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Dicho hacia el sur

La primera pregunta que yo les hacía a mis abuelos era por qué Guatemala.
Alguna vez intenté hacer un recuento de todas mis casas, de todas mis ciudades, de todos los números de teléfono que he tenido en mi vida.
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Dicho hacia el sur

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"Dicho hacia el sur" es unos de los 25 textos de Sam no es mi tío, un libro que pretende recoger los matices de qué simboliza Estados Unidos hoy para los distintos tipos de migrantes latinoamericanos.

Días de disparos

El día después de cumplir diez años me partí en dos. Era agosto del 81. Eran días de disparos. Guatemala era un caos político y social. Recuerdo tiroteos, disparos sueltos, combates en las calles y barrancos y hasta uno enfrente del colegio, con todos los alumnos recluidos. Recuerdo al nuevo guardia de seguridad que llegaba a la casa en las noches y se sentaba al lado de la puerta principal envuelto en un poncho, con una enorme escopeta sobre el regazo y un tibio termo de café en las manos. Recuerdo cuando mis papás nos anunciaron que nos iríamos del país. Yo estaba en la orilla de mi cama, recién bañado, con el pantalón del pijama aún en las manos. Tardé en comprender. Tardé en terminar de vestirme. El día después de mi décimo cumpleaños, entonces, salimos huyendo con mis papás y hermanos hacia Estados Unidos, y yo me partí en dos.

Madre y madrastra

Volamos al sur de la Florida. Fue exactamente el mismo vuelo de siempre —mismo avión de Pan Am, mismas dos horas y pico de Guatemala al Aeropuerto Inter-nacional de Miami, misma sonrisa de la aeromoza y alitas de plástico y libro y crayones para colorear, mi misma náusea y arcadas en la bolsa de papel. Pero esta vez había algo distinto. El sentir era distinto. Aunque mis papás nos habían dicho que sólo estaríamos fuera del país hasta que se calmara un poco la tensa situación política y social, que sería una mudanza temporal, no parecía muy temporal. Mi papá había vendido la casa. Mi mamá, mientras la vaciaba y empacaba todo en maletas y grandes cajas de cartón, nunca paró de llorar. Me convencieron de regalarle mi bicicleta a mi mejor amigo. En el colegio hubo una fiesta de despedida, con pastel y aguas gaseosas y canciones en inglés. Parecía más como el inicio de una gran aventura, como si nos estuviéramos alistando para unas vacaciones muy largas. Yo no sentía nervios, ni ansiedad, ni miedo. No sé por qué. Quizás porque nos estábamos yendo al mismo apartamento donde cada año solíamos pasar las vacaciones escolares, en un suburbio de Fort Lauderdale llamado Plantation. Mi papá era golfista. Llevaba una vida de golfista. Tenía allí, en Plantation, amigos golfistas. Y pues, unos años atrás, había decidido comprar un apartamento donde pasar todos juntos las vacaciones, un apartamento pequeño, con dos dormitorios y dos literas y un porche encerrado que daba justo al green del hoyo dieciocho de una cancha de golf. Mi hermano y yo creíamos que era nuestro propio hoyo dieciocho, nuestro propio green. Sólo teníamos que empujar la liviana puerta de cedazo del porche, tomar dos o tres pasos, y practicar allí nuestro poteo, o jugar unos cuantos partidos de canicas, o acaso, tras un día entero nadando en la piscina del club, acostarnos boca arriba y medio desnudos sobre el césped fresco y sedoso. Pero este viaje fue distinto. Todo se sentía más pesado —el aire, la humedad, los minutos, las maletas, los semblantes de mis papás, sus gestos y ademanes, hasta sus palabras habían perdido esa ligereza que siempre las teñía de blanco durante nuestras vacaciones en Plantation. Había prisa. Prisa por llegar a las reuniones y pruebas de aptitud de mi nuevo colegio privado. Prisa por tallarme el nuevo uniforme y comprar mis cuadernos y lapiceros, mis nuevos libros en inglés. Y así, en nada, antes de entender realmente qué estaba pasando, inmerso ya en un nuevo idioma que aunque no me era tan ajeno tampoco era el mío, me encontré bien sentado en el pupitre de un aula perfecta, solemne, artificialmente fría. De ese día en adelante pertenecería yo indistintamente a dos mundos, a dos países, a dos culturas, pero sobre todo a dos idiomas. Mi lengua materna le iría cediendo espacio a esa lengua intrusa, bárbara, a esa mi nueva lengua madrastra. Aprendería, con los años, a amar y odiar a las dos.

