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“Muchos de los problemas actuales de El Salvador arrancaron en esa carrera por perdonar y olvidar”

“Aceptar que los militares habían matado a los Jesuitas era aceptar que toda nuestra política hacia El Salvador fue un fiasco”.
“Moakley sabía que nunca llegaría a la verdad si confiaba en el Departamento de Estado”.
James McGovern
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“Muchos de los problemas actuales de El Salvador arrancaron en esa carrera por perdonar y olvidar”

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Hoy, hace 25 años, en el campus de la Universidad Centroamericana de El Salvador (UCA), el teniente Ricardo Espinoza hizo cumplir la orden que le habían dado sus superiores en el Ejército de El Salvador: asesinar al rector Ignacio Ellacuría, y no dejar testigos. La masacre se saldó con seis sacerdotes Jesuitas y dos empleadas ametralladas y marcó, en gran medida, el destino final de la guerra salvadoreña y el final de la política contrainsurgente instaurada por la administración Reagan en Centroamérica. McGovern, congresista de Massachusetts, fue parte de una comisión legislativa que en enero de 1990, a tres meses de la masacre, ya tenía una idea bastante clara sobre la autoría intelectual.

La decisión de asesinar a los Jesuitas fue tomada en una pequeña reunión de oficiales sostenida en la Escuela Militar la tarde previa a los asesinatos (15 de noviembre de 1989). Entre los presentes estaba el coronel Benavides, comandante de la Escuela; el general Juan Rafael Bustillo (entonces a la cabeza de la Fuerza Aérea y actualmente asignado a la Embajada de El Salvador en Israel); el general René Emilio Ponce, entonces jefe del Estado Mayor y hoy ministro de Defensa; el general Orlando Zepeda, viceministro de Defensa; y el coronel Elena Fuentes, jefe de la Primera Brigada. Según nuestros reportes, la iniciativa de asesinarlos vino del general Bustillo, mientras las reacciones de los demás iban del apoyo a la aceptación renuente al silencio. 

Congresista Joseph Moakley, en su último comunicado como jefe de la fuerza de tarea de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos que investigó la masacre de la UCA, publicado el 18 de noviembre de 1991. 

 

La oficina de James P. McGovern, el congresista elegido por el segundo distrito electoral de Massachusetts en la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, está en la cuarta planta del edificio de oficinas Cannon, uno de los cuatro en los que se alojan la mayoría de los 435  congresistas de la cámara baja. La entrada a su oficina, y el pasillo en el que queda, se parecen mucho a otros similares de Capitol Hill: puerta pesada de madera color caoba oscuro, mármol en las paredes y el piso, banderas de barras y estrellas; silencio. Adentro es otra historia. Las paredes de este despacho están tapizadas de fotografías: de McGovern en campaña; de McGovern con su mentor, Joseph Moakley, cuyo distrito electoral heredó; de Leonel Gómez, un operador político salvadoreño durante la guerra civil que obtuvo asilo en Estados Unidos y estableció muy buenas relaciones con demócratas y republicanos; de Monseñor Romero. No son referencias gratuitas. La relación de James —Jim le dicen todos en Washington— McGovern con El Salvador, con su guerra, sus refugiados y sus muertos, empezó en 1983, cuando a su distrito llegaban los primeros salvadoreños a refugiarse de la violencia, de la locura. Es una relación larga, que aún no termina.

En 1990, McGovern fue el principal asesor e investigador de campo bajo el mando de Moakley, a quien el entonces presidente de la Cámara de Representantes, el demócrata Tom Foley, encomendó dirigir una fuerza de tarea especial para viajar a El Salvador y averiguar quién había dado la orden de asesinar a seis sacerdotes Jesuitas y a sus dos empleadas.

Desde el mismo 16 de noviembre de 1989, día de la masacre, cuando recibió la llamada de una salvadoreña que entre llantos alcanzó a decirle “los mataron a todos”, hasta finales de 1991, McGovern se entrevistó con militares de alta, políticos en El Salvador y Estados Unidos, con el entonces presidente salvadoreño, Alfredo Cristiani, con la plana mayor del partido ARENA y con cuanto funcionario estadounidense fue necesario para responder la pregunta sobre la autoría intelectual. Una vez, regresando de El Salvador a Washington con su jefe, McGovern recuerda que Moakley, frustrado por las mentiras que escuchaba en la embajada de Estados Unidos en El Salvador o en la Fuerza Armada, le dijo: “Me han pedido investigar qué putas pasó aquí y voy a insistir hasta saber qué putas pasó”.

Y lo hicieron. Insistieron. Averiguaron. Sobrepasaron las barreras de la mentira. Dijeron por primera vez al mundo que a los Jesuitas los había asesinado el Ejército de El Salvador, y que los asesinos no eran sólo un puñado de “manzanas podridas”, sino que los indicios apuntaban a lo más alto del mando militar.

A los militares salvadoreños no les gustaba la intromisión de Moakely ni de McGovern, y se lo hicieron saber en reuniones privadas. Pero tampoco gustaban  las investigaciones de la fuerza de tarea al Pentágono, que entonces dirigía Richard “Dick” Cheney, el Secretario de Defensa de Bush padre que luego sería vicepresidente de Bush hijo. Cheney, por ejemplo, negó a Moakley acceso a los archivos del Ejército y al testimonio de Eric Buckland, un mayor estadounidense asignado a San Salvador que supo, de primera mano, sobre el involucramiento del alto mando y sobre la planificación previa. Pero Moakley persistió; haciendo uso de una personalidad, que McGovern y otros asistentes legislativos que lo conocieron definen como terca y arrolladora, Moakley se abrió paso para conseguir documentos y entrevistas secretas.

