Parte del drama es que la historia oficial en dicha sociedad enseñaba que siempre habían sido así las relaciones entre los grandes simios, con lo cual se justificaba la explotación de los humanos. Quienes se atrevían a cuestionar la ortodoxia eran declarados enemigos del Estado y, consecuentemente, perseguidos para ser castigados.
Diversas enseñanzas habrán querido dejar los creadores de esa serie, basada en el libro del francés Pierre Boulle (1963). Podrían plantear lo que en Guatemala llamaríamos dar la vuelta a la tortilla: que los oprimidos pasen a desempeñar el papel de opresores de sus antiguos señores. De hecho, en el imaginario estadounidense, el simio se identificaba con la amenaza siempre latente de rebelión del esclavo negro. Por ejemplo, en la película King Kong de 1933 se retoma ese temor, pero conjugado con el antiguo rumor de hombres negros violando a mujeres blancas, lo que en el sur de Estados Unidos movilizaba inmediatamente a las turbas que linchaban por delitos menores a los recién emancipados tras la Guerra Civil de 1861 a 1865 para mantener el control social sobre ellos.
Aunque podría usar ese mismo imaginario para abordar los problemas en las relaciones interétnicas en Guatemala, lo que quiero introducir es algo que solo se intuía cuando El planeta de los simios pasó a formar parte de la cultura popular en Estados Unidos. Los humanos, la especie Homo sapiens, tenemos mucho en común con los simios porque lo somos. No me refiero solo a que poseemos un ancestro común y, por lo tanto, compartimos un gran porcentaje de genes con los chimpancés y los bonobos. Esa discusión se da desde los aportes de Charles Darwin a la evolución biológica por medio del mecanismo de la selección natural, con su publicación Sobre el origen de las especies en 1859. Pienso, más bien, en muchos elementos que llamamos culturales y que, efectivamente, compartimos no solo con los simios, sino también con otros primates, especialmente con monos como los mandriles y los macacos. Ello, porque dichos patrones de conducta están anclados en nuestras estructuras cerebrales que rigen los procesos mentales que dan origen a las actitudes y los comportamientos.
Para comprender mejor el comportamiento humano, entonces, necesitamos hacer comparaciones con otras especies y dejar de lado el antropocentrismo —muy similar a la idea de que la Tierra era el centro del universo—. Esfuerzos de este tipo se realizan en centros de investigación de alto nivel, como el Centro de Primates del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva, en Alemania. Por ello son los primatólogos los que están traspasando las fronteras del conocimiento y, por lo tanto, enseñándonos más sobre nosotros mismos. Esto contrasta con lo poco que podemos ofrecer los llamados científicos sociales, pues contamos con limitadas teorías y herramientas metodológicas, por lo que seguimos dando palos de ciego ante una realidad que no comprendemos muy bien.
Entre los estudiosos del comportamiento de nuestros primos más cercanos, chimpancés y bonobos, destaca Frans de Waal, con publicaciones como Chimpanzee Politics: Power and Sex among Apes (2000) y Our Inner Ape (2005). Sus descubrimientos son cruciales para entender asuntos tan fundamentales para nuestra sociedad como las nociones de justicia, los instintos de competencia y cooperación y el origen de la agresividad y el comportamiento violento, entre otros. Además de estos aportes de las ciencias que estudian a los homínidos, también tenemos avances en otro frente del conocimiento, precisamente especializado en esas estructuras cerebrales que están en el origen del comportamiento: las ciencias cognitivas. La psicología cognitiva, la neurociencia, la inteligencia artificial, la lingüística y la antropología cognitivas y la psicología evolutiva son, entre otras, las que nos han permitido ganar un mejor entendimiento sobre los procesos mentales humanos y nos han ayudado a superar el antiguo sesgo conductual de las ciencias sociales, que ante la imposibilidad de estudiar el cerebro humano había decidido ignorarlo. También nos han permitido superar el viejo dualismo entre cerebro y mente (cuerpo-alma) y han dado vida a nuevas disciplinas como la economía evolutiva y cognitiva, que anticipa una fructífera convergencia con las ciencias sociales.
Aunque nuestra propia historia oficial así lo diga y la ortodoxia lo defienda, los seres humanos no somos el culmen de nada, ni de la evolución ni de la creación —para quienes todavía creen en esos relatos míticos—. Así como los dinosaurios dominaron el planeta durante millones de años y un evento catastrófico los condujo a su extinción, de la misma manera nuestro actual dominio como especie es el producto de muy diversas circunstancias. Apenas llevamos unos 200 000 años de existencia y ya hemos borrado de la faz de la tierra a muchas otras especies. Después de unos 12 000 años de habernos vuelto sedentarios, gracias al descubrimiento de la agricultura y la domesticación de ciertos animales, parece que podríamos ser víctimas de nuestro propio y extraordinario éxito como especie, una que ha poblado todos los rincones del planeta y sigue reproduciéndose de manera ya insostenible.
Espero compartir con los lectores un enfoque diferente sobre la economía y la política desde este espacio privilegiado de la Plaza Pública, al que he sido invitado a participar. Intentaré ver la asignación de los recursos y el poder desde una perspectiva diferente a las tradicionales, incorporando al análisis los descubrimientos de las ciencias mencionadas. Será un esfuerzo de difusión científica, por lo que esperaría que fuera un aprendizaje y una reflexión conjunta con los lectores, con quienes intentaré entablar un diálogo respetuoso por medio de esta plataforma tecnológica que generosamente hoy se nos facilita. Gracias.
Cleveland, Ohio, 3 de febrero de 2011
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