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Los innombrables

“No está claro aún quién dio esas órdenes”, se lee en cable confidencial serie (U) IIR 6 829 0509 90, enviado ese día por la sección de San Salvador al cuartel de la CIA, en Virginia; al Pentágono; al Departamento de Estado; y a la Casa Blanca. Fue hasta entonces que el Presidente Cristiani anunció que la Comisión Investigadora de Hechos Delictivos (CIHD) de la Policía Nacional había encontrado evidencia que implicaba al batallón Atlacatl en el crimen.
El 8 de agosto de 1990, la sección de la CIA en San Salvador avisó a Washington que habían detectado el paradero de tres oficiales que estuvieron en la Escuela Militar la noche de los asesinatos y cuyos relatos podrían ser valiosos: el capitán Herbert Oswaldo Vides Lucha, el mayor Castillo González y el capitán Julio García Oliva.
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Los innombrables

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¿Quién dio la orden de asesinar a Ellacuría y no dejar testigos? No fue, en primera instancia, el coronel Carlos Guillermo Benavides, condenado en 1992 como autor intelectual y amnistiado meses después. El Gobierno de George Bush padre en Estados Unidos lo supo pronto. Desde El Salvador los señalamientos apuntaban al general Rafael Bustillo, de la Fuerza Área y a un sector “oscuro” del Ejército. Todo indica que hubo un esfuerzo desde la administración Cristiani y desde Washington para que esas dudas nunca llegaran, en forma de indicios, ante el juez salvadoreño Ricardo Zamora, quien entre 1991 y 1992 juzgó a Benavides y a otros nueve militares por la masacre. El juez que tiene abierta una causa por estos asesinatos en Madrid desde 2008, dice que lo único que la justicia española necesita para abrir el juicio a sumario es que el Tribunal Supremo de su país establezca que el juicio celebrado hace 23 años en San Salvador fue un fraude. Y lo fue de acuerdo a la información que hay en los cables estadounidenses.

Las primeras sospechas de los estadounidenses recayeron en el mayor Roberto d´Aubuisson, máximo líder del partido Arena y entonces presidente de la Asamblea Legislativa. Se lo hicieron saber directamente, a través de un investigador del FBI que vino de México a averiguar sobre la masacre. D'Aubuisson señaló al general Rafael Bustillo, de la Fuerza Aérea, algo que retomó la Comisión Moakley en su informe.

Armando Calderón Sol, otro hombre fuerte de Arena y entonces alcalde de San Salvador, dijo en una reunión con el embajador William Walker y Alfredo Cristiani que a los jesuitas los había matado un sector “oscuro, involucrado con el narcotráfico” en el Ejército. Un cable de la CIA, enviado a Washington el 20 de noviembre de 1991, dice que “algunos reportes indican que (el coronel René Emilio) Ponce fue parte del encubrimiento”.

Todo está en cables desclasificados por Estados Unidos entre 1994 y 2011. Todo indica que hubo un esfuerzo desde la administración Cristiani y desde Washington para que esas dudas nunca llegaran, en forma de indicios, ante el juez salvadoreño Ricardo Zamora, quien entre 1991 y 1992 juzgó a Benavides y a otros nueve militares por la masacre. Eloy Velasco, el juez español que tiene abierta una causa por estos asesinatos en Madrid desde 2008, dice que lo único que la justicia española necesita para abrir el juicio a sumario es que el Tribunal Supremo de su país establezca que ese juicio celebrado hace 23 años en San Salvador fue un fraude. Y lo fue de acuerdo a la información que hay en los cables estadounidenses. En esta serie de Plaza Pública y Factum sobre el Caso Jesuitas se cuenta la historia de los innombrables, todos los oficiales del Ejército cuyos nombres, a pesar de haber estado en boca de potenciales testigos como autores, ejecutores, planificadores o encubridores, nunca fueron investigados.

Entre el 17 y el 18 de noviembre de 1989, dos días después de la masacre

El teniente Yussy Mendoza Vallecillos llegó a la sastrería de la Escuela Militar a que el sastre titular, un hombre ya viejo de estar ahí, amigo de los oficiales, le arreglara una de sus camisas de diario. El teniente no se encontraba a gusto. Estaba preocupado. Incómodo.