La primera vez que miembros de la fuerza de tarea del Congreso, entre ellos McGovern, llegaron a El Salvador fue entre el 8 y el 10 de enero de 1990. El Ejército estadounidense, a través de un enviado en San Salvador, reportaba a Washington sobre cada reunión que la delegación tenía. En un extenso memo enviado al jefe de asuntos legislativos de la Marina, el oficial O´Neill reportó que los asistentes legislativos recibieron “poca sino es que ninguna información relevante de parte de oficiales estadounidenses”.

El 9 de enero, el Pentágono había respondido con varias mentiras a solicitudes de Moakley sobre la relación entre el Ejército estadounidense y el Batallón Atlacatl, que ya era, en privado, el principal sospechoso de la masacre. Henry S. Rowen, subsecretario de Defensa, firmó ese día un memo dirigido a Moakley en el que aseguraba que “no ha habido ninguna relación formal de entrenamiento con el Batallón Atlacatl”. Moakley y McGovern sabrían luego la verdad: horas antes de ser replegados a San Salvador, los miembros del Atlacatl que mataron a los Jesuitas habían estado en San Juan Opico en sesiones de entrenamiento con militares enviados por Washington.

Entrevisté a Jim McGovern hace unos meses en su despacho del Cannon. Con su inglés de marcado acento norteño, el congresista volvió, por primera vez en mucho tiempo según me dijo, a hablar sobre aquellos días. Como Moakley lo hacía, Jim McGovern no tiene reparos en acudir a la “mala” palabra para acentuar su indignación o a veces, acaso, para alejar cosas, recuerdos, que aún le indignan: el fuck (que se puede traducir al español como puta, mierda, jodido, joder y un largo etcétera) sale a menudo, sobre todo cuando McGovern habla de las mentiras; o cuando evoca a Moakley, de quien decía que en conversaciones difíciles solía acudir al verbo altisonante aprendido en el sur de Boston, “una zona en la que no era fácil crecer”: “era fuck esto, fuck lo otro”.

“Creo que hubo un intento real de (funcionarios estadounidenses) de defender al gobierno y a los militares en los que Estados Unidos había invertido tanto. Acusar a los militares de matar a los Jesuitas significaba que toda nuestra política había fallado: no ayudamos a crear un Ejército más civilizado, no apoyamos el fin de la impunidad”, resume McGovern sobre las mentiras.

La relación de Jim McGovern y Joseph Moakley con El Salvador y los Jesuitas había empezado varios años antes de la masacre, cuando Ignacio Ellacuría y Segundo Montes, dos de los asesinados, viajaron varias veces a Washington para cabildear ante el Congreso por una ley para detener la deportación de refugiados de la guerra salvadoreña, muchos de los cuales habían ido a parar a Massachusetts.

“Pasamos la ley en 1989, pero habíamos empezado a trabajar en 1983. Yo había ido a El Salvador en varias ocasiones. Conocí bastante bien a tres de los sacerdotes. El padre Ellacuría vino muchas veces; vino a hablar del estado de la guerra en El Salvador; y también nos guiaba, hablábamos sobre cómo nosotros podíamos ayudar a presionar a ambas partes (en conflicto) a negociar un acuerdo. Y el padre (Ignacio) Martín-Baró, a quien conocí durante varias visitas que yo hice a El Salvador a lo largo de los 80”.

Cuando el acta del status de protección temporal para refugiados ya era ley, en 1989, McGovern pensó que su relación con El Salvador había terminado: “Parecía tiempo de cambiar de aires... Pero entonces, el 16 de noviembre de 1989, los mataron”.

***

¿Recuerda dónde estaba? ¿Qué estaba haciendo?

Claro que recuerdo. Una amiga salvadoreña, Silvia Rosales, me despertó temprano en la mañana. Yo estaba en mi apartamento en Washington. Recibí la llamada a eso de las seis; Silvia estaba al otro lado de la línea. Estaba llorando, diciendo “los mataron a todos”. Yo me acababa de despertar y no sabía de qué estaba hablando Silvia. “¿Quién habla?”, dije; “¿de qué estás hablando?”… Luego me di cuenta de que era Silvia. Me dijo: “Los Jesuitas, los mataron a todos”. Luego me explicó lo que había pasado. Recuerdo que me vestí y me fui al trabajo… Llegué a ver los cables de noticias, tratando de entender qué había pasado; entonces me di cuenta de que seis Jesuitas, a tres de los cuales yo conocía, acababan de ser asesinados a sangre fría, junto a su empleada y a la hija. El Salvador era un lugar conocido por toda la violencia vivida durante los años de guerra… Cosas terribles habían pasado; habían matado a un arzobispo (Óscar Arnulfo Romero, en 1980); ya antes habían matado a más sacerdotes; habían violado y asesinado a monjas. Pero, sabes, esto era 1989 y la administración Bush nos insistía, a todos, que la situación en El Salvador estaba arreglada. Recuerdo que aproximadamente un mes antes de los asesinatos yo había ido a El Salvador porque habían torturado a un sindicalista; un sindicato aquí en Estados Unidos me pidió que acompañara a este torturado de regreso a El Salvador, cosa que hice. Recuerdo que le pedí específicamente a la embajada (estadounidense en San Salvador) que no fueran a recoger al aeropuerto, pero fueron de todas formas, y tuve una reunión en la embajada, no con el embajador, sino con funcionarios que trabajaban en Derechos Humanos; recuerdo que me decían que la guerra había terminado, y que el FMLN había sido reducido casi a ser una banda de cuatreros. “No tienen poder, no son nada”, me decían; repetían que todo era maravilloso. Y me advirtieron que debía cuidarme de oír a quienes me dirían que había torturas y desapariciones, porque esas eran cosas del pasado y no la nueva realidad de El Salvador…

