un poco ostentosamente mi vida–.
Todos tenemos esa contradicción que nos marca profundamente: la vida y la muerte. Lo sabremos algunas que, cuando estuvimos frente a la muerte, no lo notamos. Agarrada de su mano, la muerte pasó rozándome y no me di cuenta.
Simone Dalmasso
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Quizás, Quizás, Quizás

Historia completa Temas clave

“… nos hemos acostumbrado a la libertad y tenemos el valor de escribir exactamente lo que pensamos…”, escribió Virginia Woolf, en 1929, en “Una habitación propia”, el ensayo en el que plantea la necesidad de que las mujeres tengan un espacio propio para crear, para hacer que se escuche su voz. En esta serie, Plaza Pública reanuda la pregunta: ¿Cómo construyen su habitación propia las mujeres guatemaltecas? Aquí responde Karen Ponciano, antropóloga social.

Era inevitable. Ya me lo había mencionado unos meses atrás, pero me hice la desentendida por varias razones aunque la principal siga siendo mi afán por preservar mi intimidad. Pero a ella hay pocas cosas que se le olvidan y contraatacó hace apenas unos días: yo sé que es poco tiempo, que es una cagada, pero el asunto urge, re urge, urgentísimo. Yo solo intuía, a través de las letras del correo, una mirada insistente y una sonrisa medio pícara-medio malévola, ya no sé. Me prometió un italiano. ¡Las cosas que llega una a decir!

Quizás, quizás, quizás –me insistía–. Nada de música, ni siquiera con el acento agringado de Nat King Cole.

Quizás escribo algo si, y solo si, se entiende que esto no es un ejercicio alegórico de presentación de una figura emblemática porque ni lo soy ni lo pretendo ni lo quiero ser.

Quizás escribo algo si esta vez, MI HABITACIÓN PROPIA, se limita a eso que tantas de nosotras –mujeres volcánicas de carne y hueso– intentamos en lo cotidiano: construirnos, reconstruirnos, evidenciar búsquedas, marcar caminos dejando y borrando huellas. Vivir.

Quizás escribo algo si no hay fotos. Mi sonrisa no cabe en una sola foto. Y el ojo, ¡ah, el ojo! ya lo decía Machado, “el ojo que ves no es ojo porque tú lo veas; es ojo porque te ve”. Sin rodeos: es una doble exposición, la escritura y la fotografía.

Hace varios años escribía en Plaza Pública que a veces puede parecer inaudito cómo un evento tiene un potencial insospechado para cambiar el rumbo de las cosas. Un solo evento puede conmocionar la existencia hasta que no quede más que lo esencial: los relatos íntimos de la vida. Sobreviene entonces una inmensa necesidad de entender qué es lo que ese evento revela de uno mismo y de los otros.

Pensarían que lo escribía a propósito de aquella resolución que anulaba la sentencia contra Ríos Montt en mayo de 2013 y lo hacía, en parte, en referencia a mi propio terremoto. ¿Cómo se narra la vida? No lo sé. O sí lo sé. Con aquellas herramientas de la historia, de la memoria, de las etnografías, de las entrevistas o de las historias de vida. Y sé, demasiado bien, que las memorias múltiples van construyendo narrativas a partir de perspectivas situadas. Los eventos. ¡Tanto que me gustaba la Histoire événementielle de Arlette Farge! No sé cómo escribir un relato lineal. Menos mal. Un evento que marca es suficiente. ¿Tan sólo uno? En realidad, esa sentencia no es cierta: es un evento a partir del cual se ordenan los demás, con el cual se dibuja una narrativa, se pinta un arquetipo de relato y se le da vuelta. Solo así se hace migajas la historia.

Un evento, entonces. Un evento como el epicentro de múltiples fragmentos que van construyendo una narrativa en un contexto específico. El contexto: soy guatemalteca, capitalina, fui a un colegio privado, hija de profesionales, con acceso a estudios universitarios y de posgrado, escogí a mi pareja, elegimos conscientemente compartir la experiencia de ser padre y madre, vivimos muchos años fuera de Guatemala, tengo techo, trabajo, seguro médico y prestaciones. Estoy consciente de lo que todo eso significa en este país. De eso se encargaron dos seres que me han enseñado todo del amor: mis padres.  Lo sé desde mi niñez cuando pasábamos los días con mis papás recorriendo valles, montañas y comunidades en cada posible feriado escolar. A mí me dieron miedo Los Cuchumatanes. Nunca pude asimilar todo el asombro que ese gigante produjo en mí. Aún ahora. Soy parte de una generación que creció con el eco de la guerra. Un eco que vibra todavía.

