Ha sido muy interesante observar este año las discusiones preelectorales de Guatemala básicamente porque el debate electoral no tuvo absolutamente nada que ver con propuestas, plataformas de gobierno o modelos de país.
Es más, algunas cosas que he leído me resultan remotamente familiares. Otras, en cambio, fueron totalmente novedosas. Y lo más novedoso de todo ha sido enterarse del desenlace de la elección y de la reacción de muchos ciudadanos.
No se puede analizar los resultados sin hablar de la dimisión del presidente en vísperas de las elecciones y de todo lo que llevó a ese evento, así que por ahí comienzo.
No es novedoso que en un año electoral explote un escándalo de corrupción que involucra al partido de gobierno. De hecho, es bastante común. Lo novedoso ha sido la respuesta de la población. En el caso del escándalo de La Línea, no sorprende (menos aun conociendo el pasado del presidente) que Otto Pérez Molina (OPM) y Roxana Baldetti fueran denunciados por corrupción. Tampoco ha sorprendido que las personas que se identificaban con partidos opositores salieran a protestar por eso.
Algo realmente sorprendente ha sido que el que se asumía como principal partido opositor (Líder) se haya mantenido relativamente al margen de la protesta (y que haya bloqueado legislativamente las iniciativas destituyentes) mientras vastos sectores urbanos de clase media y media alta se volcaban masivamente a la calle para pedir la renuncia del aquel hombre por el cual habían votado masivamente cuatro años antes.
Por supuesto, no solo los que votaron por OPM salieron a pedir su renuncia. Salieron muchos otros. Algunos manifestantes han protestado desde el día que OPM asumió. Pero, insisto, que los votantes y simpatizantes de OPM salieran en la forma en que lo hicieron me sorprendió.
En esa situación no era sorprendente que el partido del presidente se desmoronara en las elecciones y que su candidato presidencial sacara una miseria de votos. Pero me sorprendió que, en ese río revuelto, la ganancia no hubiera sido para los partidos que se encontraban en las antípodas ideológicas del gobierno saliente, sino que el ganador de la elección fuera precisamente alguien con ideas muy afines a OPM y Baldetti (Jimmy Morales). También sorprende que legislativamente el PP (del dimitido OPM) obtuviera más votos que el partido de Morales.
Es decir, por los resultados de la elección, da la impresión de que muchos creen que la corrupción es una cuestión personal de unos pocos oficiales, y no algo sistémico de ciertos grupos ideológicos y de poder (como estoy convencido de que es).
¿Quieren más sorpresas para un observador distante? Hay más.
Durante las semanas anteriores a las elecciones (digamos los dos meses previos) se alzó una voz muy fuerte entre los sectores que protestaban por el escándalo de corrupción: se pedía la renuncia del presidente y la suspensión de las elecciones.
La idea (insólita para quien lo ve de afuera) era que el presidente debía renunciar, pero que no había que votar para elegir otro. Por loca que parezca esa postura, refleja una situación muy familiar: amplios sectores de la sociedad descreían de todos los candidatos (y del sistema). Así era como explicaban la paradoja del que se vayan todos y que nadie vote.
Y yo lo creía. Pero ¿era eso realmente? Me parece que no. Después de ver el resultado, estoy casi seguro de que no era eso. Me explico.
Primero, ese gran colectivo que pedía suspensión de elecciones era (es) muy heterogéneo ideológicamente. Por lo tanto, no había una sola intención detrás del pedido. Segundo, que, de cara a la realidad (insondable) de que las elecciones ocurrirían aunque no les gustara, mostraron sus diferencias con dos actitudes completamente distintas.
Un grupo (el que yo llamo los progresistas) proponía abstenerse o votar nulo para manifestar el descontento. Otro grupo (el más conservador) proponía no hacer eso para que no ganara Baldizón y que se votara (aunque no fuera lo ideal) por el candidato mejor posicionado de la derecha (Jimmy Morales). Finalmente, en las dos semanas anteriores a la elección surgió con fuerza el concepto de voto útil en ambos bandos.
Pero, independientemente de todo esto, como decía un general de mi país, «la única verdad es la realidad». Y la realidad es que casi todos acudieron masivamente a votar y no anularon el voto.
Los progresistas disconformes terminaron votando por Sandra Torres. Lo llamaron voto estratégico. Los conservadores votaron por Jimmy Morales. Lo llamaron voto útil. Eran la misma cosa en verdad: consistía en votar en contra de Baldizón y en elegir el candidato menos malo y con más chances, según el criterio de cada uno.
¿Por qué? ¿Por qué tanto hincapié en votar en contra de Baldizón?
¿Porque es corrupto? ¿Y los otros no lo son? ¿Lo son menos? ¿Es aceptable alguien poco corrupto?
¿Porque Baldizón es un político tradicional? ¿Sandra torres no lo es? ¿El aparato que se mueve detrás de Morales no está íntegramente formado por gente de la política tradicional?