“Dijo que se sentía mal por los asesinatos de los jesuitas. Que él no quería hacerlo. Contó que uno de los curas, el padre Ignacio Martín (Baró), había sido su profesor. Pero había sido una orden directa. Además, dijo que el jefe de la Fuerza Aérea, el general (José Rafael) Bustillo, le había ofrecido entrenamiento como piloto en recompensa”, cuenta otro militar, a quien aquí llamaremos Valentín. El teniente Mendoza soltó una confesión al sastre, que era además su miedo: “De verdad, ojalá que mi coronel no me delate”.

No fue la única vez que Mendoza Vallecillos, Valentín y otros oficiales del batallón Atlacatl y de la Escuela Militar hablaron sobre lo que había pasado en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) entre la noche del 15 y la madrugada del 16 de noviembre de 1989. En otra ocasión, el teniente contó que las familias de varios miembros del Atlacatl relacionados con los asesinatos habían recibido “amenzas de muerte por escrito”.

Siete meses después, el 30 de junio de 1990, Valentín contó lo que sabía sobre Mendoza Vallecillos y la Escuela Militar a oficiales de la CIA destacados en San Salvador. No era poco: Valentín había estado de guardia en la entrada de la Escuela desde las siete de la noche del 15 de noviembre de 1989, hasta las nueve de la mañana del 16 de noviembre. Los agentes estadounidenses enviaron un resumen de esa plática ese mismo día a su cuartel central en Langley, Virginia (a 20 minutos de la Casa Blanca), en el cable secreto referencia 132158Z.

Entre el 15 de noviembre y el 16 de noviembre de 1989. Escuela Militar y Campus de la UCA

Aunque su turno de vigilancia empezaba por la noche, Valentín estaba en la Escuela desde el mediodía. A las dos de la tarde del 15 de noviembre, cuenta, empezaron a llegar todos, los coroneles, el alto mando de la Fuerza Armada. Uno a uno. En el memo de la CIA, basado en el testimonio de Valentín, aparecen los siguientes nombres: René Emilio Ponce, jefe del Estado Mayor Conjunto, “quien llegó en una caravana de dos jeep Cherokee con vidrios polarizados”; Juan Rafael Bustillo, jefe de la Fuerza Aérea; Dionisio Ismael Machuca, director de la Policía Nacional (PN); Francisco Elena Fuentes, jefe de la Primera Brigada de Infantería; Heriberto Hernández Hernández, director de la Policía de Hacienda; Juan Carlos Carrillo Schlenker, jefe de la Guardia Nacional, quien arribó con su jefe de Inteligencia, el mayor Ricardo Arango Makay; Óscar Alberto León Linares, comandante del batallón Atlacatl; y el director nacional de Inteligencia, Carlos Mauricio Guzmán Aguilar.

Los agentes de la CIA creen que Valentín entendió que aquella reunión y aquellos nombres eran importantes cuando supo que pocas horas después alguien había asesinado a los jesuitas de la UCA.

En octubre de 1991, en una declaración final en nombre de la comisión especial legislativa de investigación del Caso Jesuitas que presidía, el congresista estadounidense Joe Moakley estableció que la orden de asesinar a los sacerdotes había salido de una reunión celebrada el 15 de noviembre, en la que estuvieron presentes algunos de los oficiales nombrados por Valentín: Ponce, Bustillo, Elena Fuentes, y otros como Juan Orlando Zepeda e Inocente Orlando Montano, ambos viceministros de Defensa. (La acusación en España también incluye al general Rafael Humberto Larios, entonces Ministro de Defensa)

Poco después de las siete de la noche, cuando Valentín ya estaba de guardia, dos picops salieron de la Escuela Militar. Ahí viajaban, entre otros, el teniente Mendoza Vallecillos y el subteniente Gonzalo Guevara Cerritos. Iban al cuartel del Centro de Inteligencia Policial en Santa Tecla, unos ocho kilómetros al oeste, a recoger uniformes nuevos y botas. Antes de salir con el equipo, el coronel a cargo del cuartel, Rigoberto Soto, les deseó suerte. “No vayan a fallar en esta misión”, les dijo.

