De un modo semejante a la reforma a la ley de partidos políticos, los que aprobaron el decreto, que no abordaba los asuntos capitales del problema (y quizá tampoco podía abordarlos: era como intentar detener el mar con las manos), parecían creer que para extirpar la corrupción bastaba con poner dos puertas donde sólo había una, aunque las dos se abrieran con la misma llave: poder, dinero, influencia. Pretendían disipar la corrupción como a menudo intentan los burócratas: con soluciones administrativas. Introduciendo barreras. Como a menudo intentamos: mirando para otro lado, disfrazando el problema.
El razonamiento era débil y todo se seguía dejando a la elección discrecional de unos cuantos. Pero tragados por el espejismo del futuro y por el encantamiento de las leyes medicinales, incurrimos en una esperanza acrítica. Pocos, en la opinión publicada, dejaban asomar signos de interrogación. ¿Por qué, si al Presidente y a los diputados los elige, en el acto formal del voto, la gente, debía ser un gremio o sus representantes los que decidieran quiénes sirven para algunos de los puestos más importantes de las instituciones de justicia y de control del país? ¿Por qué, en un país en el que todo el mundo desconfía de todo el mundo, se tenía fe en la incorruptibilidad de las decisiones de los abogados? ¿O era una forma de restarles peso a unos políticos a menudo caprichosos o arbitrarios o calculadores para entregárselo, mediante el vicariato de los juristas, a otros grupos de interés?
La ley descansaba, además, en esa fe en el corporativismo por la que respira buena parte del edificio del Estado, desde la Constitución. No solo en el corporativismo, sino en un corporativismo limitado, excluyente, del que solo unos pocos son parte, ni siquiera todos están representados. No en una poliarquía (esa forma de gobierno de muchos pero no de todos), sino en un oligopolio de las decisiones.
Sheldon Wolin, un afamado filósofo político estadounidense, defensor de una democracia radical y antielitista, describió en su libro “Democracia S.A.” algo parecido a lo que vivimos. Lo hizo con tres conceptos: “democracia dirigida”, “totalitarismo invertido” y “Superpoder”.
El totalitarismo invertido es un sistema de gobierno que, a diferencia del clásico, no aspira a controlar el Estado y la economía movilizando las masas, sino a lo contrario: florece entre los ciudadanos pasivos, apáticos, despolitizados. Entre una ciudadanía cuyo papel ha sido adelgazado por el poder hasta que lo vacía de contenido efectivo, hasta que lo neutraliza, hasta que lo reduce al ejercicio esporádico del voto en las elecciones. Allí donde el totalitarismo tradicional era colectivista, el invertido es el mayor aliado de las corporaciones. Y allí donde el tradicional se montaba en la propaganda, el invertido difunde a gritos sus pretensiones democráticas.
El totalitarismo invertido es esa democracia aparente, ilusoria, en la que el ciudadano, atemorizado y sin interés, se abandona a las soluciones de unos gobernantes que ahora pueden favorecer a su antojo los intereses corporativos, dirigir la democracia, amparados en un consenso fabricado.
Una democracia sin ciudadanos.
Sin movimiento social.
Sin nadie que lleve la contraria.
Porque llevar la contraria es ser malos hermanos (ahora que todos somos hijos de una misma madre), es sedición, es delito de terrorismo.
Como escribió Josep Ramoneda en su reseña del libro en El País, los instrumentos para la desmovilización ciudadana son: mitificar los textos constitucionales sobre la base de una lectura que se limita a los mecanismos para evitar los peligros populistas y desequilibrar el sistema en favor del Ejecutivo. La explotación del patriotismo magnificando las amenazas. Una política ideológica que busca inculcar el miedo y la inseguridad a la gente. La privatización de las funciones y los servicios públicos hasta hacer irreconocible la idea de lo comunitario y del espacio público. Y unas políticas económicas destinadas a beneficiar a las clases altas junto con un desprecio de las políticas sociales que hace desconfiar a los ciudadanos. En suma, la despolitización pasa por crear una atmósfera de temor colectivo y de impotencia individual para, y gozar de una ciudadanía pasiva o desmoralizada o sin fuerza a la que no sea necesario tener en cuenta.
La democracia dirigida es una manera silenciosa de dinamitar cualquier forma de democracia efectiva; pero hay otro elemento aún más poderoso, a juicio de Wolin: el Superpoder.
“Quizás el elemento clave del sistema sea”, continuaba Ramoneda, "‘la extraña pareja’ que ha formado este Superpoder: ‘Una alianza en la que encontramos fuerzas arcaicas reaccionarias, regresivas (económicas, religiosas y políticas), con fuerzas progresistas de cambio radical (líderes empresariales, innovadores tecnológicos y científicos) y cuyos esfuerzos contribuyen a distanciar paulatinamente a la sociedad contemporánea de su pasado’. Para Wolin es una relación simbiótica, basada en un interés común: ‘… El avance forzado de la sociedad por un rumbo diferente, donde se den por sentadas las inequidades, se las racionalice, quizás se las celebre’ … El objetivo de la triple alianza es imponer una determinada idea de la realidad: establecer como verdadero lo que de hecho no lo es. Por eso la mentira se adueña de la escena … Como dice Wolin, ‘en el fondo, mentir es la expresión de una voluntad de poder. Mi poder aumenta si una descripción del mundo que es producto de mi voluntad es aceptada como real’. Y la mentira, ciertamente, debilita a la democracia”.
Así, cuando algo más de la mitad de los diputados decretan que no hubo genocidio, estamos presenciando cómo el Superpoder descarga su discurso sobre nosotros, cómo el totalitarismo invertido y la democracia dirigida tratan de imponerse del todo.
Que tengan que hacerlo de forma tan evidente y torpe como han actuado durante los últimos años no puede ser sino un buen augurio o un buen indicio. Aún no todo ha sido reducido, aún no todo está narcotizado, hay terreno que han perdido o que tienen por conquistar.
Y en el fondo, allá ellos. Sus puntos resolutivos y sus cálculos los favorecerán en sus negocios o en sus intrigas, pero los mostrarán como lo que son para la Historia: legisladores pequeños, sombríos, untuosos. Seres nocivos para la justicia, pero tan irrelevantes para la memoria y la verdad como irrelevante sería para la física que le ordenaran al agua hervir a 163°.
O al tiempo que se detuviera.