Los que dejamos nuestros años infantiles en la década de los ochenta, con más o menos precisión coincidiremos en que el hogar marcaba nuestras actividades diarias. Que si salíamos teníamos que explicar con quién y a dónde, seguido de la esperada indicación no negociable: ¡regresás antes de la diez! La obediencia pronta era natural pues la premisa fundamental era la entera confianza puesta en las orientaciones brindadas por nuestros padres que perseguían mantenernos alejados de lugares y personas peligrosas.
Tener la figura paterna y materna en el hogar exigía reconocer que no andábamos tirados en la calle. ¡Es el hijo de don Paco! ¡Es el hijo de doña Astrid! Para los que crecimos en el interior del país, el apellido es herencia que debe honrarse.
En la escuela y después en el instituto era normal ponernos de pie y ofrecerle los buenos días a la directora cuando entraba a nuestro salón. Ella agradecía y nos pedía que nos sentáramos nuevamente con el consabido “por favor”.
Al terminar mi bachillerato (1999), me presentaron un cajón blanco que cambió mi lenguaje. Dejé de hablar de la máquina de escribir y empecé a balbucear “Apple Macintosh”, “mouse”, “delete”, etc.
En fin. Todo lo anterior me sirve para decir que mi generación tuvo una infancia marcada por lo hogareño, que si bien vivimos los últimos años del conflicto armado interno, también aprendimos que “nunca más” debíamos volver a matarnos entre hermanos.
A más de 30 años de distancia de aquella infancia, tengo más cosas que agradecer que lamentar.
Pero el mundo cambió.
Ahora los niños y jóvenes cercanos en años pero distintos en presaberes, deben madurar pronto pues los problemas que les hemos heredado producto de nuestros fracasos como adultos, les impiden crecer sanos y limpios psicológicamente. Si con 9 años dicen que no le encuentran sentido a la vida y con 13 años quieren abandonar el infierno que tienen como hogar, ¿de quién es la responsabilidad?
Me da la sensación de que nosotros, los adultos, no estamos haciendo nuestro mayor esfuerzo para que nuestros niños y jóvenes puedan decir en el futuro que disfrutaron de una infancia feliz. Entonces no es culpa de ellos, la responsabilidad es de nosotros que no los entendemos a pesar de que publican sus estados de ánimo en facebook, que no sabemos qué piensan a pesar de que twittean diez veces al día, y no les reconocemos a pesar de tener sus rostros en instagram. Ellos, sobrinos, hijos, primos y hermanos, no desean vivir deprimidos y con miedo, sino que nos piden a gritos poder caminar hacia el colegio y regresar a su hogar sin que nadie los elimine físicamente. Sus rostros inocentes exigen que los tratemos como lo que son, lo más valioso de nuestro país y por lo tanto merecedores de todo esfuerzo que ayude a repensar la forma en que los estamos cuidando y protegiendo.
Tal reflexión parte de la idea de que ninguna época anterior fue mejor que la actual. Es decir. Nunca tuvimos tantas leyes y proyectos educativos que buscaran proteger y formar integralmente a nuestros jóvenes. Y si de seguridad se trata, nunca vimos tantos policías en las “escuelas seguras”. Si tanto esfuerzo no funciona significa que habitamos una sociedad mediocre que se pudre desde las entrañas como cáncer que carcome silenciosamente y sin piedad.
Dejemos de maquillar los problemas, reconozcamos nuestros errores y luchemos por heredar a las nuevas generaciones una sociedad en la cual valga la pena traer al mundo nuevos hermanos que nazcan por amor, que vivan entusiasmados y lleguen al final de sus días con tranquilidad y dignidad.
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