Periférica, extranjera, flotante

Mi abuelo materno era de Polonia. Llegó a Guatemala en 1945, después de la guerra, después de Auschwitz. Jamás, en los siguientes sesenta años hasta su muerte, quiso volver a Lodz, su ciudad de origen.

Mi abuela materna era de padres sirios, quienes huyeron de Alepo y llegaron a América y, debido a una vida itinerante y llena de naipes —mi bisabuelo, entiendo, era un jugador empedernido que despilfarraba todo el dinero de la familia en apuestas—, sus hijos fueron naciendo en México, en Panamá, en Cuba, en Guatemala. Ninguno de ellos, jamás, volvió a Siria. Mi abuelo paterno era de Líbano. Él y sus siete hermanos y hermanas huyeron de Beirut a principios del siglo XX (mi bisabuela murió en esa huida, y quedó enterrada en algún cementerio de Córcega). Quizás empleando una estrategia comercial de sobrevivencia, ellos decidieron que cada hermano y hermana se instalaría en una ciudad distinta: en París, en Guatemala, en el Distrito Federal mexicano, en Cali, en Lima, en La Habana, en Nueva York, en Miami (el tío abuelo que más recuerdo, guapo, cantante de ópera, hacedor de negocios con la mafia italiana de Miami, pasó tiempo en una cárcel de la Florida por ser un gigoló). A mi abuelo libanés, tras un tiempo en París, le tocó rescatar de la bancarrota a su hermano en Guatemala. Allí conoció a mi abuela. Y allí se quedó. Y nunca más, en medio siglo, volvió a Beirut. Mi abuela paterna nació en Alejandría, Egipto. Con sus padres y hermanas, zarparon cuando ella tenía siete años. El barco, tras varios meses en altamar, finalmente ancló en el primer puerto de Centroamérica y, según la leyenda familiar, mi bisabuelo creyó que estaba llegando a Panamá, donde vivía uno de sus primos lejanos. Se bajaron. Y allí permaneció mi abuela, en Guatemala, hasta su muerte. Yo soy el nieto de cuatro inmigrantes. De cuatro inmigrantes judíos. De cuatro inmigrantes que de pronto se insertaron en un país nuevo, en una cultura ajena, en una lengua extraña. Pero también soy nieto de cuatro inmigrantes que, por alguna razón, se sacudieron de sus países de origen como uno se sacudiría el polvo de las manos o de los pantalones, depende. Jamás volvieron. Jamás quisieron volver. A lo mejor, encerrados en sus respectivas comunidades judías, jamás se sintieron parte de esos países, de esas culturas, y entonces les fue fácil sacudirse de ellas. Pero jamás —y este detalle cierra o acaso abre el círculo— llegaron a formar parte de su nuevo país centroamericano. Mis cuatro abuelos vivían en Guatemala de una manera periférica, extranjera, flotante, desde afuera, en una especie de limbo cultural. Estaban allí pero no estaban allí. Parecían de allí pero no lo eran. Puros fantasmas. Puros camaleones. Pienso en el arte de la mímesis de los judíos. Pienso en el personaje Zelig, de Woody Allen. Pienso, claro, en la palabra diáspora. Pero la palabra diáspora, me parece, ya no alcanza, o ya es muy pequeña, o ya no sirve sólo para describir al pueblo judío. Pese a que desde que salimos, en agosto del 81, he vuelto a vivir períodos de mi vida en Guatemala, podría admitir sin ningún titubeo que, al igual que mis cuatro abuelos, yo realmente nunca he regresado ni regresaré a mi tierra natal.