¿Fueron esas vivencias o fue aquella sala pobremente iluminada de la Biblioteca Georges Pompidou, donde en 1989 pasé horas redescubriendo las guerras en Centroamérica, lo que definió que a los dieciséis años, demasiado temprano, abandonara mi pequeña y vaga ilusión por la biología y me volcara hacia las ciencias sociales? Esa tarde, de eso sí me acuerdo, antes de tomar el metro hasta Antony, pasé a comprar un pintalabios rojo cerca de la Biblioteca y me pinté por primera vez.

También me acuerdo de la viuda negra (¿era una viuda negra?) que amaneció conmigo en mi improvisada bolsa de dormir cuando tenía alrededor de diez años y del grito que pegué en aquel momento. Ciencias sociales. De plano. Aunque hace unos meses descubrí que sigo teniendo intuición matemática. Una quimera; eso siguen siendo las matemáticas para mí.  

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Estos fragmentos han estado guardados, compilados en un archivo titulado Pequeños textos, con clave de acceso. Anna Karenina es la clave porque fue el libro de Tolstoi que mi papá me regaló a los catorce años y que no logré descifrar hasta muchos años después. El enigma literario sobrevivió varias décadas. Edité algunos de esos fragmentos para perfilar este relato que significa un enorme esfuerzo emocional y práctico (para escribir) porque hurgan en aquellas cosas que me han hecho reír, que me han roto, que me dan vida y, porque luego de hurgar en ellas, las expongo. De esto último sigo sin estar convencida. Una Habitación Propia no es un ejercicio de escritura sencillo, querida editora. Pero hay algo de cierto en lo que decías. Es un gesto vital. En estos fragmentos no solo me cuestiono el “ser mujer” en circunstancias específicas sino cuestiono las múltiples mujeres que he sido. Dar es dar, decía Fito Páez —y añadía: dar y amar—. Así que aquí voy, bien agarrada de la mano de la editora, porque si me suelta me quiebro el oxígeno. (Mi hermana cuando era pequeña, en lugar de “hocico”, decía asustada: “y el niño le dijo al otro ¡te voy a quebrar el oxígeno! ”).

Fragmentos, viñetas, etnografías. Un collage. Lo que ofrezco es una conversación con los fragmentos. Son cartas –ya nadie escribe cartas- que me escribí a mí misma, que le escribí a otros, que hablan de una sola cosa: de piedras de colores.  (De vida y de muerte. Y de viajes).

Primer monólogo. El evento o la pérdida

¿Cómo se empaca la tristeza? me preguntó antes de tomar el avión. Yo sabía exactamente qué responderle.

Era viernes, un viernes de agosto. 7 de agosto del 2009. Teníamos apenas una semana de haber regresado de vacaciones. Nos habíamos ido los cuatro a encontrarnos con toda la familia noruega: abuela, tíos, tíos abuelos, primos, nietos, hijos. Fueron días de sol, playa, comilonas, buen vino, desveladas, juegos de mesa interminables, chistes, discusiones. Verdaderas vacaciones familiares: todos juntos y revueltos.

Una semana después el mundo sería otro, al menos para nosotros. Como los niños seguían de vacaciones, los inscribimos a un curso en el Museo de Antropología. Un curso precioso (a mí me hubiera encantado poder ser niña de nuevo) donde hicieron máscaras, aprendían y jugaban en los pasillos del museo, hicieron sus primeros tanes para producir una película. Lástima que no pudieron concluir con el taller. Ese viernes los fui a recoger para ir a comer a casa. Comíamos a las dos de la tarde (temprano para los horarios mexicanos, pero a nosotros las lombrices madrugadoras guatemaltecas nos alertaban que algo andaba mal con ese horario, porque a las 12h30 ya teníamos hambre).

