Leí más de una vez el texto que tanto revuelo había levantado. La primera vez me sorprendió muchísimo, pero supuse que —de pronto, pude no fijarme en algún conector lógico, o tal vez se trataba de un mensaje capcioso— no había leído correctamente, pues la opinión me resultaba aberrante. Lo volví a leer una y otra vez. Pero las líneas eran claras: “…Si la mujer no agrediera a su hombre verbal e inoportunamente… habría sin duda menos mujeres aporreadas y se podrían evitar dramas como nos reportan día a día los medios de comunicación”.
Resulta indignante que un generador de opinión no solo aborde con tal banalidad el drama de la violencia contra la mujer, sino además la justifique. Solo eso faltaba, en este país manchado por violencia de género y que porta el lamentable calificativo de ser uno de los países de la región con mayor número de femicidios. Como bien lo han mencionado otros, este es un punto importante para reflexión respecto de la responsabilidad de los medios de comunicación en su capacidad de romper o promover este mal social —así como otros— que tanto dolor y daño nos provoca como sociedad.
La columna provocó una importante reacción por parte de los lectores, pues los medios electrónicos han facilitado grandemente la posibilidad de expresar e intercambiar opiniones. Como era de esperarse (o al menos, es lo que yo hubiera esperado) la indignación fue de muchos y muchas. Sin embargo (para sorpresa mía), algunas de las opiniones eran a favor de esa retrógrada y nefasta perspectiva (¡incluso más de alguna mujer la defendió!). Pero mi mayor asombro fue ver que —además de los comentarios escritos— cerca de 400 personas indicaron electrónicamente que “les gustaba” esa opinión.
Me gustaría pensar que la mayoría de esos trescientos ochenta y pico no entendió el mensaje o lo interpretó como más de alguno que supuso que el columnista había escrito de forma sarcástica en contra de la violencia. Pero sabemos que no fue así: ciertamente muchos compartirán la opinión. Vivimos entre machos y misóginos. El machismo y la opresión contra la mujer son tenaces en este país. Lo sabemos porque hemos visto expresiones de ello de cerca (en más de algún amigo, familiar, compañero de trabajo) y de lejos (en la calle, en los programas de televisión y —para muestra un botón— en los medios de comunicación). Es la cultura imperante, con manifestaciones diversas y altamente frecuentes: desde lo sutil hasta lo extremo, dentro del hogar como fuera de éste.
Como en una de las columnas anteriores (“Pasa en la vida real, lo confirman las cifras”, relacionada a la división sexual del trabajo), nuevamente recurro a las estadísticas que, aunque no podrían reflejar la magnitud del problema por la misma naturaleza del mismo (miedo a expresarlo, dificultad para identificar cuando se es víctima, etc.), dan una idea de la situación a nivel de hogar. El capítulo de Violencia intrafamiliar de la última Encuesta Nacional de Salud Materno Infantil, recaba información sobre la percepción de las mujeres respecto de actitudes en la relación entre pareja, violencia de género (desde controles por parte del cónyuge hasta violencia verbal, sexual y física), y experiencias de violencia intrafamiliar durante la niñez y adolescencia.
Según los datos mencionados, aún el 64.5% de las mujeres entre 15 y 49 años piensa que una “buena esposa” debe obedecer a su esposo aunque no esté de acuerdo con él, el 46.8% expresó estar de acuerdo con la idea que el hombre tiene que mostrar que él es quien manda en casa, 25% de ellas cree que tienen la obligación de tener relaciones sexuales con el esposo aunque no lo deseen y 6.7% supone que hay ocasiones en las que el esposo tiene derecho de pegarle a la pareja (muy al estilo de lo defendido por el señor Seidner).
Un rasgo distintivo del machismo y asociado con la violencia intrafamiliar, es el del dominio ejercido por el hombre y la subordinación de la mujer a éste. Al respecto, poco más del 70% de las mujeres —del rango de edad anteriormente mencionado y a nivel nacional— informó que debían pedir permiso para salir de casa y para realizar actividades varias (como trabajar fuera, seguir estudiando, entre otras), 60% debe tener autorización para administrar el dinero del hogar y 56% para poder usar un método de planificación familiar.
Finalmente, las preguntas sobre violencia terminan de maquillar la silenciosa realidad de muchas mujeres guatemaltecas: 42.2% de las mujeres ha sufrido alguna vez violencia verbal por parte de la pareja (insultos, humillaciones, etc.), 24.5% ha sido víctima de violencia física y 12.3% de violencia sexual. Cabe señalar que, a diferencia de lo ocurrido con las preguntas abordadas con anterioridad, los porcentajes de violencia —verbal, física o sexual— no difieren mucho según nivel de escolaridad.
Según los resultados de la encuesta, la gran mayoría dijo que los problemas del hogar (aún ante maltrato) deben ser conversados solo entre familia. Los datos revelan también que 33.2% de las entrevistadas tiene recuerdos de maltrato físico del padre hacia la madre. Evidentemente, romper ese círculo vicioso —silencioso y socialmente tolerado— es difícil, y las víctimas directas (madres) e indirectas (hijos e hijas) tendrán además de las secuelas psicológicas y emocionales, la propensión a repetir los patrones heredados.
El papel de todos (instituciones, individuos) es, por lo tanto, primordial para promover esos cambios culturales que tanto urgen. Nos toca a todos cuestionarnos sobre nuestra postura al respecto: ¿cuán laxos somos con la tolerancia hacia mensajes que minimizan la problemática o promueven la violencia de género, cuán pasivo se puede ser respecto de un problema tan serio y frecuente, en qué nos convierte el silencio respecto al tema?
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