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Un ingente número de fuerzas policiales custodia el acceso al Congreso por la novena calle

El poli bueno, el poli malo y lo que Morales no dijo desde su búnker

Un 17,5 % del total de la plantilla de la Policía Nacional Civil estuvo asignado para blindar el centro histórico
Simone Dalmasso
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El poli bueno, el poli malo y lo que Morales no dijo desde su búnker

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Uno de cada seis agentes de la Policía Nacional Civil de Guatemala dedicó su jornada del lunes 14 de enero, a blindar el Congreso, convertido en búnker para Jimmy Morales. El presidente hacía público su tercer informe de Gobierno. Su gran logro: ignorar los asuntos que marcaron la agenda durante 2018, especialmente su empresa por deshacerse de la Cicig, a la que ni siquiera mencionó en casi una hora de discurso. En la calle, más protestas, que el mandatario no llegó a escuchar.

El cambio de turno tuvo lugar a las 8:00 horas. Algunos agentes tenían tantas ganas de abandonar la zona que saltaban a los picops con ansia, subiendo unos encima de otros, como una marabunta de hormigas. Habían pasado la noche en vela custodiando las calles aledañas al Congreso de unas marchas que no estaban convocadas hasta la mañana siguiente, precisamente el momento de ser relevados, y en un punto alejado de la zona que habían blindado. “¡Que hay más carros!”, tenía que calmar un mando. En ese momento, en el cruce entre la 11 calle y la octava avenida de la zona 1 de la capital, no cabía un policía más. Eran decenas, todos con el mismo uniforme, todos en desordenada formación, todos relajados, en ambiente casi de picnic. Eran, eso seguro, muchísimos más de lo que acostumbran a patrullar el centro histórico. La mayoría, amontonados tras las verjas controladas por agentes de la Secretaría de Asuntos Administrativos y de Seguridad de la Presidencia, encargados de cerrar el paso a quien no justificase que tenía que pasar por ahí. Otros, en los alrededores o ya subidos en la palangana de un picop, aguardando el descanso tras una noche en vela.

El despliegue policial era esperado. A las 10.00 horas estaba previsto que el presidente Jimmy Morales, ofreciese su tercer informe de Gobierno. Una aparición solemne, ante el Congreso, una semana después de asestar su último golpe a la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (Cicig). Tras más de un año de guerra abierta, el mandatario rompió unilateralmente el acuerdo con la ONU que dio origen a la agencia anticorrupción. Así que era previsible que quisiese encerrarse en su búnker ante las anunciadas protestas ciudadanas.

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Los policías eran muchos, muchísimos, bloqueando todo el perímetro del Congreso, custodiando el Palacio Nacional y la Casa Presidencial. Al contrario que el año pasado no había kaibiles ni militares patrullando las calles. Pero el despliegue de agentes seguía siendo ingente. En realidad, uno se va acostumbrando. La exhibición de uniformados se repite con la misma intensidad desde hace dos años. En concreto, desde que el 15 de septiembre de 2017 cientos de ciudadanos furiosos con el denominado “pacto de corruptos” obligaron a los diputados a permanecer horas encerrados en el Congreso. Desde entonces, todas las grandes citas políticas con la participación del presidente vienen acompañadas de la parafernalia policial.

En este caso, el despliegue consistió en siete mil agentes, divididos en dos turnos que se relevaban cada ocho horas, según Pablo Castillo, vocero de la Policía Nacional Civil.

Los había de las comisarías de la capital, pero también llegados de otros departamentos: San Marcos, Progreso, Quetzaltenango, Alta Verapaz. Según Castillo, la amplia mayoría eran capitalinos y del distrito central, y solo unos pocos procedentes de otros lugares en los que la presencia policial escasea. No hay datos oficiales sobre cuántas unidades corresponden a cada departamento con exactitud.

Que la movilización de agentes descuidase la seguridad en otros territorios es una preocupación lógica. Más en un país con altas tasas de violencia y criminalidad como Guatemala. Si uno saca policías de una comisaría, corre el riesgo de que esta quede desprotegida. En previsión de estas sospechas, el vocero de la policía aseguró que, desde el sábado, se habían suspendido descansos y permisos.