Estaba a la mitad de mi sopa de güicoyitos rayados, cuando sonó el teléfono. Tomé el auricular y escuché la voz angustiada de una colega de I. : Karen, I. se nos desmayó en medio de la junta de directores. Lo está atendiendo nuestro médico, pero pedimos ya una ambulancia para trasladarlo al ABC en Observatorio, no el de Santa Fe. Como soy de reacción más bien rápida, le pregunté: ¿está consciente? Y proseguí: Dile al médico que esté atento a cualquier paro cardíaco. Su familia tiene antecedentes de enfermedades cardiovasculares. Fue lo que se me ocurrió en ese momento: pensar en mi suegro con dos accidentes cardiovasculares, de los cuales había sobrevivido, y recordar que el abuelo y dos tíos de I. habían fallecido de paros cardíacos. Luego, le di todos sus datos médicos, que afortunadamente sabía de memoria (antecedentes, tipo de sangre, etc.). Es un mal hábito que heredas cuando eres hija, sobrina o hermana de médicos —en mi caso, todo aplica—.

No me permitieron entrar a Urgencias hasta que no lo hubieran examinado y terminado de estabilizar. Estuve en la sala de espera y el tiempo se  hacía interminable, como cuando tomas el metro para dirigirte a un sitio que queda a veinte paradas de la estación donde lo abordaste. Al fin me llamaron, y entré tranquila pensando que había sobrevivido y que seguramente había sido un susto. Se lo venía diciendo desde hace rato –pensaba dentro de mí. Le había dicho que era necesario que bajara el ritmo de trabajo, que necesitábamos –todos— un descenso de revoluciones y una vida un poco más tranquila.  Ironía inadvertida: ésa era justamente una vida tranquila.

No hay como ese agujero que se hace en el estómago por la angustia. Es un agujero que se abre de pronto. El muy desgraciado vive disimulando su existencia, hasta que encuentra el momento propicio para empezar a retoñar.

Me temblaba todo, porque lo vi en tus ojos –aunque tu boca dijera lo contrario. Bajaste los ojos uno, dos, tres segundos—.

¿Sabrás vos lo que es perderlo todo una noche lluviosa de agosto y sentir que la tierra te está tragando aceleradamente? ¿Sabés qué es amar y abrazar a alguien para que te desvista contemplándote en toda tu fragilidad y pensar que, probablemente y aunque el instante sea eterno, no lo volverás a ver? Esperaba. No me gusta esperar: soy impaciente, terriblemente impaciente. Pero me aguantaba. Tampoco quería preguntar. En parte porque no me atrevía, pero tampoco preguntaba porque no quería encerrarte: las preguntas encierran. Cuando me enteré del diagnóstico, anoté algo brevemente. Lo esencial. Entendí cómo mantiene una la esperanza a pesar de que sabés lo que va a pasar. La certeza. Eso fue lo que me descompuso aquella tarde en el supermercado.

Be nobody's darling; 
Be an outcast.
Take the contradictions
Of your life
And wrap around
You like a shawl,
To parry stones
To keep you warm.

(Audre Lorde)

 

Simone Dalmasso

Tocó diseñar de nuevo el barco —no importando que no fuera el barco que había planeado cuando pensé ilusamente que el amor es definitivo—. De vez en cuando (no siempre) naufragan los barcos, los sueños, los amores, por decisiones propias, pero también por circunstancias que uno ni decide, ni controla, ni proyecta. Eso nos pasó: un cáncer incurable vino a modificar irremediablemente los planos del barco común. Fue como un terremoto de nueve grados  con réplicas que se extendieron con los meses, con los años de hacer frente común a la enfermedad. Ya no hubo rutinas ni rutas definidas. Solo eso: la vida. Cada segundo. ¿Cómo hacía con un niño de cinco y una niña de dos? Preguntaban algunas almas caritativas. Menos mal que existen (los niños, no las almas caritativas). Sin ellos, no hubiéramos podido mantenernos en pie.

Eso sí, fue una lucha austera: mi pareja, mi mejor amigo, mi co-mamá y co-papá, nuestro Bamsefar,  nunca se quejó y en uno de sus últimos instantes de lucidez me dijo que era la persona con la que debía estar para saltar del árbol y pasar por ese trance aciago. No supo hasta qué punto esa frase me dolió más que todo el peso del Universo que creía haber sostenido durante tantos días, semanas, años. Creía, porque no fue así. La vida siguió insinuándose a través de I., a pesar del Glioblastoma Multiforme y luego, a pesar de su ausencia. Nadie entiende cómo dolor y risas se mezclan aún en las situaciones más trágicas. Todavía recuerdo aquella vez cuando se despertó de madrugada con unas náuseas terribles después de la quimioterapia y los dos saltamos hacia el baño. No llegamos a tiempo y la única reacción que tuve fue repetir desconsoladamente: ¡el huipil de Chiapas, el huipil de Chiapas! ¡Se arruinó el huipil de Chiapas! El bendito huipil que colgaba a un costado de la puerta del baño, estaba completamente embarrado de vómito y no parecía que hubiera solución alguna. Me vio desconcertado y me di cuenta de lo absurdo de la situación: nos caímos, nos abrazamos y reímos hasta que la tripa nos dolió más que la primera vez que me había caído de platanazo inaugural al calzarme los esquíes en la pista de Løten en 1994.   

