“(El motorista calcinado) es un mensaje para la delincuencia”, afirmó Otto Pérez Molina la semana pasada. Esta frase, que refleja la visión de la seguridad que tiene el Presidente de Guatemala, la que el mundo entiende por “mano dura”, puede ahora ser utilizada por quienes creen que asesinar, contratar sicarios o linchar –sin necesidad de una investigación o un juicio previo– es el camino para la justicia y para enviar mensajes a los malhechores.
Celebrar que un guatemalteco murió calcinado –sea un ladrón o un jardinero– es celebrar la muerte. Y es inaceptable que lo haga el jefe de un Estado que inicia su Constitución diciendo que “se organiza para proteger a la persona”. Es decir, para proteger la vida. El ladrón o jardinero, por más que sea uno de los elementos para la paranoia colectiva de este país, tiene derecho a ser escuchado y vencido en un juicio. El presidente de la República debería ser el primer empleado nacional que trabaja para garantizarlo.
Considerar que la violencia (o cualquier cosa) se combate con la muerte es deshumanizar a una sociedad y es un fracaso rotundo. Y es la receta que hemos aplicado con más intensidad desde hace más o menos 35 años. Esto nos ha legado una sociedad rota, que desprecia la vida y al otro, al diferente, y que no puede ofrecer una vida digna ni esperanzadora para todos los que nacen en este país y crecen en esta nación.
Esta visión, miope, egoísta y paranoica, y que caducó fuera de Centroamérica, considera que hay violencia porque los pobres no quieren trabajar. Y no es así. Lo que sucede es que la gente se cansó de ser pobre en un país rico y desigual. Se cansó de no encontrar trabajo o de trabajar de sombra a sombra por un sueldo que no alcanza para que su familia pueda tener una vida digna. Y entonces busca alternativas. Uno de cada diez guatemaltecos, o uno de cada cinco pobres, se fue a Estados Unidos atravesando el “infierno mexicano” y huyendo del nuestro propio. Otro porcentaje se dedica a la economía informal porque quiere prosperar y no tiene avenidas legales –como acceso a crédito– para hacerlo. Y otro porcentaje, el menor, optó por el crimen común o el crimen organizado, con su cauda de inseguridad y muerte.
Si todas las condiciones estructurales y de desprecio por la vida y la dignidad de las personas están dadas para que esta sociedad sea una frustrada y violenta, la solución al problema no es la muerte sino la vida. Y la vida se traduce por medio de programas sociales y políticas redistributivas que disuadan y mejoren los niveles vida, así como investigaciones e inteligencia para que ningún crimen, ningún delito, quede en la impunidad.
Hace un flaco favor a la sociedad democrática que estamos construyendo cuando nuestros líderes celebran la muerte. Aunque al final, como siempre, como dice nuestro bloguero Julio Prado, la vida acabará imponiéndose.