Lo cual era mentira

Claro, claro. Recuerdo que este activista había sido golpeado, yo vi su nuca hinchada, porque le habían puesto una bolsa con pesos en la cabeza mientras le golpeaban el estómago. Pero también hablé con más gente… con Tutela del Arzobispado, con grupos de derechos humanos; todos me decían que las cosas estaban muy mal y que lo único que había cambiado es que hoy los militares y los llamados escuadrones de la muerte ya no mataban gente famosa, mataban gente común. Ellos, los asesinos, sabían que podían matar con impunidad, pero aun así se habían sofisticado y se aseguraban de matar gente cuyo nombre no terminaría en la primera plana del Washington Post o el New York Times.

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Y entonces mataron a los Jesuitas

Y entonces mataron a los Jesuitas. Luego de los asesinatos, el día de los asesinatos, yo empecé a trabajar con Joe Moakley y con el speaker Tom Foley, quienes habían reunido a un grupo de demócratas. Tuvimos una reunión con todos los representantes demócratas (en la Cámara Baja); Moakley me había pedido acompañarlo porque le habían dicho que se hablaría de El Salvador. Un representante demócrata tras otro le preguntaron al speaker cómo era posible que algo así hubiese pasado. Si la administración Bush nos había dicho que las cosas andaban bien, que todo estaba bajo control. No sólo estaban conmocionados por los asesinatos de los Jesuitas, sino porque el FMLN acababa de lanzar su mayor ofensiva. ¡Es que nos acababan de decir que el FMLN no tenía poder alguno, que no podían hacer nada, que básicamente los habían eliminado! Pues en esa reunión el congresista Gerry Studs de Massachusetts le sugirió al speaker que formara una comisión especial para revisar la situación en El Salvador e investigar los asesinatos de los sacerdotes…

¿Cómo entra Moakley en la escena?

Studs recomendó que Moakley presidiera la comisión, lo cual parecía una recomendación rara, porque aunque Moakley había estado relacionado con el tema de los refugiados, él no era el presidente del Comité de Asuntos Exteriores; el presidente era Dante Fascell, quien era mucho más favorable a la Fuerza Armada salvadoreña, y el presidente del subcomité para el hemisferio occidental era George Crockett, quien era bastante de izquierdas pero estaba ya viejo. No había opciones obvias para dirigir esta comisión. Tom Foley le dijo a Moakley: “Quiero que tú lo hagas”, y le dio la razón: “Te quiero a ti porque nadie piensa en que seas un ideólogo, y te llevas bien con todo el mundo; así que tal vez tú puedas averiguar qué pasó y reportárnoslo”. Y así fue como nació la Comisión Moakley.

¿Cuáles habían sido las posturas previas de Moakley respecto a la guerra salvadoreña?

Había sido un crítico de la ayuda militar a El Salvador. Había apoyado la salida negociada al conflicto. Había sido muy crítico con el Ejército, sobre todo después de que supo lo que les había pasado a muchos de los refugiados en Estados Unidos. Supongo que la diferencia es que Moakley no sonaba como un izquierdista. Moakley tenía antecedentes muy conservadores; creció en el sur de Boston, que entonces era un lugar duro; había servido en el Ejército de los Estados Unidos; era amigo cercano de Tip O’Neall*. Era un tipo de clase trabajadora, no alguien al que le importaran demasiado los asuntos exteriores. De hecho, Moakley solía bromear con que antes de involucrarse con los refugiados salvadoreños pensaba que asuntos exteriores era ir del sur de Boston al este de Boston a comprar un sándwich italiano. Aunque su récord de votaciones lo ponía del lado de quienes se oponían a la ayuda militar a El Salvador, Moakley no era el hombre al que se relacionara con el tema, más allá de los refugiados.

¿Él conocía personalmente a los Jesuitas?

Conoció a Ellacuría y a Segundo Montes. De hecho, Segundo Montes había venido a testificar a favor de la ley para detener las deportaciones. Montes hizo muchos análisis para el comité que trabajó el tema de los refugiados. Así, cuando aquella primera reunión del 16 de noviembre terminó, Moakley me dijo “tenemos que averiguar qué fue lo que pasó”. Así comenzó todo.

