Los ODM se expresan en ocho metas que los gobiernos de los países miembros de la ONU se comprometieron a realizar en la denominada Cumbre del Milenio en 2000: reducir la pobreza extrema y el hambre en un cincuenta por ciento, lograr la educación universal y la igualdad de género; combatir el HIV/SIDA, reducir la mortalidad infantil y mejorar la salud materna; lograr la sostenibilidad ambiental y crear una alianza global para el desarrollo.
En el enfoque que se ha impuesto en su realización destaca el papel jugado por el líder del Millenium Project, el economista norteamericano Jeffrey Sachs —quien, hay que decirlo, lideró las draconianas y nada democráticas terapias de choque sufridas por Bolivia, Rusia y Polonia. Sachs fue nombrado por Koffi Annan, cuyo mandato no se caracterizó precisamente por establecer un legado de justicia global, al menos en su aceptación implícita del poder de las corporaciones tradicionales. ¡Todavía estamos esperando resultados significativos del célebre Pacto Global en el que las corporaciones multinacionales se comprometieron a respetar los derechos humanos!
Sucede, así, que al notar las deficiencias del enfoque de Sachs —muchas de ellas evidentes en su libro The End of Poverty: Economic Possibilities for Our Time (Penguin 2005)— uno puede percatarse de las deficiencias estructurales de dicho enfoque y, a partir de esto, visualizar con cierta claridad las limitaciones evidentes de los ODM. Al analizar la pobreza absoluta, por ejemplo, Sachs se ciñe a la definición del Banco Mundial, según la cual son absolutamente pobres aquéllos que viven con menos de un dólar al día (se toman en cuenta, desde luego, la inflación y la paridad del dólar con otras monedas); son moderadamente pobres, de acuerdo con Sachs, aquellas personas que dependen de un ingreso entre uno y dos dólares por día. En los últimos años dicho criterio se ha aumentado en ocho centavos de dólar.
Es claro, sin embargo, que la adopción de un criterio monetario para medir la pobreza peca de falta de sofisticación si se les compara, por ejemplo, con la visión de las capacidades de Amartya Sen que están detrás de los informes de desarrollo del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Por lo demás, ya se ha notado que tal caracterización arbitraria se presta a remedios cuantitativos tragicómicos: ¡Imaginémonos el gran salto que significaría, por ejemplo, aumentar los ingresos de los pobres en unos veinte centavos de dólar por día! La pobreza absoluta se moderaría significativamente desde un punto de vista estadístico.
Desde luego, los reportes nacionales de ODM no siempre se adecúan a este criterio monetario para determinar lo que constituye la pobreza. En este sentido, al menos en Guatemala me parece que tales reportes brindan una información invaluable; uno tampoco puede dejar de reconocer el arduo trabajo que significa organizar tal empresa. Pero subsisten, desde luego, una serie de cuestionamientos. A mi juicio, por ejemplo, tales reportes no suelen plantear una plataforma teórica sólida que nos permita ir a las raíces sociales de los males que se intentan enfrentar. Los burócratas del desarrollo, desde luego, se pueden conformar con esos voluminosos informes estadísticos desprovistos de ejercicios reflexivos que iluminen el camino a seguir por una sociedad que quiere enfrentar sus males estructurales. Destacados analistas como Thomas Pogge y Éric Toussaint, han puesto de relieve las debilidades que permite el manejo estadístico a partir del cual se evalúa la consecución de estas metas. Y no es descabellado imaginar que tales reportes pudieran ser maquillados para brindar una visión más optimista de los logros sociales de cualquier gobierno.
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*Consultor y docente, obtuvo su doctorado en filosofía en York University (Toronto, Canadá). Se especializa en filosofía política y jurídica, especialmente en derechos humanos y temas relacionados. Sus trabajos han sido publicados en revistas y libros académicos en inglés y español. Es autor de Derechos humanos: Una aproximación ética (F&G Editores, 2010).
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