La marea

La primera pregunta que yo les hacía a mis abuelos era por qué Guatemala. Y sus respuestas, más allá de cualquier lógica o simpática leyenda familiar, siempre contenían un elemento de azar. Ninguno de ellos sabía realmente qué lo había llevado hasta Guatemala (la marea, me respondió alguna vez mi abuelo polaco, que supongo es la mejor respuesta que puede dársele a un nieto curioso). Pero estoy seguro de que los cuatro responderían lo mismo a la otra pregunta, la indecible, la irrefutable, la única que siempre ha sido y siempre será la misma para cualquier migrante del mundo: por qué salir, por qué huir, por qué dejar todo atrás. Y supongo que, a esta pregunta, la respuesta de mi abuelo polaco sería la misma que la de mi abuelo libanés; y sería la misma que la de un inmigrante ilegal latinoamericano aquí en Nebraska (donde ahora vivo y escribo estas líneas); y sería la misma que, hace más de un siglo, hubiese dado también aquí en Nebraska un vaquero cabalgando hacia el Oeste, o un italiano llegando a Ellis Island, o un irlandés llegando a Fell’s Point en Baltimore. No es una respuesta filosófica, ni profunda, ni política, ni literaria, ni poética. Al contrario. Las personas se mueven, las personas nos movemos, aunque éste sea un tópico, en búsqueda de algo mejor. Esa búsqueda es la fuerza —para recurrir a un término más científico, de la primera ley de movimiento de Newton— que nos levanta y nos impulsa a movernos, a migrar. Pero ésa no es la única fuerza. Por toda fuerza que actúa sobre un cuerpo —aquí sigue la tercera ley de movimiento de Newton—, este cuerpo realiza una fuerza igual y contraria. Dicho de otro modo: las fuerzas siempre se presentan en pares de igual magnitud y opuestas en dirección. Dicho de otro modo: el movimiento del migrante no es rectilíneo. Dicho aún de otro modo: en el migrante ejerce otra fuerza, igual y contraria a esa primera.

Parménides y Heráclito

Alguna vez intenté hacer un recuento de todas mis casas, de todas mis ciudades, de todos los números de teléfono que he tenido en mi vida. De niño en Guatemala, de adolescente en el sur de la Florida, de universitario en Carolina del Norte, de ingeniero en Guatemala, de escritor en La Rioja española, y ahora de no sé qué en Nebraska, en el corazón más plano y árido de Estados Unidos. Siempre envidié a esas familias que echan raíces y viven en una sola casa toda su vida. Las rayitas en la pared del niño que va creciendo. El inmenso roble del jardín cuya sombra ha refrescado y protegido a varias generaciones. El aroma de un hogar que sólo se gesta a través de décadas de alegrías y tristezas, de nacimientos y muertes: el inefable y denso aroma a familia. Pero al mismo tiempo yo no podría quedarme quieto. Nunca supe cómo. Algo me mueve. Algo siempre me ha movido. No sé por qué me he mudado tanto en mi vida, por qué me he sentido siempre como un extranjero en cualquier parte. Quizás mi búsqueda o migración permanente surge de algo íntimo, de una insatisfacción personal. Quizás es algo que aprendí de mis abuelos. Quizás desde niño, desde el día que cumplí diez años, fui educado así. Quizás es parte de mi herencia, de mi genética, de mis defectos de fábrica. Porque no es sólo que quiera irme —es que a la vez también deseo intensamente quedarme. Hay dos fuerzas simultáneas en mí: una que me mueve, y otra que me hace añorar no moverme, echar raíces, sembrar un roble, hacer rayas en la pared para marcar el crecimiento de un hijo o un nieto. Vivo, en fin, como tantos otros migrantes, repartido entre esos dos polos, desgarrado entre esas dos fuerzas de quietud y movimiento, aún chapoteando en las aguas del viejo río de Parménides y Heráclito.

