Así es cada cuatro años. Sucede con alcaldes, gobernadores, vicepresidentes, presidente y algunos diputados. Digo algunos diputados porque la mayoría de esos especímenes sí que son el puro cuero.
¿Cuál es la sintomatología de tales funcionarios? Pues el primer año presentan un rostro de triunfalismo, con cierto agradecimiento —por el voto a su favor—, que dura unos tres meses; el segundo es de prepotencia; el tercero, de personas mandonas y abusivas; y el cuarto, de angustia y desesperación, particularmente cuando ven que sus posibilidades de reelección son ínfimas.
Diferente conducta tienen aquellas y aquellos muelas gastadas que han pasado toda su vida bebiendo y mamando del Estado. Estas personas mantienen un perfil bajo y un admirable nivel de sordina.
Pero mañosos, casi todos.
El colmo de los colmos: el anuncio que la semana pasada hizo la Contraloría General de Cuentas en cuanto a que trabajará conjuntamente con el TSE para evitar la falsificación de finiquitos. ¡Carajo! ¿No que las personas que elegimos tenían como característica principal la rectitud? Imagínese usted, estimado lector: echar a andar todo un proceso para que los honrados funcionarios que han ostentado un puesto público no falsifiquen constancias transitorias de inexistencia de cargos. Como diría Mafalda: «¡Sonamos!».
Ni dudarlo. La crisis padecida hoy por el Estado no tiene parangones. Ni en otros países ni antepuestas en el nuestro. Baste ver la calificación que la oficina del PDH dio a los problemones que hay en la cartera de salud para entender en qué manos nos pusimos. Indiscutiblemente, hemos tocado fondo y este sigue abriéndose. ¿Hasta dónde? No lo sabemos.
¿Qué opciones tenemos? Veamos.
El abanico de candidatos para los cargos de elección popular nos demuestra que los rostros se repiten. Exactamente los mismos en las dos últimas elecciones generales. Aparecen otra vez como en una fase novísima: pelo engomado, risa sardónica, muy saludadores. Y hasta los que se decían candidatos jóvenes ahora se asoman con una panza posdecembrina, carotones (pupuchones, diría un nicaragüense) y asegurando ser la opción joven y renovadora de la democracia guatemalteca.
El panorama es dantesco. No vivido en Guatemala, insisto, ni durante la debacle del gobierno de Manuel Estrada Cabrera. Como muestra, los siguientes escenarios: a la fecha van más muertos por violencia callejera que días corridos del año 2015; la Contraloría hace esfuerzos desesperados por determinar si hay fugas de suministros en las áreas de salud, y muchos médicos y personal hospitalario no han recibido su salario (ganado a puro pelo con desvelos, hambre, y haciendo malabares para que les alcancen los pocos recursos materiales que tienen a su alcance); algunas instituciones se disponen a prevenir la violencia electoral, que se pronostica imparable; la fiscalización de compras por excepción ha sido inoperante; una extraordinaria deuda pública flotante, que está siendo atribuida banalmente a errores administrativos, es desconocida en su monto para la mayoría de los guatemaltecos. Y así tenemos un sinfín de calamidades provocadas por torpes, ineptos y sinvergüenzas que ahora pretenden reelegirse.
Sin aspirar a ser un profeta de calamidades, con semejantes protagonistas bien podríamos componer una sinfonía (de cuatro movimientos) que se llamase La sinfonía del infierno. Cada año, un movimiento.
Pocas personas son las que se perciben como nuevas en la palestra política. No obstante, algunas que están en los cargos públicos tendrán que salir. Y, ante lo cometido, ¿qué les espera sino la cárcel?
Ojalá el Parlacén no siga siendo refugio de cínicos y ladrones.
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