La recogí. Era una polaroid. Al borde, escrito a mano, decía: tu familia. En ella me encontré con la imagen de mi papá, 34 años más joven, vestido con la misma facha que aún lo caracteriza, con el pelo afro y un bigote frondoso. A su lado aparece mi mamá, tapada, del cuello a los pies, con un camisón verde menta, el pelo recogido en media cola, una sonrisa y, en sus brazos, envuelto en una frazada rosada, un bodoque de siete libras, cubierto de pelo negro. El agua y el aceite juntos,...
La recogí. Era una polaroid. Al borde, escrito a mano, decía: tu familia. En ella me encontré con la imagen de mi papá, 34 años más joven, vestido con la misma facha que aún lo caracteriza, con el pelo afro y un bigote frondoso. A su lado aparece mi mamá, tapada, del cuello a los pies, con un camisón verde menta, el pelo recogido en media cola, una sonrisa y, en sus brazos, envuelto en una frazada rosada, un bodoque de siete libras, cubierto de pelo negro. El agua y el aceite juntos, con una niña que era de ambos: Yo.
Tome el libro del suelo y empecé a ojearlo. Las páginas desprendían el olor de los años acumulados, además, guardaban la crónica exacta de mis primeros seis años de vida. Mi mamá se había dedicado a escribir todo, desde el momento en que nací, hasta el día en que empecé a usar la bacinica. También había algunas cartas en las que narraba de: mis primeros seis dientes, la felicidad que me daba sentir el mar, la fascinación que tenía por los libros y el sentido que le había dado a su vida.
Cada una de sus palabras iluminaron los recovecos de mi memoria, hasta encontrarme con ella y ver mis dedos pequeños trazando dibujos sobre las pecas que cubrían sus hombros y a mí hermano menor abrazado a su cuello cubriéndola de besos. Escuché la amenaza de un chancletazo por si se nos ocurría contestarle. Sentí el aroma de su cocina, la mezcla de pan de banano y las galletas de mantequilla. Percibí su silencio, cuando estaba triste; su piel, cubierta por el olor a agua de rosas, y sus manos, que con paciencia, desenredaban mi pelo. Escuché el sonido de su respiración, mientras dormía con su perro acurrucado en sus piernas. Su mirada, que hablaba sin necesidad de palabras. La casa inundada de sus carcajadas, y sus gritos cuando nos atrevíamos a desquiciarla. Su pelo alborotado porque mi papá llevaba horas intentando besarla.
Hay tanto que recuerdo y otro tanto que olvidé. Pero entre lo que queda, está la manera en la que decidió vivir su vida y, sin duda alguna, lo hizo como le vino en gana. Se entregó a la vida tal y como era, llena de virtudes y de cientos de imperfecciones que la hacían única y, para los que la amamos, irremplazable.
El corazón de mi mamá dejo de latir hace algunos años. Con su partida di por perdido el capítulo de mis primeros años. Pero hoy, entre la mantelería vieja y los adornos navideños, encontré una parte de mi historia. La otra, la historia que sigue, espero escribirla algún día.
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