Todos tenemos esa contradicción que nos marca profundamente: la vida y la muerte. Lo sabremos algunas que, cuando estuvimos frente a la muerte, no lo notamos. Agarrada de su mano, la muerte pasó rozándome y no me di cuenta. Como me diría mi mejor amiga nicaragüense, la muerte está tan dentro nuestro que no nos percatamos de ello: el límite entre vida y muerte es tan hijuesumadremente fino que asusta.

El Metro

Estaba sentada enfrente suyo; con la cabeza inclinada hacia adelante, el vestido negro de algodón, ligero, flotando sobre su cuerpo que anticipaba el calor y se defendía como podía, inanimado, los ojos cerrados para no gastar energía. No dormía, solo se mantenía así con el brazo alargado sobre un tubo del vagón del metro en el que iban, soportando el calor sin contar siquiera las estaciones que iban dejando atrás. Seguro que iba más lejos que ellos. El viaje en metro siempre está acompañado de un ruido particular: es un ruido que a fuerza de ensordecer te enmudece. Te acostumbrabas a él y no se escuchaba nada más. Hasta que se abrían las puertas y te tocaba descender. Entonces sentías, en esa época de lluvias calurosa, cómo el vaho se agolpaba sobre ti. Las voces de la gente se confundían con los quejidos de los fierros. Olvidé a la pasajera del vestido negro y casi pierdo el equilibrio. Frené abruptamente. Eso no se hace en el metro. Nadie frena, sobrevive el que no deja de avanzar con paso presuroso.

Él me sostuvo y me empujó suavemente. ¿Qué te pasa? Nada, es sólo el calor y el tumulto. El viaje en metro me dejó pensando. Con el calor era imposible pensar y, por ello, me urgía regresar y ducharme con agua fría. La sensación del metro, del calor, le recordaba cuando perdía toda referencia espacial cuando él se acercaba y sus manos la buscaban. Cierra los ojos y se ve subiendo las gradas eléctricas del metro sintiendo su aliento en el cuello. Por eso el metro me marea: la multitud disuelve la particularidad de los cuerpos. Adiviné entonces que, de aquella disolución, nació una mujer volcán que no conocía.  

El viaje hacia una misma; el camino de la reconstrucción es largo, complicado y alegre.  

El viaje

Abrió la puerta, bajó del auto, caminó unos pasos y volteó. Quería comprobar que no era una estatua, que al voltear a ver hacia su cuerpo y hacia la vida que en otro tiempo había sido suya, no iba a quedar petrificada.

¿Había sido una despedida? No, porque una parte de ella volaba con él, y una parte de él se quedaba con ella. A veces es mejor no pensar. No hay adioses definitivos -le había susurrado un día mientras la miraba.

No se pueden medir los destellos de amor. Las ráfagas de luz que son visibles para el ojo humano, tal vez sí; pero el resplandor que produce un destello… Ese, Flaca, es imposible medirlo.

Noviembre

Preguntas cómo estoy (…) Algunos días atrás, ya semanas, te dije que no quería invadirte con mis huellas, con mi dolor. Vi tu fragilidad y la mía, y sé –por experiencia propia- que uno se satura y no logras acoger al dolor. Es literalmente imposible. El instinto de preservación empieza a mandar señales a tu cuerpo: es necesario preservarte –insinúa cada vez con más fuerza–. Me pasó durante la enfermedad de I. El proceso actual es diferente.

¿Sabés una cosa? Parte de mi trabajo en la Costa responde un poco a esa actitud de apertura que fui palpando meticulosamente y no fue sino hasta con Alejandra (la de la rosa de Jamaica) que pude abrirme y acoger la riqueza humana de sus vidas. Su dolor, sí, pero también sus carcajadas. La risa como desafío. Y mi risa ahora es más fuerte, más vívida y a veces, más íntima.