En esa reunión, mientras escuchaba a los congresistas, ¿qué pensaba usted? Hoy tenemos claro que incluso en los primero cables que la embajada envió a Washington no descartaban al Ejército como autor, pero aquí el gobierno de Bush decía que había muchas posibilidades de que el FMLN lo hubiese hecho

Correcto. Esa primera reunión se trató de que los miembros del Congreso hablaban entre ellos de lo que había pasado, reaccionando a lo que luego estaría en la primera plana del Washington Post, la foto de los Jesuitas tirados en la grama… La gente reaccionaba a eso. Luego nos reunimos con un buen número de funcionarios de la administración, quienes seguían diciéndonos que tuviésemos mucho cuidado a la hora de sacar conclusiones, porque, nos decían, la evidencia sobre quién lo había hecho no era concluyente, y muchos nos decían que era muy probable que el FMLN lo hubiese hecho con el afán de hacer que el Gobierno (de Cristiani) se viera mal. Poco después de eso ocurrió todo el problema con Lucía Cerna, algo que la embajada manejó muy mal; fue algo terriblemente mal hecho: La insensibilidad con que esta señora fue tratada cuando quiso contar su historia; la sometieron a un detector de mentiras, ella pensó que la iban a torturar… Así que llevarla a Miami de esa forma… Luego nos reunimos con ella; estaba confundida y asustada, no sabía qué diablos estaba pasando, y quedó claro que la embajada demostró una falta de sensibilidad sorprendente. Creo que el funcionario involucrado, Richard Chidester, no le creyó, y como resultado la trató como una sospechosa y no como una testigo; creo que fue una forma terrible de los Estados Unidos de demostrar que teníamos un compromiso de llegar a la verdad. Cuando esta historia se filtró, el Gobierno de los Estados Unidos ya había decidido que desacreditaría a cualquiera que dijera algo diferente a que el FMLN había sido (el que mató a los Jesuitas).

Irónico, ¿no? Los funcionarios de Bush les pedían a ustedes que no apresuraran conclusiones cuando ellos ya tenían una

Creo que no todos, pero sí un buen número de funcionarios en la embajada y en el Departamento de Estado había decidido que el FMLN lo hizo o, peor, que había que culpar al FMLN, porque la alternativa no era aceptable y no era conveniente para nuestra política exterior.

¿Cómo empezaron a buscar ustedes la verdad?

Una persona que nos ayudó mucho fue Leonel Gómez porque conocía a todo el mundo en la izquierda y en la derecha. La izquierda pensaba que Leonel era de la CIA; la derecha pensaba que era guerrillero… Leonel Gómez tenía una buena relación entonces con el embajador William Walker, porque Walker le había ayudado con una petición de asilo. Recuerdo cuando presentamos a Leonel con Moakley: Leonel se levantó y le dijo: “Sé que usted va a dirigir una investigación sobre los asesinatos de los padres, y yo no le tengo ninguna confianza… ¿Habla usted en serio? ¿Es serio su puto Gobierno? Le pregunto porque su Gobierno lo ha jodido todo…” Así hablaba Leonel: “puto (fuck) esto, puto lo otro”. Y Moakley le contestó: “Espere un puto momento; ni hemos empezado… Y usted ni sabe quién putas soy yo…”.Así que después de ese combativo encuentro inicial empezamos a colaborar. Moakley le decía a Leonel: “Lo único que sé de El Salvador lo sé por los refugiados”. Moakley nunca había estado en El Salvador; yo sí había ido varias veces. Moakley le dijo a Leonel Gómez: “No conozco los detalles, los pormenores, pero sé esto: si confío en el Departamento de Estados y en la embajada nunca llegaré a la verdad, por eso necesito ayuda”… Trabajamos con Leonel, con Martha Doggett (quien tres años después escribió Una muerte anunciada, hasta ahora el recuento más completo sobre la masacre y el encubrimiento posterior), con Tutela Legal, con los Jesuitas… Y en enero Bill Walker, el embajador, fue a Washington a hablar con algunos miembros de la comisión; yo creo que Bill Walker es uno de los buenos en esto, de verdad lo pienso, no creo que él haya sido el malo; sí creo que dijo cosas desafortunadas al principio, como que había una posibilidad de que el FMLN lo hubiese hecho, lo cual volvía loco a Moakley, porque con la primera evidencia que estábamos obteniendo, simplemente parecía ridículo que ese haya sido el caso, sobre todo porque el área de la UCA era una de las mejor vigiladas por el Ejército; que los guerrilleros hayan podido entrar al campus a hacer esta disparazón, que luego hayan disparado una bengala, simplemente parecía improbable. Y para ser justos, Walker no dijo que el FMLN lo haya hecho, pero repitió esta teoría de que el FMLN pudo haberlo hecho.

¿Cuáles fueron sus primeras impresiones del presidente Alfredo Cristiani?

Mi impresión de Cristiani es que era un miembro de ARENA que parecía ser un tipo razonable. Parecía que –o al menos así lo decía– quería llegar a la verdad. Había sido educado en la universidad de Georgetown, una universidad jesuita; me pareció que había que darle el beneficio de la duda. Cuando lo conocimos me dio la impresión que entendía que esos asesinatos eran demasiado grandes, que esto no iba solo a desaparecer, que había que hacer algo. La primera vez que nos reunimos con él estaba claro, o al menos toda la evidencia apuntaba hacia el Ejército.

