Como en el chiste aquel del elefante al que la policía lleva ante el tribunal, con evidentes signos de tortura, y ante el escepticismo de los jueces, el animal suplica: "Les juro que soy un conejo, pero, por favor, sáquenme de aquí". La CC ya lo habían hecho antes. En el caso más notorio, la condena de Efraín Ríos Montt, se basaron en un hecho que nunca sucedió, como hizo constar la magistrada Gloria Porras, para anular la sentencia. En algo tienen razón: ni la Carta Magna ni el sistema de comisiones de postulación da más de sí. En algo dieron vergüenza (primero fue la vergüenza, luego la indignación y el desaliento): dijeron -se atrevieron a decir- que en la elección de magistrados no hubo anomalías.
Que-no-hu-bo-a-no-ma-lí-as.
Léalo despacio y sin hacer esfuerzos inhumanos por evitar la risa.
Porque esa es la gran perversión. La manera en que todas las instancias de justicia decidieron despistarse, una tras otra, una tras otra, para no sancionar nada, para no descubrir nada, mientras todos advertíamos cómo se corrompían las elecciones con una claridad con la que nunca antes habíamos visto. Cómo el Congreso elegía no solo transgrediendo los objetivos del proceso, sino haciendo caso omiso de los tiempos legales. Cómo el oficialista Gudiberto Rivera intentaba sobornar a una magistrada y cómo no se le desposeía del derecho de antejuicio. Cómo la oficialista registradora de la propiedad intervenía, y mencionaba incluso la connivencia del Presidente, para salvar a su corrupto abogado, y cómo, pese a las grabaciones autorizadas por un juez que lo atestiguan, la Fiscal General, Thelma Aldana expresó que no había ninguna razón siquiera para investigarla (¿a alguien razonable le queda alguna duda de para qué llegó esta señora al Ministerio Público?). ¿Se acuerdan de cuando Aldana dijo que no tenía pruebas y por eso no investigaba a López Bonilla por el caso Lima Oliva, como si investigar no fuera precisamente la forma de obtenerlas? Pues algo así ha funcionado todo ahora.
Y al final, lo peor no es que no se repita el proceso. Lo más probable es que los resultados no hubieran diferido mucho. Lo más grave es que hayan glorificado esta estafa con ese aire de normalidad: como si no hubiera pasado nada o, peor aún, como si estuviera bien, un ejemplo de constitucionalidad.
Y en medio de todo esto, la Cicig. Una Cicig que ha desempeñado en los últimos tiempos el que probablemente haya sido su papel más digno y menos estridente desde que se instaló. Una Cicig cuyos avances, aun si lentos (pero vean la dificultad), cada vez se pueden poner menos en duda. Una Cicig cuya presencia debemos defender porque ahora mismo es la única institución capaz de denunciar el cada vez más inextricable entramado de crimen, corrupción y dependencias que anida en el Estado. ¿Sin la Cicig ahí, directa o indirectamente, alguien hubiera tenido fuerza alguna, siquiera para transparentar las cosas?
Poco tiempo le queda a esta institución, si se cumplen los designios del Presidente y sus adláteres, para seguir sacudiendo el sistema y concluir los casos que ya investiga. Y esa perfidia ocurrirá si los ciudadanos no los ponemos contra las cuerdas. No es razonable que no haya aún un clamor rotundo que exija que se amplíe el mandato. Porque a la espera de la organización popular, si la Cicig se va ahora, sinceramente, ¿habrá alguien que en el corto plazo pueda defendernos?
Ha sido tran transparente, tan obvio en su corrupción, este proceso de elección de magistrados, que las instituciones de justicia han quedado en evidencia, moribundas, casi finiquitadas.
Muerta la CC, viva la Cicig.