Estas legítimas aspiraciones humanas de mejora parecen verse sintetizadas en la idea del desarrollo. Pero ¿cómo concebimos el desarrollo? ¿Cómo hacemos operativo un determinado concepto de desarrollo? ¿Qué deben hacer los actores con más poder en el país? ¿Cómo deben ser las políticas públicas?
Desde un punto de vista sencillo, podemos asumir el desarrollo como un proceso cuyos resultados se materializan en mejoras cuantitativas y cualitativas que pueden sostenerse en el tiempo. Esas mejoras deberían ser sistémicas, no sectoriales. Es decir, deben afectar todos los componentes centrales de nuestra nación. Además, el proceso de desarrollo debe sustentarse en algunos atributos fundamentales, entre los cuales destacan la disponibilidad permanente y democrática de recursos, la capacidad de respuesta, la robustez y el balance, el empoderamiento social y la resiliencia, es decir la capacidad de sobreponerse a situaciones límite.
En términos prácticos y amparados en la idea del balance, creo que el desarrollo no será posible sin un sistema económico pujante, moderno, sin monopolios, incluyente en oportunidades y justo con el esfuerzo humano; un sistema social vigoroso, con una población sana, permanentemente interesada y motivada por la búsqueda de la igualdad de oportunidades; un base de bienes naturales estable que soporte no solo la satisfacción de las necesidades materiales y espirituales de las personas, sino también los necesarios procesos ecológicos que son esenciales para la manutención de la vida en todas sus formas y que aseguran resiliencia para nuestro sistema país, hoy vulnerable no solo a nuestros propios impactos, sino también a las amenazas inducidas por el cambio climático global. Finalmente, el desarrollo equitativo y sostenible no será posible sin un sistema de instituciones funcionales, modernas, efectivas y autónomas que privilegien el bien común y que tengan la capacidad de adaptarse continuamente a las nuevas escalas y a la complejidad de los permanentes desafíos.
En un marco analítico como este, es fácil deducir que el hambre es una señal inequívoca de la ausencia de desarrollo. Y en la medida que nuestro sistema país manifiesta su bancarrota en cada una de las dimensiones arriba abordadas, el hambre para más y más población es el destino probable. El hambre es, pues, estructural.
¿Cómo se remueven las estructuras perversas respetando los preceptos de la Constitución Política de la República? No lo voy a responder hoy aquí —será en otra ocasión—, pero sí tengo claro que la única posibilidad de hacerlo es con el liderazgo de los que gobiernan este país. Y no me refiero al corrupto y chambón gobierno de turno. Me refiero al sector privado empresarial. Si algo se le debe reprochar es el patrocinio (financiando partidos políticos de caricatura dirigidos por payasos oportunistas), su complacencia en tanto se hacen negocios con recursos públicos y su indiferencia frente a la sostenida y grotesca degradación de todos los ámbitos de la vida nacional —económico, social, ambiental e institucional—.
Mientras reaccionan, y para poner —después de todo— un buen parche al hambre, habrá que ver si este gobierno chambón, marcado ya por la corrupción y el cinismo, puede, atendiendo a sus obligaciones, poner en marcha una política pública efectiva para fortalecer procesos de seguridad alimentaria y nutricional (SAN). Aquí unos consejos. En los años que les quedan en el Gobierno, coloquen la SAN en el centro de los presupuestos públicos. Revitalicen así la política pública y vuélquenla a fortalecer los cuatro pilares de la SAN. Aseguren la disponibilidad territorial de alimentos fortaleciendo las capacidades de producción local y direccionando en lugares de déficit los contingentes internacionales —ojo: la disponibilidad de alimentos es territorial—. Acompañen a las familias rurales más pobres —al menos 900,000 hogares— con todos los elementos físicos y financieros y con el mejor talento humano que sea posible para que puedan incrementar sus posibilidades de acceso a alimentos, lo cual incluye que eleven los controles para asegurar que reciben salarios dignos y justos —ojo: el acceso a alimentos es familiar—. Descentralicen dignamente los servicios de salud, saneamiento, energía y educación para asegurar que las personas van a contar con los elementos mínimos que merece un ser humano para asegurar su vitalidad —ojo: el uso y aprovechamiento biológico de los alimentos se atiende a nivel de la persona—. Finalmente, revitalicen las instituciones en todos los niveles —nacional, regional y municipal— para darle estabilidad al sistema alimentario nacional —ojo: la estabilidad es sistémica—.
Dejen ya de boicotear el desarrollo del país, por ejemplo, con programas clientelares de fertilizantes, láminas, animales, etc., poniendo programas tan delicados como el de extensión agrícola en manos de recomendados de sus amigos, haciéndose de la vista gorda mientras la infraestructura y las instituciones requeridas para el desarrollo rural —como el ICTA— se mantienen en trapos de cucaracha o desestimando inversiones estratégicas —como el riego— que traen réditos rurales, pero en cuatro u ocho años. Hagan el intento de ser unos verdaderos estadistas y establezcan las bases para empezar a sanear y rescatar una población que pueda, si es que la élite económica no reacciona, presionarlos para cambiar las estructuras perversas de este país sin futuro.
Guatemala, 23 de agosto de 2013.
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