 

***

A inicios de abril de 1990, poco antes de que Moakley viajara a El Salvador, la fuerza de tarea que él presidía, y de la que McGovern era investigador, sabía ya que un oficial estadounidense, el mayor Eric Buckland, había recibido información que confirmaba la participación del Ejército en la masacre, pero además indicaba que la orden de matar ya era conocida en el alto mando antes del 15 de noviembre.

A Buckland se lo había dicho Carlos Avilés, un militar salvadoreño con el que el norteamericano había trabajado de cerca; a Avilés, según ese testimonio, se lo había dicho el coronel Manuel Rivas Mejía, jefe de la unidad de la Policía Nacional a cargo de investigar la masacre, quien a esas alturas ya había bloqueado otro testimonio clave, el de Lucía Barrera de Cerna, quien vio a soldados entrar a la UCA poco antes de los asesinatos. A Rivas Mejía se lo dijo el coronel Carlos Alfredo Benavides, el principal sospechoso de dar la orden directa a la unidad del Batallón Atlacatl que entró a la universidad a matar. Preocupado por la gravedad de lo que le habían contado, Buckland grabó su confesión en un vídeo e hizo un escrito notariado con su testimonio.

Durante semanas, el Pentágono y el Departamento de Estado en Washington hicieron todo lo posible para que Moakley no tuviera acceso a ese vídeo, a la transcripción o al escrito.

El mismo 9 de noviembre, el día en que mintió sobre la relación entre Estados Unidos y el Atlacatl, el Pentágono hacía una advertencia interna sobre lo peligroso que podía ser que las palabras de Buckland llegaran a manos de Moakley. “Tenemos un problema muy serio... El congresista Moakley y el senador (Patrick) Leahy (demócrata de Vermont) saben sobre el vídeo, que es muy dañino, y han pedido verlo”. Más adelante en el memo, escrito en la oficina del subsecretario de Defensa, la advertencia es aún más clara: “Me parece francamente que la cinta es bastante dañina... (en ella) Buckland sugiere que sabía sobre las reuniones (previas) en que el asesinato de los Jesuitas fue discutido”, escribe Peter Flory, el oficial que firma.

Flory le advierte al destinatario del memo, Paul Wolfowitz, entonces subsecretario de Defensa, que el grupo de Moakley “puede causar muchos problemas...  está lleno de liberales extremistas”.

A Buckland el FBI lo sometió a interrogatorios “agresivos” cuyo único objetivo era “quebrarlo” según el mismo mayor diría luego. Como lo hizo en Miami con Lucía Barrera de Cerna, la única testigo ocular de la masacre, el FBI pasó el detector de mentiras varias veces a Buckland para desacreditar su testimonio, pero al final, en una entrevista ante un juez salvadoreño, el militar defendió lo que había dicho al principio: que un oficial salvadoreño de alto rango le había hablado de la posible participación de sus superiores en la planificación de la masacre. “Siempre dije lo que sabía, cada vez que me preguntaron... Una vez, debido al cansancio, a que me decían que no tenía derecho a un abogado o a que me decían que si hablaba con alguien todo el mundo pensaría que yo era un asesino, a advertencias de que estaba 'fallando' el polígrafo, dije otras cosas. Lo cierto es que formalmente me retracté de las cosas que dije esa vez (que diferían del testimonio inicial) cuando tuve la oportunidad de hacerlo”.

Haciendo uso de mucha picardía, y arriesgando acaso el propio pellejo, Moakley se las arregló para tener acceso al testimonio de Buckland a mediados de abril, a pesar de que Cheney había insistido en que no se lo dieran. Eso, la astucia de Moakley para acceder a lo que Buckland había dicho, lo cambió todo.

***

Cuando se reunieron con Cristiani ya habían oído del testimonio del mayor Eric Buckland, ¿cómo jugó eso en la conversación?

Tuvimos una reunión en la embajada. Y sí, ya habíamos oído de todo lo referente al mayor Buckland… que el Ejército lo había hecho… Bill Walker no estaba en El Salvador cuando esto pasó. Lo que pasó fue que el mayor Buckland le contó su historia al segundo de la embajada, Jeff Dietrich, y Dietrich llevó al coronel Avilés (quien había hablado de la participación del alto mando en los asesinatos) a ver al coronel (René Emilio) Ponce, obviamente para que lo jodieran (a Buckland)… Recuerdo lo enojado que estaba Moakley. Le dijo a Dietrich: “¿Y para qué llevaste a Buckland a ver a un oficial del alto mando, cuando sabías que lo que Buckland decía implicaba una acusación contra el Ejército de El Salvador? ¿por qué hacer eso? ¿Por qué no nos contactaron a nosotros discretamente? ¿Por qué forzaste el enfrentamiento con Avilés, por qué forzarlo a negar lo que le había dicho a Buckland? Porque estaba claro que si Avilés no lo negaba, lo habrían matado… Y bueno, Dietrich nunca tuvo buenas respuestas para esas preguntas. Pero nos dimos cuenta de que Buckland había escrito su testimonio y lo había notariado, y que ahí detallaba su conversación con Avilés. Moakley le había preguntado al embajador Walker si podía ver ese escrito, y Walker le decidió pedir permiso al Departamento de Defensa, para ver si podía compartir el escrito. El secretario de Defensa, que entonces era Richard Cheney, respondió rápido que no: “Moakley no podía tener acceso al documento”. Así que Moakley y yo dejamos al grupo en la embajada, rentamos un carro y nos fuimos a ver al teniente coronel (Manuel) Rivas que estaba a cargo de la investigación en el Ejército. El día anterior habíamos tenido una reunión muy tensa, muy, muy confrontativa, así que al volver, Moakley le dijo: “Quiero disculparme por la reunión difícil que tuvimos ayer… todos estábamos cansados, frustrados, pero hay una pregunta que quiero abordar con usted, y es sobre el mayor Buckland, el coronel Avilés y lo que está en el escrito del mayor”… Entonces, Moakley se palmeó las bolsas del traje y dijo: “parece que dejé mi copia de ese escrito en casa, tiene a mano otra copia que pueda darnos…” Y entonces Rivas hizo una fotocopia del escrito y nos la dio; cuando íbamos de regreso a la embajada nos reíamos. Al llegar, Moakley le dijo a Walker: “Dile a Dick Cheney que se joda, ya tengo el escrito”. Así que cuando nos reunimos con Cristiani ya sabíamos todo lo que había dicho Buckland; era cada vez más claro que los militares habían hecho esto.

