Julio Hernández, con sus películas, nos plantea preguntas muy jodidas, nos obliga a vernos no como quisiéramos ser, ni como nos gusta presentarnos, sino como quizá realmente somos. Nos plantea preguntas jodidas, que al final de cuentas son todas la misma. ¿Quien sos?
Es de esas mierdas que uno no se explica, que mejor uno no se pregunta, porque ¿para qué? Pero el día que mataron a Victor Hugo Monterroso, el Chiquilín de Maribas del infierno, cae la coincidencia que también se murió el otro actor, el cómico.
Y, de alguna forma la muerte del comediante, vino a servir para que la muerte del otro actor, del chapín, no cause tanto espanto. Yo a Chiquilín no lo conocí. Más que por su actuación en Las Marimbas del Infierno, por alguna anécdota que de tarde en tarde me contaba Julio y por los comentarios de mis amigos en Facebook. Supongo que por eso no me pegó tan fuerte su asesinato.
Digo, la muerte de otro —aún el prospecto de la muerte de otro— es algo demasiado abstracto como para conmovernos. A menos que uno tenga invertida una enorme cantidad de capital emocional en la otra persona. Y entonces, si es el caso, ahí si sientes que se acaba tu existencia, que se corre un negro velo sobre el futuro y el pasado y solo te queda el dolor que debe sentir la gente que le arrancan una parte de su cuerpo.
Aunque entiendo que la gente esté devastada por la muerte del actor estadounidense, creo que de alguna forma para mí, Chiquilín era más cercano. Con él tenía muchos menos grados de separación que con el suicida. Más allá de que era amigo de un amigo y querido por gente a quien quiero con sinceridad, el Chiquilín era parte de quien soy. Una persona con quien comparto muchos más códigos culturales, más puntos en común —no solo por razones geográficas— que con el otro actor que murió el mismo día.
Y, obvio, la gente lamenta la partida de un comediante que les dejó horas y horas de buenos momentos. Pero siento que de alguna forma también es más cómodo pensar en el actor estadounidense muerto que en Chiquilín muerto.
El hollywoodense pertenece al terreno de lo inasequible, de la alfombra roja y de las exquisiteces lejanas, al éter. Es materia de El Olimpo.
Chiquilín es el chavo que llega a traerte en la grua cuando se te queda el carro, es un chavo que a lo mejor te encontrás en la calle cuando vas a dar una vuelta a la sexta. Es un recordatorio de quienes son los chapines.
Pensar en Chiquilín, en su muerte, en la forma en que murió, en cómo lo mataron, es incómodo. Es de esas cosas que mejor no pensar. Porque cuando uno comienza a pensar en eso, se pone a pensar en el estado de las cosas en Guatemala, se pone a pensar en los otros que murieron antes de él, en los muertos que uno conocía y empieza uno a ir para atrás y piensa en este y en aquella y el otro hasta que llega a su primera memoria de un amigo o pariente asesinado y ahí sí le pega fuerte a uno.
Por eso no los culpo, cuando se aferran a la muerte del comediante para no pensar en la muerte de Chiquilín. Porque es duro pensar en eso.
Y por eso digo que Julio es mal tipo. Porque sus películas nos obligan a pensar en esas cosas. Nos obligan a vernos en ese espejo donde no somos calidá, ni chispudos, ni chileros, ni ninguna de esas cosas que nos gusta pensar que somos.
Y no es que no seamos. Puede que seamos, nadie lo descarta. Pero seguro es que también somos lo otro, el país de los descuartizados. Todos de alguna forma somos Blacko, que al ver a don Alfonso derrotado y sin marimba le dice:
—Yo se que vas a pensar que soy un turbio pura mierda va, pero ¿vos ya no tenés marimba, va?
—No vos, ya no.
—Yo voy a buscar otro marimbista.
—¿Y yo?
—Safuca la peluca.
Somos el Chiquilín que le roba la marimba a su padrino y la empeña por un puñado de billetes y somos don Alfonso que era víctima de las extorsiones. Y por eso digo que es mal tipo, porque nos presenta ese espejo, un espejo de un país sin solución, sin salida, sin a donde ir.
Un lugar que quizá se arregle el día que a la mitad de la gente nos pase lo que a Chiquilín y la otra mitad decidamos hacer lo que el comediante. O al revés.
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