De regreso a la Escuela Militar, Mendoza Vallecillos, Guevara Cerritos y otro teniente, Ricardo Espinoza Guerra, se reunieron con sus hombres en las canchas de fútbol. Hasta ahí llegó el teniente coronel Camilo Hernández, el segundo de Benavides en la Escuela, y quien esa noche se hacía cargo de las tropas del Atlacatl que estaban presentes. “Los han escogido para esta misión porque ustedes son los más valientes y serán recompensados”, les dijo.

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La misión había empezado mucho antes, e incluía a miembros de otras unidades del Ejército que establecieron al menos dos perímetros en los alrededores de la UCA la noche previa a la masacre. En el lindero oeste del perímetro, sobre la calle La Sultana, había tropas al mando del capitán Julio García Oliva, quien nunca fue citado a dar testimonio en sede judicial y dos décadas después fue nombrado agregado militar de El Salvador en Washington, durante el gobierno de Mauricio Funes.

Antes de la medianoche, los tenientes Mendoza Vallecillos, Espinoza Guerra, el subteniente Guevara Cerritos, el sargento Antonio Ramírez Ávalos Vargas, el subsargento Tomás Zárpate Castillo, el cabo Ángel Pérez Vásquez y los soldados rasos Óscar Mariano Amaya Grimaldi y José Alberto Sierra Ascencio, habían ingresado a la UCA.

Casi dos meses después del crimen, a las once de la mañana del 13 de enero de 1990, en la sede de la Policía Nacional, y ante los testigos José Chávez y Douglas Alberto Tejada Maldonado, el teniente Espinoza Guerra reconstruyó lo que había pasado aquella madrugada. Dijo que sus ojos se llenaron de lágrimas cuando, bajo su mando y el de Mendoza Vallecillos, seis efectivos del batallón Atlacatl de la Fuerza Armada vaciaron sus fusiles M-16 y un AK-47 sobre Ellacuría, sus compañeros Ignacio Martín-Baró, Segundo Montes Mozo, Amando López Quintana, Juan Ramón Moreno Pardo y Joaquín López y López, y sobre Elba Julia Ramos y su hija Celina Marissette, empleadas de los sacerdotes. Dice el teniente que lloró.

Uno de sus subalternos, el soldado Antonio Ramiro Ávalos Vargas, también declaró el 13 de enero de 1990 en la Policía Nacional. Lo hizo a las tres de la tarde, cuatro horas después que el teniente. Ávalos Vargas no dijo nada sobre las lágrimas de Espinoza Guerra; sí habló sobre la orden que le dio. Desde la puerta aledaña a los dormitorios de los sacerdotes, en la que se había quedado mientras sus hombres cateaban el edificio, el teniente entendió que había llegado el momento. A unos 20 metros, Ávalos Vargas y otros cuatro hombres vigilaban a cuatro de los sacerdotes, a quienes habían ordenado acostarse boca abajo sobre el engramado.

Entre las dos y las tres de la mañana, el Atlacatl había matado de nuevo. Había cumplido su misión.

Pero no fueron recompensados. No como les habían dicho. El Atlacatl, de hecho, se sintió traicionado por Benavides y Hernández, director y subdirector de la Escuela, y por otros “coroneles corruptos”, según se desprende de los testimonios recogidos en cables diplomáticos.

17 de enero de 1990. Sede del Batallón Atlacatl

El Embajador William Walker había ido hasta la sede del Batallón de Infantería de Reacción Inmediata (el BIRI) Atlacatl el 11 y el 16 de enero a sondear la situación; a enterarse sobre lo que decían los oficiales y soldados de la principal unidad implicada en la masacre que estaba causando demasiados dolores de cabeza a Washington, en su afán por apoyar al gobierno de Alfredo Cristiani y, a la vez, de contener los ímpetus del FMLN. El 17 de enero, Walker envió un resumen de sus conclusiones a su jefe en el Departamento de Estado, el subsecretario Bernie Aronson.