Dicho hacia el sur

Recuerdo a un tipo gordo y de piel rosácea sentado en una silla de playa, sobre el césped crecido y seco del jardín frontal de su casa. Tenía puesta una playera sin mangas, una vieja pantaloneta de lona, y una gorra como de pescador, color militar. Estaba descalzo. En una mano sostenía una lata de cerveza, y en la otra una cartulina blanca y arrugada. Yo lo miraba desde el asiento trasero del carro, sentado entre mi hermano y mi hermana menor, y tuve que inclinarme un poco hacia delante para poder leer, en grandes letras negras: «Parking Ten Dollars». Empezaba a anochecer en Plantation. Mi papá bajó su ventanilla, saludó al tipo, y le preguntó en inglés dónde podía estacionarse. Los carros parecían amontonados en el jardín y la acera.

—Allá —gritó en inglés desde la silla de playa.

—¿Dónde?

—Allá, allá —señaló el tipo con su lata, perezoso, como si esa lata le pesara—, atrás del azul.

—No sé si hay suficiente espacio —le dijo mi papá. El tipo bebió un buen sorbo de cerveza.

—¿Cómo atrás del azul? —susurró mi mamá en español, por si acaso el tipo pudiera entenderla u oírla desde la silla de playa—. Pero quedará medio carro en la calle.

—Mejor andá, querés, y pagale al señor.

Mi mamá soltó algo similar a un bufido. Buscó su cartera.

—Y usted —agregó mi papá, viéndome por el espejo retrovisor—, acompañe a su madre.

 Yo era el mayor. Me tocaba, supongo. La brisa seguía húmeda y caliente. El tipo parecía hundido en su silla de playa. Nos miraba hacia arriba. Olía a alcohol y tabaco. Había más latas de cerveza en el césped, junto a sus pies rechonchos e inmundos. Noté que la casa tenía dos ventanas rotas. El cedazo del porche estaba rasgado. Un muro lateral lucía esa mancha oscura de óxido que por alguna razón siempre tienen las casas de la Florida.

—¿Diez dólares, entonces? —le preguntó mi mamá, volviendo la mirada hacia nuestra camionetilla Chevrolet color marrón ya perdida entre tanto carro, mitad encaramada en el jardín, mitad sobre la calle. Aunque era nueva, ahora me pareció cansada y triste. Como si la estuviéramos abandonando para siempre en una chatarrería. El tipo agarró el billete con su mano sudada.

—¿Ustedes no son de aquí, verdad?

Mi mamá se mantuvo en silencio unos segundos, quizás confundida, o quizás la respuesta, tras pocos meses de haber huido nosotros de Guatemala, aún le era difícil.

—No —dijo—, no lo somos.

—Ya decía yo —empinándose su cerveza.

—Somos de Guatemala —continuó mi mamá, pronunciado el nombre del país con exagerado acento norteamericano: la G convertida en W; la T ahora mucho más suave; la E breve y atenuada. Sentí raro. De pronto, dicho hacia el sur, mi país era otro. Incómodo, el tipo gruñó en su silla de playa. Aplastó la lata vacía en su puño, y la tiró sobre el césped.

—¿Por qué pregunta? —indagó mi mamá, su tono amigable. El tipo se ladeó y recogió una lata nueva y la abrió y ésta pareció estallarle encima. Rápido sacó su lengua. Se puso a lamer la espuma derramada en sus dedos y en su muñeca. Luego, viendo a mi mamá hacia arriba, su mentón babeado, su lengua blancuzca aún de fuera, se quedó jadeando como un perro con sed.

 

Eduardo Halfon es un escritor guatemalteco radicado en Estados Unidos. Escribió esta crónica para Sam no es mi tío: veinticuatro crónica migrantes y un sueño americano. En Guatemala, el libro está disponible en papel y en versión electrónica en librerías como Artemis Edinter y Sophos.

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