Estoy bien. Navegando. Las aguas tormentosas van quedando atrás. Es un barco pirata, el mío. ¿Qué talito?

Llegan las aguas tranquilas: el reencuentro con mi historia con I. No había abierto los viejos álbumes de fotos porque no lo soportaba. Ahora no, ahora los fui abriendo, descubriéndolos uno a uno, viendo cómo el tiempo ha pasado… Uff ¡qué niña era! Pero lo hermoso de todo ello es que sé que siempre hubo Karen. No es fácil tener al mismo compañero tantos años. Difícil pudo haber sido en ciertos momentos; aburrido, nunca. Y aunque Karen Ponciano no es la misma de hace 20 años, la sonrisa sigue siendo franca, sigue estando ahí y solamente por eso, soy tremendamente afortunada.

Falla me dijo, busca tu fuente, tu manantial. Mi manantial es mi familia, es el pilar de mi infancia, son las manos de mi padre, son las caricias y los Flaquita, te quiero de mi madre, las risas de mis hermanos, las complicidades compartidas. Cuando enfermó I., mi papá me dijo: aquí estamos para ti y los niños. Es tiempo, Karen, es tiempo de ser fuerte y valiente. Y hace dos semanas, cuando lloraba, me dijo: aquí estamos para ti, flaquita, y para los niños. Es tiempo, Karen, es tiempo de ser frágil.  Los puentes que he tendido, las amigas y los amigos con los que he reído, comido, bebido, bailado, cantado, llorado… Ellas y ellos son la otra parte de mi castillo.

He vuelto a inundar la casa de risas.

Nuestra historia es realmente una colección de historias, pero todas tienen una roca sobre la cual se asienta “la vida”–eso que llamamos un poco ostentosamente mi vida–.

Soy afortunada, lo repito. Con I. viví distintos episodios de amor. Nuestra última etapa juntos fue de un amor absoluto, de entrega total, pausada y sin esperas. Eso está ya adentro mío. Y viaja conmigo. Dolió volver a ver ese episodio, volver a ver la vida como la veíamos: día a día –porque, como te dije, hay un momento de saturación y la lucha se vuelve entonces cotidiana. Hace unos días, esas imágenes lograron tejer una sonrisa en mi memoria y mis labios respondieron con un movimiento ligero, que no es otro que la sonrisa del agradecimiento–.

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Sigo el viaje, más frágil, pero también con nuevas herramientas para que mis pies no se congelen. Lejos de paralizarme, esto me mueve. Hacia dónde, no sé. I. es una ausencia que no lograba acomodar pero que ahora inspira mi mirada. Lo veo en la paz de los enanos. Entonces confío.

Tengo dos faros enormes que me alumbran: los niños. Seguimos viajando en el petate volador.

¿Qué hacés con tu memoria? Un poco como espejo, te diría que los recuerdos de la enfermedad, del desgaste físico, de la erosión cerebral, del desfiguramiento de su personalidad, de su muerte; están allí como huellas de “ausencia, presencia y olvido”. Pero están allí, y sin ellas no sería la mujer que soy ahora. La vida (no solamente la sobrevivencia) va más allá de la memoria enclaustrada. La memoria son los nombres como mariposas. 

Las pocas certezas

Que río, sí

(Y mucho)

Que me desespero, sí

(Bastante)

Que no quiero que crezcan,

Que quiero que crezcan ¡ya!

Que me encanta jugar con ellos.

Que, a veces, me aburre.

Que busco todos los días mi espacio

(Y si no lo encuentro, colapso.)

Que lo intento,

Que sé que no lo puedo todo

(Pero lo intento -por terca-).

Que me emociona verlo leer mitología griega.

Que me enojo, pero sonrío por dentro,

cuando ella se mancha (todavía) la cara de frijoles.

Que salgo ahuyentada con el dubstep.

Que me encanta poner salsa y bailar.

Que todavía les gano con la bici en las cuestas 

Que hacen como si todavía les gano con la bici en las cuestas.

Y, sobre todo,

que nada de esto me define.

Porque todos los días nos vamos reconociendo.

Reconocerse. Leerse.