Cuando Walker llegó a verlos, los oficiales del Atlacatl sabían ya que dos de sus tenientes y cinco de sus soldados habían sido implicados en la masacre. “Si eran culpables —coincidieron— que los castiguen... pero no aceptarán que solo tenientes y soldados sean culpados”, escribe Walker en su cable a Washington, identificado como 90SAN SA000667.

Hubo, en la reunión, una advertencia velada al alto mando a través del embajador estadounidense: “No vamos a tolerar a oficiales corruptos y esperamos que la Fuerza Armada se depure... Si no, los coroneles van a saber a quién apoyamos”.

Antes de salir, Walker habló con dos oficiales que le insistieron en que Espinoza Guerra no era el último ni el principal responsable. “Él no hubiese procedido sin órdenes expresas”, aseguraron.

Aeropuerto Internacional de El Salvador. 13 de octubre de 2010

El funcionario de Migración selló el pasaporte a las 10:03:41 de la mañana. Había chequeado ya el pase de abordar: Vuelo 220 de Taca con destino a San Pedro Sula, Honduras; y los datos en el pasaporte salvadoreño del pasajero: José Ricardo Espinoza Guerra, nacido el 7 de abril de 1961. El récord migratorio indicaba que entre 2009 y 2010 este hombre había viajado a Perú, a Estados Unidos, y a Guatemala y Honduras por tierra. Tres días después de viajar a Honduras por Taca, aquella mañana de octubre, el pasajero retornó a El Salvador. Venía de Estados Unidos y había hecho escala de nuevo en San Pedro Sula.

El teniente entró de vuelta a El Salvador a las 7:49:56 de la mañana del 15 de octubre de 2010. Ese es su último movimiento migratorio registrado, según consta en un informe secreto de la Inteligencia policial salvadoreña sobre el pasado de este militar. A ese reporte tuvieron acceso investigadores relacionados con el caso que el juzgado segundo de la Audiencia Nacional de España sigue contra Espinoza Guerra y otros miembros de la Fuerza Armada por los asesinatos de seis jesuitas y dos de sus empleadas.

En 1991, Espinoza Guerra ya había pasado por un juzgado salvadoreño, el Cuarto de lo Penal de San Salvador, acusado de la muerte de Ellacuría y de las de otras siete personas a la que sus hombres mataron a punta de metralla para “no dejar testigos”. El tribunal los absolvió a él, a un subteniente, dos subsargentos, un cabo y dos soldados que estuvieron en la UCA la madrugada de la masacre; algunos de ellos pese a que habían confesado a investigadores su participación en los asesinatos. También resultó absuelto el teniente coronel Camilo Hernández, subdirector de la Escuela Militar, donde Espinoza Guerra y sus hombres se reunieron la noche del 15 de septiembre con el coronel Benavides, acusado en el Cuarto de lo Penal de dar la orden de matar a Ellacuría, y con el teniente Mendoza Vallecillos. A los dos últimos el tribunal los condenó el 23 de enero de 1992, pero quedaron libres 15 meses después cuando la Asamblea Legislativa, presidida por el partido Arena, pasó la Ley de Amnistía tras la firma de los Acuerdos de Paz.

Después de aquel viaje de octubre de 2010, el teniente Espinoza Guerra desapareció de los registros públicos en El Salvador. De donde no desapareció su nombre fue de los atestados judiciales.

El 30 de mayo de 2011, el juez sexto de la Audiencia Nacional de España, Eloy Velasco, emitió 20 órdenes internacionales de arresto, contra Espinoza Guerra y otros militares, entre ellos todos los miembros de la cúpula militar salvadoreña en 1989, a quienes acusa de asesinato, terrorismo y crímenes de lesa humanidad.

El teniente Espinoza Guerra es uno de los más mencionados en los centenares de memos y cables secretos que la embajada de Estados Unidos en San Salvador intercambió con diversas agencias de su gobierno en Washington entre noviembre de 1989 y diciembre de 1993.