Una crítica a la forma de hacer política de Baldizón es que acarrea gente. Eso no me sorprende. Pero me surgen más dudas.
[frasepzp1]
¿UNE no acarrea gente a votar? ¿El PP, el FCN y otros no acarrean gente a votar?
A lo mejor el problema es que acarrean gente diferente. Yo creo que es eso.
¿No habrán votado por Baldizón por miedo a que fuera a venezolanizar a Guatemala? Lo dudo. Todos saben que Baldizón es incapaz de descubrir petróleo.
No, en serio. Es eso: el miedo a la venezolanización.
¿Y que entienden por venezolanización, entonces? Venezolanización, a los ojos de muchos, es que por primera vez en la historia un candidato presidencial hacía campaña electoral de espaldas a los centros urbanos y de cara a las comunidades rurales e indígenas.
Aclaro: eso no lo hace un buen candidato para mí. Pero lo hace un mal candidato para muchos guatemaltecos urbanos, tanto progresistas como conservadores.
De hecho, de haber ganado las elecciones Baldizón, el mensaje habría sido nefasto para los progresistas y los conservadores urbanos por igual: «Chicos y chicas, ustedes no importan, ustedes no valen». Por eso era necesario impedir que ganara a toda costa y demostrar que los que no valen son los otros.
Sinceramente, estoy convencido de que eso es lo que movió a votar como se votó en las ciudades.
Y lo lograron. Ahora todo está en su lugar: se enfrentan los dos de siempre. En una esquina, las fuerzas más conservadoras, representadas (como siempre) no por partidos ni por candidatos, sino por grupos emblemáticos. Avemilgua dicen unos. Cacif dicen otros. Ambos tienen razón.
En la otra esquina, el progresismo ligero de UNE. Criticados por sus adversarios, pero nunca temidos. Porque ya los han probado y realmente no fueron tan malos (para ellos).
Y me pregunto dónde están los indignados, dónde están los que pedían que se fueran todos, dónde están los reformistas, dónde están los que reclamaban suspensión de elecciones, la renuncia del Congreso y que gobernara un triunvirato.
No se los ha vuelto a ver.
Ahora el escenario es el de la repolarización de siempre, la que nos es familiar a todos, la que ha elegido y alternado presidentes desde el regreso del voto periódico (también conocido como democracia): conservadores urbanos versus progresistas urbanos.
Y entonces, regresando al tema inicial, la razón por la cual muchos no querían elecciones no era precisamente porque no había candidatos creíbles o porque no estaban conformes con el sistema. No. Muchos no querían votar porque no creían que iban a ganar.
Incluso cuando parecía que Baldizón iba a segunda vuelta, en la noche del domingo pasado, clamaban muchos: «¡Que anulen las elecciones!». Ya no. Ahora (que ya saben que puede llegar a ganar un candidato de su agrado y —más importante aún— que el anticristo del Petén no va a ganar) nadie de los que antes gritaron pide que se suspendan las elecciones.
«¡No votemos! ¡Esto no es democracia!», clamaban hasta el sábado. «¡Anulación ya! ¡Esto no es democracia!», dijeron el domingo.
Y tenían razón: solo querer elecciones cuando gana uno de nuestro agrado no es democrático. No son demócratas. Los que antes se reunían para ver cómo se podían anular o suspender las elecciones ahora ya especulan con ganar en segunda vuelta. Esos no son demócratas.
Por supuesto, hay honrosas excepciones: los que dijeron «no vamos a votar» y no votaron, los que dijeron «no queremos elecciones» y siguen diciéndolo. Son pocos, muchos menos que los que gritaban como desaforados el día del paro general.
Ahora se sabe: el presidente de Guatemala será un humorista secundado por gente con serios antecedentes en materia de derechos humanos y muy negativa experiencia en materia de políticas públicas. O acaso será la exesposa de un expresidente que ya ha sido criticada hasta el hartazgo por sus actuaciones en el pasado cercano.
Ahora está claro: el Congreso se reparte más o menos equilibradamente entre UNE, Líder y la derecha tradicional. Son todos conservadores (especialmente en materia de modificación de la Ley Electoral y de Partidos Políticos —LEPP—).
Y (de nuevo) eso no es sorprendente. Yo no habría esperado que todo eso cambiara en una elección. Lo sorprendente es que ya nadie convoca a marcha ninguna. Nadie clama ilegitimidad. Nadie exige promesas de reformas a cambio de apoyo en el balotaje.
No me sorprende que una semana atrás dijeran «yo no tengo presidente». Lo que me sorprende es que ahora, de la noche a la mañana, todos parecen tener presidente porque nadie se queja más de eso.
Al fin y al cabo, más que el resultado electoral, el comportamiento de los electores (supuestamente) más educados e ilustrados es lo que me llama a repensar todo.
Ahora yo me pregunto: ¿y qué cambió?, ¿qué había cambiado?
Que me perdonen, pero no veo que haya cambio alguno.
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