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La cifra da muestra de la magnitud del despliegue. Siete mil policías de un total de 40 mil que integran la institución. A estos se suman los agentes de la seguridad presidencial y la del Congreso. En relación a la policía, estos números implican que un 17,5% del total de la plantilla pasó en algún momento por el perímetro del Congreso. Más claro aún: uno de cada seis agentes guatemaltecos participó en el blindaje de la sede de la soberanía popular para impedir que ciudadanos descontentos se acercasen.  

Jimmy Morales presentó su rendición de cuentas en un Congreso convertido en búnker.

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El argumento oficial para semejante exhibición era “resguardar las instalaciones y darle seguridad a todos los guatemaltecos que también circulan en este lugar”, en palabras de Castillo. Pero lo cierto es que eran pocos los ciudadanos a los que se les permitía transitar en la zona de seguridad, entre la cuarta y la décima calles, y entre la quinta y la décima avenidas. Así que los protegidos eran, en realidad, el presidente, su gabinete y los 106 diputados que tuvieron a bien participar en el acto. Los otros 52 legisladores, en rechazo al mandatario, se negaron a asistir.

Plaza Pública quiso conocer cuánto gastó el Gobierno de Morales en cerrar el centro histórico para evitar que las protestas llegasen hasta el Congreso. Pero ni Pablo Castillo ni al vocero del ministerio de Gobernación, Fernando Lucero, facilitaron esa información.

El poli malo

Había expectación por cuál podía ser el discurso de Morales después de romper unilateralmente el acuerdo que dio origen a la Cicig y que la Corte de Constitucionalidad revocase temporalmente su decisión. Sus últimas intervenciones habían sido duras, beligerantes. Había cargado contra todos: periodistas, Cicig, ONU, jueces que no le son afectos. En este caso jugaba en casa y ante su público, por lo que cabía esperar que subiese el tono o aprovecharse para celebrar sus éxitos en la cruzada contra el comisionado Iván Velásquez y la agencia anticorrupción. Pero no lo hizo. Su estrategia fue la de obviar el elefante en la habitación. En una especie de reparto de papeles de “poli bueno” y “poli malo” con Álvaro Arzú Escobar, presidente del Congreso, el jefe de Gobierno se permitió disertar durante 50 minutos sin mencionar una sola vez a la Cicig. Como si no hubiese dedicado buena parte de su último año en deshacerse de esa Comisión.

En realidad, después de la intervención de Arzú, poco más quedaba por decir desde el sector partidario de regresar al estado de las cosas a como estaban antes de abril de 2015, cuando se inició de manera abierta la lucha contra la corrupción y la impunidad y se desató una ola de protestas pacíficas. El reelecto presidente del Congreso atacó a la ONU, certificó el fin de la Cicig a pesar del fallo de la Corte de Constitucionalidad, puso en la diana a los magistrados no afines e incluso sembró la duda sobre las próximas elecciones, que el Tribunal Supremo Electoral va a convocar el próximo 18 de enero.

“Los años de la injerencia extranjera abusiva han comenzado a terminar. La Cicig es historia, y va quedando en la memoria de los guatemaltecos, como otro experimento fallido de la Organización de las Naciones Unidas”, se lanzó el heredero político del expresidente y antiguo alcalde capitalino, fallecido el pasado año Álvaro Arzú Irigoyen. “Nunca más cedamos nuestra soberanía a los intereses espurios de burócratas internacionales y de oenegés cooptadas”, añadió.

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Ya había tomado carrerilla. Así que se lanzó y pidió “replantear los términos bajo los cuales mantenemos las relaciones con las Naciones Unidas y sus diferentes organizaciones adscritas. Otros países lo están haciendo, ¿Por qué nosotros no?”. En el entorno centroamericano, el ejemplo más claro sería Nicaragua, que en agosto de 2018 ordenó expulsar a la misión de la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, que estaba elaborando un informe sobre la violencia desatada tras las protestas que comenzaron el 18 de abril. Quizás en quien estaba pensando Arzú Escobar era en Estados Unidos e Israel, quienes con el nuevo año abandonaron la Unesco, la organización de la ONU para la educación.