En un cable secreto que la embajada envió a Washington el 26 de enero de 1990, con la primera reconstrucción escrita de “lo que podría haber pasado esa noche (la de la masacre)”, la embajada describe al teniente Espinoza Guerra como una figura “compleja”, y asegura que el oficial protestó al recibir la orden del coronel Benavides. “Esta es una orden y la cumplirán”, cita el cable estadounidense la respuesta del oficial superior ante las dudas de Espinoza Guerra.

En un memo de enero de 1990, firmado por el embajador William Walker y dirigido al Subsecretario de Estado para Asuntos Interamericanos, Bernard Aronson, hay un indicio de que los estadounidenses no veían al teniente como el responsable último de la masacre: “Espinoza empezó su carrera militar como oficial en la Fuerza Aérea y algunos reportes indican que fue relevado de ahí porque se rehusó a cumplir una orden de un oficial con la que no estuvo de acuerdo. Desafortunadamente, la noche (madrugada) del 16 sí llevó a cabo la misión que le habían asignado”.

Durante los siguientes dos años, e incluso después, los cables estadounidenses hablan sobre sospechas que en uno u otro momento tuvieron los funcionarios estadounidenses que se relacionaron con estos hechos: a los jesuitas los mató el Ejército salvadoreño y, dentro de la Fuerza Armada, la orden no salió en primera instancia del coronel Benavides, el oficial de más alto rango juzgado, condenado y amnistiado por la masacre. Fue siempre plausible, verosímil, llegaron a escribir los enviados de Washington tras oír a oficiales del Ejército salvadoreño y a políticos del partido Arena, que la orden llegara de lo más alto del mando de la Fuerza Armada. También los memos hablan de cómo esos mismos oficiales enmudecieron sus sospechas ante el público, incluso entre ellos mismos, para proteger al gobierno de Cristiani.

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Las dudas del embajador Walker eran tales que el 30 de octubre de 1990, en el cable 01218, propone a sus jefes en Estados Unidos un plan para dar protección legal a Espinoza Guerra a cambio de que el teniente denunciara a algunos de sus superiores. El trato, no obstante, no incluía a ninguno de los miembros del alto mando que hoy son juzgados en Madrid.

Lo que sí incluía la propuesta de Walker era un complejo plan que iniciaba en el despacho mismo del Secretario de Estado, pasaba por el del presidente Cristiani, los del presidente de la Corte Suprema de Justicia y el Fiscal General salvadoreños, y terminaba en el escritorio del juez Ricardo Zamora, el hombre que firmó las condenas en 1992.

La embajada recomendaba hacer un esfuerzo para lograr un trato con Espinoza Guerra a cambio de la “exposición total y de su testimonio contra sus superiores”. Los elementos de ese trato incluirían: desistir de los cargos criminales contra el teniente, libertad condicional para él y su familia en los Estados Unidos y ayuda financiera para que se establezca (Walker sugiere que Cristiani dé parte del dinero).

El diplomático sugiere, incluso, un curso de acción que debía empezar con la visita de un oficial estadounidense no especificado a una “fuente” que tenía contacto con el teniente: “La fuente puede hablar con claridad con Espinoza y decirle que enfrente una sentencia de 30 años; tratará de convencerlo de que no hay futuro en proteger a altos mandos y de que debería hacer un trato”.

Si Espinoza Guerra accedía, Walker hablaría con Cristiani para que el Presidente reuniera al juez Zamora, a Mauricio Gutiérrez Castro, presidente de la Corte Suprema, y al teniente coronel Rivas Mejía, de la Comisión Investigadora de Hechos Delictivos (CIHD) de la Policía Nacional. En esa reunión debía establecerse el proceso legal para convertir a Espinoza Guerra en testigo, desechar los cargos y, luego, acusar a “Camilo Hernández, Vides Lucha”. En los cables desclasificados hasta ahora no consta que Washington haya respondido a Walker.

El coronel Hernández fue, a la postre, condenado como cómplice en los asesinatos. También el teniente Yussy Mendoza Vallecillos y el coronel Benavides. Todos fueron amnistiados.

