En el norte de Guatemala evolucionó hacia un extraño sincretismo el cual viví en toda su magnitud. Junto a ese redireccionamiento, concurrió toda una pérdida de costumbres, tradiciones y valores.
Entre los años sesenta y setenta del siglo pasado, la celebración religiosa (consistente en sufragios y misa), la costumbre de la comida para los muertos, la vigilia hasta la media noche —que presuponía los alimentos— y la ornamentación natural de mesetas, tumbas y pocos panteones, ve...
En el norte de Guatemala evolucionó hacia un extraño sincretismo el cual viví en toda su magnitud. Junto a ese redireccionamiento, concurrió toda una pérdida de costumbres, tradiciones y valores.
Entre los años sesenta y setenta del siglo pasado, la celebración religiosa (consistente en sufragios y misa), la costumbre de la comida para los muertos, la vigilia hasta la media noche —que presuponía los alimentos— y la ornamentación natural de mesetas, tumbas y pocos panteones, venían acompañados del olor del ayote en dulce y las hojas de pino regadas alrededor de los enterramientos. Era la víspera en la noche de la Fiesta de Todos los Santos.
No había señales de ritos o costumbres foráneas ni antes ni después de dichas conmemoraciones. Escasamente sabíamos de su existencia a través de los comics (chistes les decíamos nosotros) que lunes a lunes aparecían en sendos desplegados de El Imparcial.
A mediados de los setenta, se implantaron los primeros bailes de disfraces en una monserga de fechas porque comenzaban el 31 de octubre para finalizar el 2 de noviembre. Los ropajes no eran como los del carnaval. Eran de una tesitura menos jocosa y comenzaron a aparecer entonces calaveras y esqueletos pintados en las indumentarias. Fue cuando niñas y niños comenzaron a recorrer calles y barrios pidiendo golosinas pero no había trato o truco. Tampoco amenazas.
En la década de los ochenta hizo su impronta la guerra interna y las manifestaciones de tremendismo y muerte hicieron presencia en los vestuarios como una manifestación emblemática del horror.
Entre 1990 y el 2000 apareció tal cual la fiesta de Halloween, más conocida como Noche de Brujas, y su práctica fue alimentada por las películas que veíamos a través de los incipientes servicios de cable o videocasetes que conseguíamos en alquiler. Fue cuando comenzó a escucharse de ritos que se practicaban en casas particulares y a percibirse un aumento de juegos que como la ouija, pretendían entablar contacto con los espíritus de los difuntos.
Ya en los albores del XXI, al altar de los muertos en ciertas regiones de Mesoamérica, se asoció la figura de la santa muerte, un ente espiritual capaz de manejar «la energía de la muerte» y que según sus seguidores, tiene la capacidad de materializarse. Así, el sincretismo se concretó porque se ubicó a esta entidad entre los santos y santas estableciéndose un vínculo en tiempo y espacio desde el día 31 de octubre al final de la noche del 2 de noviembre. Esta práctica supersticiosa también se trasvasó al interior de nuestro país y actualmente es común encontrar este tipo de imágenes confundidas entre los altares familiares. Generalmente, éstos se relacionan con el ciclo agrícola tradicional y la celebración de la primera luna llena del mes de noviembre.
A la fecha, la conmemoración de los difuntos, tan antigua como las celebraciones preceptuadas en el libro 2º. de los Macabeos (2 Mac. 12, 46), está en un extraño vínculo con la fiesta de Halloween de origen celta y sus particularidades en el hemisferio norte. Ahora vemos nuestras costumbres y tradiciones desbordadas por otras donde adultos y niños se visten de esqueletos, brujas y hasta de zombies. En medio quedó la Fiesta de Todos los Santos.
¿Tiempo de discernir entre lo bueno y lo malo? Creo que sí.
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