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¿Qué había en ese escrito que hizo a Moakley estar tan seguro de que los militares habían sido?

Esa fue solo una de muchas pequeñas piezas. Pero aquí lo que teníamos era a un mayor del Ejército de los Estados Unidos, que por todo lo que sabíamos era un tipo muy sólido, a quien alguien cercano al alto mando le había dicho que los militares lo habían hecho. Ahora, eso no fue todo, pero fue una entre un millón de piezas de evidencias que se nos presentaban. Luego hicimos un reconocimiento en el terreno y nos quedó claro que era imposible que el FMLN hubiese hecho esta operación; nos quedó claro que los militares los habían matado. Vimos el área y tuvimos un mapa de todos los lugares donde había patrullas militares estacionadas esa noche. Era imposible que el FMLN lo hubiese hecho. Es que ni siquiera parecía que lo hubiesen querido hacer de forma discreta: dispararon al aire, lanzaron una bengala, fumaron cigarrillos; si eres el FMLN y quieres llevar adelante una operación como ésta en un área con tanta vigilancia militar, si quieres cometer un crimen así, pues simplemente lo haces y te vas al carajo. Toda la evidencia que recolectábamos, luego teníamos el testimonio de Buckland y de otras personas con las que hablamos… Todo nos llevaba a la autoría de los militares. Cuando nos reunimos con Cristiani no recuerdo haberlo escuchado tratando de culpar al FMLN; creo que la evidencia, el testimonio de Buckland y todo lo demás habían dejado claro que los militares eran los culpables. Pero entonces la retórica cambió: ya no era el FMLN el culpable, sino unas pocas manzanas podridas en el Ejército.

A eso quería llegar. Primero fue no lo hicimos nosotros, lo hicieron ustedes y luego fue la tesis de las manzanas podridas. La pregunta que sigue abierta, y está al centro mismo del caso abierto en España contra el alto mando, es desde dónde vino la orden. ¿Cómo lidió la comisión con eso?

Moakley empezó a decir una frase: “Tenemos que encontrar a los autores intelectuales”. Era importante haber descubierto quién jaló el gatillo, pero más importante era saber quién dio las órdenes; quién fue parte del encubrimiento. Todo eso era importante. Moakley le dejó eso muy claro al presidente Cristiani y a los demás, incluyendo a la embajada, nuestra embajada, que no iba a irse satisfecho con eso de que “unas pocas manzanas podridas iban a terminar en la cárcel”. Teníamos que saber quién dio las órdenes y quién había encubierto a los culpables. Recuerdo perfectamente esa reunión. Luego Moakley dio un discurso en la UCA en el que le dijo al coronel Ponce que la Fuerza Armada tenía un problema institucional; fue un gran discurso. Antes del primer aniversario (de la masacre), y de dar ese discurso, Moakley fue a reunirse con Ponce; le dijo, sin quemar a ninguna de sus fuentes: “Déjeme decirle lo que sabemos; no se trata de un grupo de manzanas podridas… Hemos hablado con un grupo de personas cercanas al alto mando que nos han dicho que aquí ha habido una operación masiva para encubrir a los culpables. ¿No concuerda conmigo en que de lo que aquí se trata es de un problema institucional?” Y Ponce le contestó: “De ninguna manera, no hay ningún problema institucional, se trata solo de un puñado de manzanas podridas”. Así que después de esa reunión Moakley dio este poderoso discurso en la UCA en el que señaló a Ponce directamente, le dijo: “Cuando ocurre que los asesinos pueden entrar al campus y matar a los sacerdotes a pesar de que ésta era una de las áreas más vigiladas del país, entonces es que existe un problema institucional; cuando se ordena a miembros del Ejército no colaborar, no hablar del potencial involucramiento de sus superiores en este caso, cuando se les ordena encubrir estos crímenes, entonces existe un problema institucional”. Le dijo, en resumen, que éste no era un problema de un par de elementos rebeldes en la Fuerza Armada, sino que era todo la institución la que estaba mal…

¿Cuál fue la primera reacción del Ejército?

