Ya en la década de los sesenta había comenzado este proceso, pero desde el advenimiento al poder político en los Estados Unidos de América de Ronald Reagan y del ala ultraconservadora de los republicanos se agiganta y se convierte en una estrategia política claramente definida. De hecho, aparece mencionado como un mecanismo a implementar en los Documentos de Santa Fe I y II, base ideológica de este proyecto de derecha del poder norteamericano. Surge casi como una contrapropuesta ante el avance de la teología de la liberación de la Iglesia católica y su compromiso social a través de la opción por los pobres.
Las Iglesias evangélicas tienen ya una larga historia en el continente americano. Por lo pronto, y en más de una ocasión, han desarrollado actitudes pastorales de mayor compromiso social que la Iglesia católica. Esto, seguramente, atendiendo a sus orígenes históricos, proviniendo de sociedades más liberales y muchas veces enfrentadas a la curia romana. Su incidencia cuantitativa en la población, de todos modos, ha sido relativamente modesta, sin haberse propuesto nunca una cruzada para captar feligresía.
Ahora bien, la proliferación de los grupos evangélicos que ha tenido lugar en estas últimas dos décadas llama la atención por varios motivos. Ante todo —asumiendo una actitud de respeto hacia cualquier expresión religiosa sin importar cuál sea—, lo más importante a remarcar es que este movimiento, justamente, no constituye una expresión religiosa.
Todo este movimiento surgió —fríamente pensado como estrategia de manejo y control social— para cumplir con un cometido no espiritual. Es una forma de desconectar, neutralizar las preocupaciones terrenales más concretas y, eventualmente, las respuestas que se les puedan dar. Poniendo el énfasis en una espiritualidad casi enardecida y apelando a una moralina simplificante, estas iniciativas se mueven hábilmente llenando vacíos en los sectores más humildes y desprotegidos de las sociedades más pobres.
Es claro que actúan según un mapeo de potenciales zonas conflictivas: aparecen y se desarrollan en los países y en las regiones más pobres, donde menor presencia estatal se verifica y donde es más altamente probable que se den reacciones a esas situaciones estructurales de injusticia y postergación. Son, claramente, estrategias contrainsurgentes.
El discurso con que se presentan es sencillo, esquemático, rápidamente asimilable. En realidad no hay precisamente un mensaje teológico o espiritual en su tejido. Antes bien, proponen una visión casi maniquea de la realidad, basada en una simplificación moralista de las cosas: buenos y malos. Se mueven como sectas, apelando a un fanatismo, a un fundamentalismo intolerante que a veces puede sorprender.
Ahora bien, la pregunta que se abre es: ¿por qué son tan aceptadas? No cabe ninguna duda de que, en estos alrededor de 30 años en los cuales estos movimientos evangélicos fundamentalistas vienen desarrollándose, su crecimiento ha sido gigantesco. Tanto que en muchas ocasiones están a la par —y en algunos casos superan— el poder de convocatoria de la tradicional Iglesia católica (toda una institución en Latinoamérica, con cinco siglos de presencia y actor principalísimo en su historia).
Obviamente, su oferta llena un vacío. De otra manera —como es el caso de otras propuestas religiosas: mormones, testigos de Jehová, islamismo, budismo— no encontrarían el eco que efectivamente tienen.
Actualmente, quizá ante la falta de propuestas políticas globales alternativas, ante el descrédito acrecentado día a día de los partidos tradicionales, estas sectas ocupan un lugar cada vez más preponderante en la vida social de los sectores pobres en Latinoamérica. En realidad no solucionan ningún aspecto práctico-concreto en la vida de millones de pobladores del área, pero insuflan una fuerza espiritual que permite seguir soportando las penurias (¿opio de los pueblos?).
No hay duda de que millones de seres humanos encuentran allí un alivio, independientemente de que podamos leerlo como engañoso, tergiversador, maquiavélico si se quiere, en tanto sabemos la agenda oculta que lo alienta. El desafío que se abre para un discurso y una práctica comprometidos —digámoslo así, aunque pueda sonar ostentoso— con la verdad es qué hacer ante esta avalancha de fe, de qué manera oponerle alternativas válidas, coherentes.
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