También tuvo para los magistrados, alertando del riesgo de una hipotética “dictadura de los jueces”. “En nuestro régimen republicano no puede haber un cuarto poder que se inmiscuya y busque subyugar las funciones y responsabilidades de los poderes del Estado porque en ese momento la soberanía del pueblo es substituida por la dictadura de los jueces”. Por último, el presidente del Congreso lanzó una alarmante sombra de duda sobre las elecciones generales que han de celebrarse en junio próximo. Dijo que puede haber comicios que sean “legales” pero que no sean “legítimos”, ya que “deben expresar la voluntad auténtica del pueblo”. No se detuvo a especificar cómo se mide la autenticidad de esta voluntad si no es con las papeletas que se recogen en una urna. Más aún cuando él mismo aspira a repetir curul en los comicios de este año.

El poli bueno

Arzú Escobar había dejado alto el listón de la beligerancia así que Morales optó por hacer como si la crisis política que ha marcado el último año en Guatemala jamás hubiese existido. En realidad, pasó de puntillas por tres de los asuntos clave en 2018. Sobre la migración, apenas un puñado de buenas intenciones. Y eso que el número de guatemaltecos que huyen hacia Estados Unidos se incrementó el pasado año en un 75%, según datos oficiales de Washington. Sobre la tragedia del volcán de Fuego, palmadas en la espalda a la capacidad de reacción del Estado, que no impidió las 201 víctimas mortales y las 229 personas desaparecidas, según datos de Conred. Lo más sorprendente de todo: no mencionó a la Cicig en ningún momento. Como si nunca hubiese anunciado el fin del acuerdo con la ONU rodeado de militares, como si los J-8 jamás hubiesen patrullado la sede de la agencia anticorrupción, como si Iván Velásquez no estuviese vetado a pesar de los fallos de la Corte de Constitucionalidad y como si hace una semana no hubiese decretado el fin de la misión nueve meses antes de lo que dicta el acuerdo firmado con la ONU.

Y eso que el mandatario arrancó con ganas de guerra.

En este caso, sin embargo, prefirió llevar la beligerancia al terreno de la historia, que interpretó a conveniencia. Según Morales, las últimas décadas de Guatemala vienen marcadas por la pugna entre ideologías extranjeras (capitalismo y comunismo). Reivindicó (o eso dio a entender) la figura el expresidente Jorge Ubico (1931-1944) y deslizó que el derrocamiento de Jacobo Árbenz (1951-1954) era consecuencia de la Guerra Fría (y no de la CIA, la United Fruit Company o sus militares afines). Todo ello para plantear una disyuntiva: “Guatemala y sus leyes o el nuevo orden mundial”, entendido como “una nueva forma de colonialismo”.

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¿A qué se refería Morales, sin decirlo? A los derechos de las mujeres, incluido el derecho al aborto o a la diversidad sexual. Nuevamente, el presidente se aferraba a uno de sus quiebres dialécticos más utilizados: fuerzas extranjeras quieren imponer una forma de vida ajena a los valores de Guatemala. Él representa a los valores de Guatemala y está en contra de la Cicig. Luego, la Cicig forma parte de ese plan para imponer valores extranjeros y lo que toca es defender la soberanía.

En este caso se quedó en la primera parte, pero el argumentario no es nuevo. Ni rastro de la lucha contra la corrupción. Mucho menos, de las acusaciones contra el presidente, su familia y su partido.

Una vez superada la introducción de su discurso, Morales se dedicó a desgranar una visión terriblemente positiva sobre la situación social y económica de Guatemala, poniendo énfasis en los supuestos logros obtenidos en asuntos como violencia, educación, sanidad, alimentación o infraestructuras.

Mientras Arzú Escobar y Morales hablaban, cientos de personas secundaban, tanto en la capital como en los departamentos, protestas contra la corrupción y la expulsión de la Cicig. Ni el presidente ni los diputados llegaron a escucharlas. Habían ocupado muchos servicios policiales en bunkerizarse y no permitir que los descontentos pudiesen acercarse al Congreso.

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