La postura de la ciudadanía hacia un mandatario generalmente se basa en percepciones, las cuales se derivan de los resultados tangibles o de la experiencia cotidiana. Por ello estas percepciones suelen ser inmunes a las estadísticas y a los datos con los cuales los tecnócratas rellenan los informes presidenciales.
Me parece que esta percepción general es desfavorable al presidente en cuanto a que prevalecen el desencanto y la desilusión, si no el enojo, por la carencia de esos resultados tangibles y cotidianos. En una medida, él es directamente responsable, ya que en su campaña electoral fue muy efectivo en levantar expectativas altas por su (ahora gravemente incumplida) promesa de «ni corrupto ni ladrón». Esa expectativa lo hizo presidente de la república y está por verse si la continuidad del incumplimiento puede removerlo.
Otra medida de la desilusión es la falta de un plan y de conocimiento técnico de la gravedad de los problemas que deben solucionarse en Guatemala. Los problemas son tan graves y profundos que las soluciones que se requieren no pueden ser rápidas, fáciles ni baratas. Son desafíos descomunales hasta para el más capaz y honrado de los gobiernos y gobernantes. Notables dosis de desconocimiento e inexperiencia del presidente Morales y de la mayoría de su gabinete (sobran los dedos de la mano para contar las excepciones) comprometieron gravemente la efectividad de su gestión en 2016.
Y quizá la más grave y relevante sea la creciente percepción de que la corrupción continúa rampante y de que, contrario a lo que implicaría el cumplimiento de su promesa, Jimmy Morales es una pieza muy activa de la maquinaria de la corrupción, al punto de que las mafias están en posición de contraofensiva. Escándalos como su participación en la compra de diputados tránsfugas, el nombramiento como ministra de Comunicaciones, Infraestructura y Vivienda de alguien insolvente con la administración tributaria, la participación de su hermano y de su hijo en actos de corrupción en el Registro General de la Propiedad, la torpeza demostrada al reaccionar de forma hepática a las preguntas de la prensa, dormirse en público aduciendo «cansancio» y muchos otros más pesan muchísimo en las percepciones que determinan la opinión pública.
La percepción de que el Ejecutivo no es un aliado de la lucha contra la corrupción, sino lo contrario, de que el presidente Morales podría ser un soldado más de las mafias de la corrupción, pareciera no ser generalizada. Por lo menos no todavía, ya que, de lo contrario, creo que estaríamos viendo la plaza llena de nuevo. La que me parece que ya es una percepción generalizada es que Morales y su gobierno no han logrado resultados significativos y que la paciencia puede estar agotándose hasta alcanzar una masa crítica para detonar. O quizá solo falta el detonante: otro escándalo de corrupción inequívoco como lo fue La línea en abril de 2015.
Si estas apreciaciones son correctas, es posible concluir que Jimmy Morales ha dilapidado lo que entonces fue un enorme capital político en la forma de respaldo ciudadano y popular. Él llegó a encarnar la esperanza para muchos, pero, si continúa dilapidando esa confianza, fácilmente puede pasar a encarnar la desilusión, la frustración y el enojo ciudadanos. Y esta vez, quizá de forma corregida y aumentada.
Puede que a Jimmy Morales aún le quede capital político como para corregir el rumbo y rescatar su gestión. Lo que sus estrategas quizá estén calculando es la alternativa: corrige o ¿qué pasa? Quizá estén convencidos de que la plaza esté bien muerta y de que no pasaría nada.
Más de este autor