Desde el inicio de mi caminar laboral —en los hospitales primero y luego en las aulas—, estuve rodeado de mujeres que me enseñaron a ser estoico en los momentos difíciles. Hay una imperturbabilidad en ellas que permite, aún frente a la borrasca, dar paso a la cordura. No digamos en mi familia nuclear, verdadera escuela de equidad de género.
¿A qué viene este encomio? Pues, a una protesta contra el machismo rampante que nos agobia a guatemaltecas y guatemaltecos.
Hace algunos días, recibí un correo electrónico de una literata hondureña donde me comparte un archivo llamado Guía de la buena esposa. 11 reglas para mantener a tu marido feliz. Y, aunque usted no lo crea, hay soserías como la regla número 11 donde, a través de una imagen de una mujer con delantal y aspiradora se aconseja: Una buena esposa siempre sabe cuál es su lugar. Excuso decir que hay otra donde se advierte en cuanto cuidar de la comodidad del hombre y la imagen muestra a la misma mujer cargando unas chancletas relucientes. Por supuesto, ella tuvo que haberlas limpiado.
Era la guía, según cuenta mi amiga literata, de uso en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado. Pero, al compartir yo el archivo, mi hija mayor me advirtió que en Guatemala hay una sociedad religiosa ultraconservadora que aún pregona semejantes estupideces. Es la misma que procuró la censura a la escultura No al femicidio de Manolo Gallardo.
Ello me llevó a hacer memoria de ese tipo de insolencias en Guatemala y recordé un diálogo entre un piloto de microbús y su brocha. Ambos eran casados, ambos aportaban el mínimo indispensable para el alimento de los hijos y a carcajadas, se compartían cómo, las esposas, tenían que trabajar hasta en tres lugares para llevar el sustento que ellos no proveían. Lo sombrío del asunto estribaba en que uno y otro, decían estar muy cómodos en ese trabajo y no tenían intención alguna de mejorar laboralmente.
Yo no concibo majaderías de esa calaña. Admiro a aquellas mujeres que trabajan fuera de casa, y al volver del trabajo, mientras el marido se sienta cansado y desfallecido a ver televisión, ellas tienen que lavar, secar y planchar la ropa de toda la familia, preparar la cena del momento y el desayuno del día siguiente, supervisar las tareas escolares de sus retoños y acicalarlos de madrugada y, no obstante aportan el 50% o más del presupuesto, el jefecito asegura ser quien comanda el hogar.
Como si fuera poco, también tienen que complacer sexualmente al jefe de la casa cuando él lo requiere porque, o accede o él se puede buscar otra. ¡Vaya ganga!
¿Contingencias exclusivas de clase pobre y sin acceso a la educación formal? No. Mujeres hay de éxito académico que sufren estas afrentas. Así fueron formadas en el seno de un hogar conservador y machista. Y sin lugar a dudas, la influencia religiosa conservadora tiene mucho qué ver.
Es increíble pero, médicas, ingenieras, abogadas (juezas incluso), maestras y profesionales de diferente especialidad son también sometidas a este tipo de sumisión. Quizá, la diferencia sea el no sufrimiento de agresión física que sí tienen las mujeres pobres y sin acceso a la educación. Con todo, en muchos casos ella, —la profesional—, es la persona de éxito y él, —el profesional—, no pasa de andar de saltarín dando un cursito por aquí y otro por allá, pero al menor pinchazo: ¡El jefe de la casa soy yo!
Hace algunos años pasaban a mi casa misioneros de una secta venida de Norteamérica, su objetivo era convertirnos. Invariablemente preguntaban por el jefe del hogar. Nosotros (mi familia), respondíamos irónicamente: “Aquí no hay jefes, somos una democracia”. E inmediatamente, soltaban el discurso fundamentalista de la primacía del hombre sobre la mujer: “Salió de la costilla del hombre” y punto final.
Creo que allí, en esa formación conservadora insustancial, machista y excluyente está una de las basas de tanto asesinato cometido contra las mujeres en nuestro país. Y creo, para enfrentar ese monstruo, debemos hacer un análisis histórico de nuestras sociedades para corregir aquello que ya viene defectuoso de fábrica y de fabricantes.
Más de este autor