Recuerdo que mientras estábamos en El Salvador, se contactó con nosotros un coronel que quería hablar con Moakley; se trataba de un hombre de extrema derecha. Tuvimos la reunión. Estábamos sentados en una mesa, enfrente él de nosotros; en medio de la mesa, tapándonos la visión, había un florero con una rosa. Pues este hombre en lugar de mover el florero partió la rosa. Fue algo tan simbólico: ¡Por Dios! Pudiste haber movido el florero dos pulgadas, era sólo un florero con una rosa, pero no, prefirió partir la rosa. Lo que quería preguntarle a Moakley es por qué estaba tan molesto por el tema de los Jesuitas, por qué le importaban un carajo los Jesuitas. “Si ustedes también los odiaban”, le dijo. “¡El gobierno de los Estados Unidos odiaba a estos tipos tanto como nosotros!”, le dijo. “¿Cuál es el gran problema? No lo entiendo, me puede explicar…”. Recuerdo que para Moakley fue una experiencia muy reveladora. Moakley respondió: “Espere un momento. Si hay gente en nuestra embajada diciendo que esta gente (los sacerdotes) son malos, eso es terrible, no deberían estar diciendo eso”. Recuerdo que luego Moakley me dijo que sentía mucha vergüenza de que hubiese gente en nuestro gobierno que dijera estas cosas, porque es cierto que todos podemos estar en desacuerdo con otros, pero cuando uno de los mayores aliados del Gobierno, de sus mayores financistas, empieza a decir que alguien es malo, en un país como éste, eso es una sentencia de muerte.

Usted me dijo antes, sin embargo, que creía que el embajador Walker no estaba en el bando de los malos

Creo que él buscó la verdad y se comprometió a encontrarla. También creo que estuvo bajo mucha presión de parte de gente de la comunidad de inteligencia de nuestra Embajada, y creo que recibió mucha presión de Washington para simplemente hacer desaparecer el problema. Pero en casi todo lo que le pedimos nos cumplió; y francamente creo que no hubiese sido posible para nosotros lograr lo que logramos sin su cooperación. En general, lo separo a él del resto de la embajada; hubo mucha gente en la embajada que no nos ayudó.

¿Qué motivó a estos estadounidenses a ocultar la verdad?

Creo que proteger a nuestro cliente; querían proteger al Gobierno de El Salvador y a su Ejército. Había mucha gente que pensaba entonces que este conflicto duraría mucho más. De pronto construimos esta enorme embajada en San Salvador, como anticipándonos a décadas de guerra. Pensaban que la guerra nunca terminaría. Creo que hubo un intento real de defender al Gobierno y a los militares en los que Estados Unidos había invertido tanto. Acusar a los militares de matar a los Jesuitas significaba que toda nuestra política había fallado: no ayudamos a crear un Ejército más civilizado, no apoyamos el fin de la impunidad. Creo que al final no querían admitir que nuestra política en realidad había hecho crecer a gente realmente mala. Admitir todo esto, y esto empezaba en los años de Reagan, implicaba que toda nuestra política exterior había fallado. De hecho, una de las razones por las que más se negaba asilo a los salvadoreños en los 80 era ésta, aunque cumplieran con todos los requisitos. Así que llegados a 1990, después de toda la inversión de fondos de los contribuyentes estadounidenses, había que defender a este Ejército incluso de las acusaciones de haber matado a los sacerdotes. El Departamento de Estado y el Departamento de Defensa querían simplemente borrar los hechos, pero creo que una de las cosas que no calcularon bien es que pensaron que la de Moakley sería otra de tantas comisiones que se reúnen una vez, hacen una conferencia de prensa y luego desaparecen. Pensaron que Moakley haría un viaje a El Salvador, haría la conferencia y todo acabaría ahí, pero Moakley no iba a dejar que todo acabara ahí; se convirtió en un verdadero dolor. Moakley cumplió su misión, se la tomó muy en serio: “Voy a insistir en esto hasta saber qué putas fue lo que pasó”, me había dicho. Y lo hizo.

Recapitulemos. Seis militares enfrentaron juicio en El Salvador, dos fueron condenados y luego amnistiados. Y después de eso, durante mucho tiempo, el silencio imperó en El Salvador, porque nos enseñaron que era mejor no hablar de esas cosas, que era malo para la paz. ¿Qué pensaban usted y Moakley de esto en 1990?

Moakley emitió un comunicado muy fuerte en el que decía que le parecía muy mala idea. Incluso recuerdo que algunos Jesuitas en la UCA pensaban que era mejor dejarlo del lado, perdonar y avanzar. Decía Moakley: “Nunca he ido a una escuela de teología, pero tengo claro, al menos así es de donde yo vengo, que si alguien asesina a otra persona va a la cárcel”. Era algo con lo que él estaba sumamente identificado: él creía que era importante nombrar, pero también establecer que habría consecuencias. La vergüenza de estar asociado a algo tan terrible como esto es una consecuencia, pero, francamente, la violencia que ha ocurrido en El Salvador, no sólo en este caso de los Jesuitas, es tan grave que los culpables tenían que haber sido castigados. Creo que fue un gran error haber pasado esa amnistía, que fue apresurada, y por ello muchas víctimas jamás supieron qué pasó, nunca nadie, entre los culpables, dijo lo siento. Hoy hay monumentos dedicados a quienes perdieron su vida en la guerra, pero las familias de esas víctimas, quienes fueron torturados, necesitan saber quién ordenó hacerles daño y por qué. Como mínimo se merecen una disculpa. Y, de nuevo, los culpables de estos crímenes deben de estar presos. Si no se pide justicia sobre las atrocidades cometidas por ambos bandos durante la guerra ¿cuál es la lección? La terrible lección es que estas cosas horribles pueden pasar sin que nadie reciba castigo.