Leo. Los libros son mi bastión de transgresión desde que mi mamá me enseñó a leer con unas tarjetas de imágenes que todavía atesoramos. La escuela me dio las bases para estructurar el pensamiento y el conocimiento, las lecturas para desestructurarlo todo. (O casi) Habitar y ser mujer, mi día a día, mis miradas políticas, mis convicciones, mi intimidad. Mi trabajo intelectual como investigadora social tiene una relación intrínseca con ese camino: imaginar mi propio manifiesto académico feminista. Mi profesión no me define en términos absolutos, como no me define el ser madre, como no me define mi orientación sexual, ni mis intereses de investigación.  ¿Ser académica o no ser?

He dicho que soy antropóloga social, de profesión lectora. Ésa es mi habitación sin muros. Los libros dicen mucho de una mujer ecléctica pero el secreto no está solo en los libros. Está en la imaginación y talento "eclécticos" de la mujer en cuestión. En sus contradicciones. Este viaje sigue siendo una travesía de reconocimiento.

Me preocupa que estés sola –suelen decirme–.  "Sola" como una condena. Por si acaso, tengo un letrero que uso a conveniencia: No eres tú, es tu marco teórico. He dicho abiertamente que hemos reflexionado poco sobre el asunto. Tiene que ver con las miradas proyectadas sobre las mujeres solas. Pero tiene también mucho que ver con pensar desde nosotras otras éticas/estéticas del amor. Reconocernos, pensarnos, querernos, abrazarnos enteras. Ya sabés que a vos te deseo que con frecuencia tus cisnes se vuelvan gansos. Al final de cuentas, querida, el sueño es encontrar ese camino. Pero un camino que no sabemos a dónde nos lleva. Como Hauge, que las puertas se abran, que la montaña se abra. Que el río corra, Karen.

Aprende una a ser más indulgente con una misma; porque la severidad de los cuestionamientos sociales las reflejamos con nuestros propios gestos. Sí, lo extraño, particularmente como aliado en esto de la mater/paternidad. Entonces acojo los creativos trazos de mi hija y la fuerza de su vida. Sonrío con la mirada pausada de mi hijo. Abrazo su lógica implacable. Agradezco. No sé qué haría sin las observaciones perspicaces e incisivas de uno; sin las risas estruendosas de la otra.

Desparpajo del niño-adolescente: somos tu ingrediente secreto.

Ocho vidas

Fue hace tanto tiempo, Kjære venn. O quizás no. No lo sabían, lo supieron después: la presentación de ese libro sería el preámbulo de sus ocho vidas.

Era una noche lluviosa en la ciudad de la eterna indiferencia. La ocasión: hacer memoria de lo abyecto de la historia. Pero siempre hay espacio, rajaduras, grietas, por donde la ternura, el amor, el horizonte  y la vida se cuelan. La primera invitación fue casi por casualidad. La segunda no tanto. La tercera aún menos.

(Pero esta no es la historia de esas invitaciones. Es la historia de las grietas y la ternura. Y también de un barco que aprendió a volar).

Es 24 de febrero. No me gustaban los febreros desde hace un par de años. Lo decidí así, un día cualquiera, porque febrero no me trae recuerdos agradables. Después me di cuenta de algo que resulta obvio para cualquier mortal: no era el mes. No importa la fecha; lo que cuenta es el día.

Luego entendí que tampoco el día es importante. Lo es el recuerdo del día. El recuerdo del día en que lo conocí. El recuerdo del día en que lo perdí. El día en el que me hice barco y volé. Ese día era agosto y no febrero. Ergo, el mes no define absolutamente nada. Ni siquiera el tiempo. Supe entonces que I. tenía razón. Esto no se acaba aquí.

Lo dijo un día: después de experiencias como ésas ya no se olvida nunca que de lo que se trata es de arrancarle hasta el último segundo a la vida. Ésa es quizás la marca. La marca de Caín. Como aquel domingo en el que me viste fijamente a los ojos por primera vez: son pequeños actos heroicos que sostienen la vida –escribe el Emperador Poeta. Es la orilla desde donde el horizonte es únicamente nuestro.

La misma orilla

Esa que se asoma

tímidamente,

cuando nadie se ha percatado

de su existencia.

[Pero existe]

Orillas múltiples:

no hay.

Para vos,

ni para mí.

Hay siempre algo nuevo en esas orillas donde todo se quiebra, ahí justo donde nos doblamos, surge siempre algo inesperado, sorpresivo. Digamos que es justo ahí donde surge la vida. Mujer Volcán, me lo dijiste sin tapujos. Somos las que sabemos que hay vida, después de todo lo que hay de miedo. ¿Mi música favorita? La que estoy tocando.  

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