Las dudas, sin embargo, nunca se despejaron. Aun los estadounidenses, que en un principio acosaron a los testigos que verificaron la autoría militar de la masacre —el mayor estadounidense Eric Buckland y la empleada salvadoreña Lucía Barrera de Cerna— y miraron para otro lado cuando la administración Cristiani daba pistas falsas y protegía al alto mando militar, terminaron convencidos de que la orden de matar no había salido, en primera instancia, de Benavides; no lo consideraban un oficial con el temple necesario para ordenar una operación de ese calado.

En marzo de 1990, cuando ya estaba claro que la decisión interna en el Ejército era perseguir penalmente a Benavides, la CIA elaboró un “perfil de carácter” sobre el coronel, que luego envió a Washington. Los analistas que estudiaron a este oficial dicen, sin escribirlo expresamente, que es poco probable que Benavides sea el autor intelectual.

La personalidad de Benavides no es la de un líder capaz de planificar “algo tan relevante” por sí solo, escriben los agentes de la CIA, quienes subrayaron, por ejemplo, que lo que más preoucupa al coronel es su apariencia física, lo que le valió el sobrenombre de “Pitufina” que le habían endilgado sus colegas.

Madrid, 2010

Corre la segunda semana de mayo. El presidente salvadoreño Mauricio Funes y su comitiva se preparan para asistir a la inauguración de la V Cumbre de la Unión Europea y América Latina y el Caribe. Antes, en su hotel, el mandatario sostiene una reunión con querellantes de la causa abierta en la Audiencia Nacional contra 20 militares acusados de ejecutar, planificar y encubrir los asesinatos de los Jesuitas y sus empleadas. Los abogados piden solo una cosa: que la administración Funes no obstaculice la colaboración judicial entre las cortes de Madrid y San Salvador, como lo habían hecho las de Alfredo Cristiani, Armando Calderón Sol, Francisco Flores y Antonio Saca. El Presidente explica que no dependen de él las negativas de la Corte Suprema de Justicia salvadoreña a la extradición de los militares. Lo que sí ofrece Funes, según fuentes en Madrid que conocieron de esas reuniones, es colaboración con información sobre el paradero de los militares y facilitar la acción de la Policía Nacional Civil (PNC) en caso de que haya órdenes internacionales de captura giradas por el juez español.

Dos días después de esos encuentros, el presidente Funes firmará la Declaración de Madrid de la cumbre Latinoamérica-Europa. En su párrafo sexto, el documento dice: “Reafirmamos nuestro compromiso de combatir la impunidad, en particular respecto de los delitos más graves del Derecho Internacional... Se deberán adoptar medidas de ámbito nacional u otro ámbito adecuado e intensificar la cooperación internacional, a fin de que dichos delitos sean sometidos a la acción de la justicia”.

Tres meses después, el juez español, Eloy Velasco, tramita las órdenes a través de Interpol, que eleva a código rojo para alertar a todas sus asociadas, entre ellas la PNC de El Salvador, de que una corte en Madrid reclama a los militares, a todos, a los coroneles cuyos nombres aparecen en los memos estadounidenses desde enero de 1990. Esos oficiales, innombrables hasta ahora para la justicia salvadoreña, son pedidos hoy, formalmente, por un tribunal español.

La Policía salvadoreña recibe las órdenes internacionales el 4 de agosto de 2011, pero nunca procede a los arrestos porque, según una fuente judicial en Madrid y dos fuentes del Ejecutivo salvadoreño, el entonces Ministro de Defensa de El Salvador, el general David Munguía Payés, convence al presidente Mauricio Funes de no entregar a nueve de esos militares, quienes se han refugiado en instalaciones del Ejército el 7 de agosto para evitar las capturas. Entre ellos no están los tenientes Espinoza Guerra y Mendoza Vallecillos.

Según un investigador español, es muy posible que Espinoza se encuentre en Estados Unidos y que Mendoza esté en Suramérica. Si, como prevén el juez Velasco y los querellantes en la causa madrileña, el Tribunal Supremo da luz verde al juicio en Madrid, volverá a ser posible que lo dicho por estos dos oficiales respecto a las órdenes recibidas el 15 de noviembre de 1989 quede, ahora sí, validado oficialmente en un tribunal.

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