Guatemala es un país megadiverso, tierra de árboles, cuna de civilizaciones ancestrales, proveedor de agua y de un sinnúmero de aportes para la humanidad. Sin embargo, el estado actual de los bienes y los servicios ambientales, el crecimiento poblacional y los impactos negativos del cambio climático hacen cada vez más vulnerable a nuestra sociedad. Me hacen recordar las palabras de un agricultor que, cuando se le preguntaba: «¿Qué hay después de esa montaña?», respondía gentilmente y con seguridad: «¡Más montaña!».
Lastimosamente, esa ha sido la visión prevaleciente en nuestro país: que sus bienes y servicios ambientales son elementos infinitos. Nos hemos puesto, como buenos humanos, fuera de la ecuación de la vida y hemos olvidado la interconectividad que tienen cada una de las acciones y decisiones que tomamos.
Los nuevos Objetivos de Desarrollo Sostenible nos brindan la oportunidad de recuperar esa visión integral del desarrollo sostenible reconociendo la interconexión de la vida en la Tierra. Dada su importancia, la Agenda 2030 plantea el ODS 15 para proteger, restaurar y promover el uso sostenible de los ecosistemas terrestres, el manejo de los bosques y la lucha contra la desertificación, así como para detener y revertir la degradación de la tierra y detener la pérdida de la biodiversidad. Se acompaña de 10 metas que incluyen la integración de valores de los ecosistemas, la biodiversidad en la planificación nacional y local, los procesos de reducción de la pobreza y el aumento significativo de las fuentes de recursos financieros para conservar y utilizar de forma sostenible la biodiversidad y los ecosistemas.
Alcanzar un balance entre lo económico, lo social y lo ambiental suena a la orden del día, pero ¿cómo alcanzarlo si no reconocemos que para mantener un pilar necesitamos los otros dos?
El suelo es precisamente ese sostén: es el que nos lleva, sostiene y asegura que todo lo que hagamos en él genera impactos para mejorar la vida. Desafortunadamente, el país pierde más de 66 millones de toneladas métricas de suelo al año, a un costo que bien podría cubrir el presupuesto de la nación. ¿Por qué se pierde tanto? ¿Adónde se va todo ese suelo? La pérdida de este obedece a una mala gestión de la cobertura vegetal, lo cual, con nuestra orografía, hace que más de 57 000 hectáreas estén en alto riesgo de erosión y, por consiguiente, que el suelo se pierda. Con él se van todas sus capacidades productivas, y esto afecta directamente los medios de vida y la base económica del país.
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Este suelo y los materiales erosionados van a parar a nuestros lagos, ríos y océanos, de manera que provocan la degradación de otros ecosistemas muy importantes que aportan a la economía y al desarrollo nacional.
Guatemala es un país captador de agua, con una oferta hídrica aproximada de 90 000 millones de m3, según el Iarna (2013). De estos solo se utilizan entre el 20 y el 22 %. Esto evidencia que el gran reto de la gestión del recurso agua para el desarrollo es la distribución y el acceso, los cuales no son homogéneos para todas las personas.
Otro reto es la calidad del agua, ya que, según el MARN, más del 90 % de las fuentes de agua presentan algún grado de degradación. Si a esto le agregamos los efectos negativos del cambio climático y la variabilidad climática que tenemos naturalmente como país, resultamos con aproximadamente 12 000 km2 del territorio altamente amenazado por la sequía, lo cual ha puesto en muy alto riesgo a más de 300 000 familias, que son altamente vulnerables a la inseguridad alimentaria y nutricional.
Por todo lo anterior, hoy más que nunca debemos ser conscientes de la interconexión que tienen estos elementos (agua-suelo-bosque) y de cómo estos aseguran el mantenimiento de la biodiversidad, de los bienes y servicios ambientales y especialmente de los medios de vida de las personas. Es necesario que veamos el agua-suelo-bosque como un capital ambiental indivisible, que no solo permite y asegura el desarrollo, sino que también permite mantener y en muchos casos recuperar la diversidad biológica del país.
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