Lo que yo hubiese querido que pasara al final del Caso Jesuitas es que el gobierno hubiese mandado una fuerte señal de que la impunidad no sería tolerada, sin importar si los culpables eran asociados con el Ejército, si eras el hermano del presidente Cristiani o si eras el tipo más rico del mundo; un mensaje que dijera que nadie estaba por encima de la ley. Decir que incluso y sobre todo quienes eran agentes del Estado no eran inmunes. Decir que si cometes estos crímenes vas a la cárcel. Pero ese no fue el mensaje y así estamos.

Esas discusiones, la del castigo, la justicia, la necesidad de saber, son discusiones muy actuales en varias sociedades

No sólo en El Salvador. En algunos casos del Este de Europa, o en Argentina, la memoria no se perdió. Solo porque no quieras hablar de esto no significa que lo hayas olvidado, estas cosas te carcomen, se cultivan de generación en generación. La gente necesita saber la verdad. Como mínimo necesitan saber la verdad. Creo que muchos de los problemas actuales de El Salvador arrancan en esta carrera por olvidar y perdonar. La amnistía no fue parte de las negociaciones. Con pasar una ley no se olvidan las atrocidades. En aquellos años uno de los grandes problemas era la impunidad. Entiendo que es imposible poner en la cárcel a los que hicieron algo en esa guerra, pero ese no es el punto. El punto es que las víctimas tienen que saber qué demonios le pasó a sus seres queridos. Y de nuevo, hay crímenes tan horribles que deberían ser usados como ejemplos de que los asesinos deben pagar. El caso de los Jesuitas generó tanta atención que yo pensaba: Si no podemos hacer justicia ni en este caso, sobre el que tenemos tanta atención… Por primera vez el Congreso de los Estados Unidos recortó la ayuda militar a El Salvador, algo que no pasó con el caso del arzobispo Romero ni con el de las monjas asesinadas por la Guardia Nacional… Si no podemos obtener justicia en este caso, con toda esta presión, cómo íbamos obtener justicia para un campesino que fue asesinado en una montaña. Creo que se perdió una gran oportunidad; es algo que me ha abrumado desde entonces. Al final, cuando George Bush (padre) estaba a punto de terminar su periodo mandó a Collin Powell a El Salvador a darle medallas al alto mando, como agradecimiento a sus servicios. Eso no sólo fue de mal gusto, fue enfermizo. Muchos de esos militares, implicados en los crímenes según nuestro reporte o el reporte de la Comisión de la Verdad, no merecían palmadas en la espalda. Enfermizo.

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El 30 de abril de 1990, la Comisión Moakley publicó el primer borrador de su informe final, en el que dejaba clara la autoría del Ejército y establecía que la orden de “matar a Ignacio Ellacuría y no dejar testigos” no empezaba ni acababa en el coronel Carlos Alfredo Benavides, quien ya para entonces era el chivo expiatorio escogido por la Fuerza Armada. La derecha, en El Salvador, repudió el informe e hizo todo lo posible por desacreditarlo. Lo mismo pasó, en secreto, entre algunos funcionarios estadounidenses.

El 18 de noviembre de 1991, un año después de haber señalado al Ejército desde un podio de la UCA como responsable institucional de la masacre, Moakley firmó su última declaración pública sobre el Caso Jesuitas, donde, acudiendo a fuentes internas y de alto rango de la Fuerza Armada a las que dice no nombrar por protección, pero a las que da toda su credibilidad, asegura que la masacre fue planificada por el alto mando la tarde del 15 de noviembre en la Escuela Militar. El congresista ofrece por lo menos siete posibles líneas de investigación (testigos, documentos, bitácoras) para corroborar la planificación previa; pistas que la justicia salvadoreña nunca siguió.

Moakley también establece, en esa última declaración, pistas más claras sobre el encubrimiento masivo. “Había suficiente evidencia para que el alto mando supiera, inmediatamente después de la masacre, quienes eran los involucrados”, escribe. Y pone un ejemplo: “Hablamos con un testigo que sabía qué unidad había asesinado a los Jesuitas. Cuando le preguntamos por qué no había dicho eso antes, nos respondió: ‘En El Salvador hablás hasta que sabés la verdad, una vez sabés cual es la verdad te callás’”.

Jim McGovern volvió a la UCA el sábado 15 de noviembre de 2014. Habló en un auditorio de la universidad como parte de los actos conmemorativos del 25o aniversario de la masacre. Repitió algo que ya había dicho en 2011 en un discurso que pronunció sobre El Salvador en una universidad de Massachusetts y lo que me dijo a mí en su despacho del edificio Cannon, flanqueado por el retrato de Monseñor Romero: “¿Cuál es la lección de la impunidad? La terrible lección es que estas cosas terribles pueden pasar sin que nadie reciba castigo”.

 

*Esta entrevista es parte de la serie que se junto a la revista Factum de El Salvador.  

**Nota del editor: En la mención del congresista Tip O'Neall se había consignado, por error, que era un líder republicano; para evitar confusiones 

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