Fue esa la primera expresión colectiva, silenciosa pero masiva, por parte de quienes habían esperado casi 10 mil 500 días para encontrar justicia por la muerte atroz de sus seres queridos. Por parte de quienes han formado asociaciones de víctimas, sobrevivientes y familiares para buscar que en este país se juzgue a los responsables del genocidio. Por parte de abogados, defensores de derechos humanos, ciudadanas y ciudadanos que han creído en el camino de la ley y del estado de derecho para alcanzar justicia ante quienes violaron la propia norma represiva en aras de imponer su propia ley de terror y barbarie.
Para ellas y ellos, que guardaron silencio disciplinado según mandan las normas de los procesos judiciales, la mano alzada que sostenía una rosa era la respuesta de satisfacción y agradecimiento al tribunal que les devolvía la fe y la confianza en el sistema. Un tribunal que valoró todas y cada una de las evidencias incuestionables que presentó la acusación. Un tribunal, femenino en su mayoría, que dio valor probatorio al testimonio, a la voz que había sido desoída por décadas y que narraba cómo, un trágico día de principios de diciembre de 1982, la unidad militar integraba por miembros de la escuela Kaibil (la misma escuela de la que han egresado integrantes de la banda de los “Z” al servicio del narcotráfico y el crimen organizado), tuvo a su cargo la ejecución directa de una operación punitiva contra la población civil.
Ese día y los subsiguientes, resultado de la acción militar que contempló concentración inicial de la comunidad que luego fue encerrada separando a hombres y mujeres, abuso y violación sexual de niñas y mujeres, asesinato de todas las personas —201 reconocidas—, mediante el uso de armas de fuego, herramientas y armas cortantes, desapareció la aldea Dos Erres, ubicada al sur de Petén. Una comunidad integrada principalmente por labriegos, civiles desarmados, que sufrió el terror del Estado contrainsurgente el cual veía un enemigo en cada civil indígena o campesino.
Al final de la operación, las víctimas de la fiesta de sangre celebrada por los kaibiles, fueron lanzadas a un pozo seco abierto en una de las casas. Más de una década le tomó a la población de la aldea Las Cruces, vecina de Dos Erres, contar sobre la existencia del “pozo de la vergüenza”, para que se diera sepultura humana a las víctimas. La aldea había desaparecido del mapa en la selva petenera y encontrar el sitio resultó una odisea para quienes desde siempre guardaron la memoria de lo sucedido y esperaron, pacientemente y en silencio —como en el tribunal en espera de la sentencia—, hasta encontrar el momento de empezar la búsqueda de los cuerpos. Un árbol de guarumo, solitario y solidario, fue la pieza clave pare el hallazgo. Temerosos de desenterrar a los muertos, los aldeanos de Las Cruces que llegaron después de la masacre y cuando el Ejército se había retirado, al descubrir en dónde estaban los cuerpos, idearon sembrar un árbol de guarumo como seña del sitio donde estaba el pozo. Nutrido con los cuerpos cuya vida había sido arrebatada, el árbol se irguió dignamente sobre el pozo y resultó visible para identificar tras muchas jornadas, el sitio en donde el pozo permaneció intacto en medio de la selva que había crecido de nuevo sobre el terreno en donde se asentó la aldea. Vivieron el tortuoso camino de desenterrar los cuerpos, identificarlos y darles sepultura en una fosa gigantesca en el cementerio de Las Cruces. Casi dos décadas después del sepelio y la honra funeraria, llega la honra judicial al dictar sentencia contra cuatro de los implicados en este acto de barbarie.
Por eso, cuando la presidenta del tribunal dijo que habían cumplido con impartir justicia, las manos que en silencio levantaron las rosas de la dignidad, hicieron tronar aplausos en agradecimiento al sistema que por fin les dignificaba en su lucha. Tres décadas de dolor que la sentencia no borra, pero también tres décadas de lucha digna por alcanzar justicia que a partir de ahora se escribirá con Dos Erres.
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