—¡Ese es nuestro profesor! —le dije al otro. Tenía razón.
Nos metió en un salón y resultó que éramos tres. El peludo que nos inspiraba algo parecido al temor nos preguntó a quemarropa por qué habíamos elegido estudiar física. Los otros dos contaron cosas interesantes que habían leído, mientras yo sentía la sangre bajarme hasta los pies al descubrirme sin respuesta. En este lugar la maestra recién graduada no tenía idea de lo que ellos hablaban. Ni modo que iba a decir: “Estoy aquí porque todo sonaba rarísimo y tenía que averiguar lo que era”. Algo dije y, a estas alturas del partido, convenientemente lo he olvidado.
Para el siguiente semestre, los dos del principio me habían abandonado, pero había otros. Allí aprendí el poder de las palabras: “No sé, pero puedo aprender”. Me enseñaron a fundamentar todo aquello que daba por sentado y, en ese proceso, me di cuenta de cuán razonables fueron en su momento todas las explicaciones y modelos del universo que han sido propuestos a través del tiempo y qué es lo que nos ha hecho cambiarlos. Descubrí el peso del trabajo realizado por cientos de humanos que vistieron su curiosidad de respeto y humildad para dedicar sus vidas —no sin grandes sacrificios— a desentrañar secretos que pedían ser revelados. Construyeron el edificio más alucinante jamás construido, con ladrillos de ideas solidificadas a punta de hechos comprobados y vueltos a comprobar, uno sobre otro, siempre hacia arriba, nunca terminado: diseños nuevos, ideas nuevas, experimentos nuevos. Todo un ejército de mentes produciendo, dispuestas a demoler pisos enteros si algo demuestra ser mejor, si algo se comprueba falso. Tanta grandeza, y yo allí, little old me, apenas atisbando.
Mi capacidad de asombro fue sobrepasada y luego llevada a otro nivel. No es que nada me resulte increíble o maravilloso; es que la realidad se ha revelado tan extraña, tan rica, tan compleja y elegantemente simple que las palabras increíble y maravilloso cobraron otro significado. Fui privilegiada, me otorgaron llaves y armas poderosas, me sentí grande. Y a la vez diminuta, ignorante, ansiosa y feliz. Cada pregunta respondida, cada puerta abierta, cada duda disipada, sin excepción, reveló otra detrás.
Feliz es la palabra clave. No cambiaría por nada el vértigo del descubrimiento que viene de la mano de la ciencia. En mis manos estuvo la elección de esta forma de vida y, aunque al final del día era decisión mía y de nadie más, hubo influencias externas que de alguna manera me empujaron hasta aquí: la maestra de primaria que me hizo sentir invencible, la madre que me animó en lugar de desalentarme, el orgulloso padre que presumió mi elección, el profesor de secundaria que me contó que la física era más que lo que a él le permitían enseñarme, la profesora de literatura que me enseñó la excelencia y ese grupúsculo de gente que habitó conmigo el espacio de los físicos en la universidad, invaluables amigos venidos de todas partes para probar la misma cosa, los que vi partir, los que me vieron partir, los que se quedaron, los que vi volver y los que no. Todos estamos cerca, unidos por el mismo camino lleno de ramas —porque el cosmos es así de simple y así de complejo—, hablando un mismo lenguaje, haciendo preguntas, contemplando, sonriendo.
Caminitos hacia el cosmos (I)
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