Para los noventa, con el gran impulso a la liberalización del comercio internacional y la globalización de la economía, el fenómeno ya se había expandido por todo el mundo, siendo el capital invertido estadounidense y también europeo y japonés. En Latinoamérica, esas industrias son comúnmente conocidas como "maquilas". Se asocian a precariedad laboral, falta de libertad sindical y de negociación, salarios de hambre, largas y agotadoras jornadas de trabajo y primacía de la contratación de mujeres. Esto último, por cuanto la cultura machista dominante permite explotar más aún a las mismas, a quienes se paga menos por igual trabajo que los varones, y a quienes se manipula y atemoriza con mayor facilidad (un embarazo, por ejemplo, puede ser motivo de despido).
No representan beneficios para los países receptores. Pero sí los trae para los capitales que las impulsan, pues se favorecen de las ventajas ofrecidas por los lugares donde llegan (mano de obra barata no sindicalizada, exención de impuestos, falta de controles medioambientales). En estos países, nada queda. Ahí es tan grande la pobreza general que la llegada de estas iniciativas más que verse como un atentado a la soberanía, una agresión a derechos mínimos, se vive como un logro: para los trabajadores, porque es una fuente de trabajo; para los gobiernos, porque representan válvulas de escape a las ollas de presión que resultan sociedades empobrecidas y con alta conflictividad.
La relocalización (eufemismo por "ubicación en lugares más convenientes para los capitales") de la actividad productiva transnacional es un fenómeno mundial y se ha efectuado desde Estados Unidos hacia México, América Central y Asia, y también desde Taiwán, Japón y Corea del Sur hacia el sudeste asiático y Latinoamérica.
Las empresas maquiladoras inician, terminan o contribuyen de alguna forma en la elaboración de un producto destinado a la exportación, ubicándose en las "zonas francas", enclaves que quedan prácticamente por fuera de cualquier control. En general no producen la totalidad de la mercadería final; son un punto de la cadena aportando mano de obra en condiciones de super explotación. Siempre dependen del exterior, tanto en la provisión de insumos básicos, tecnologías y patentes, así como del mercado que habrá de absorber su producto terminado. Son la expresión más genuina de la globalización: con materias primas de un país (por ejemplo: petróleo de Irak), tecnologías de otro (Estados Unidos), mano de obra barata de otro más (la maquila en, por ejemplo, Indonesia), se elaboran mercaderías destinadas a algún mercado europeo; es decir: las distancias desaparecen homogenizándose el mundo. Pero las ganancias producidas por la venta de esos productos por supuesto que no se globalizan, pues quedan en la casa matriz de la empresa multinacional que las vende por todo el mundo.
En Latinoamérica, dada la pobreza estructural y la desindustrialización histórica, más aún con el auge neoliberal que ha barrido esta región estas tres últimas décadas, los gobiernos y muchos sectores de la sociedad civil claman a gritos por su instalación con el supuesto de que así llega inversión, se genera ocupación y la economía nacional crece. Lamentablemente, ello jamás sucederá.
Las empresas transnacionales buscan rebajar al máximo los costos de producción trasladando algunas actividades de los países industrializados a los países periféricos con bajos salarios, sobre todo en aquellas ramas en las que se requiere un uso intensivo de mano de obra (textil, montaje de productos eléctricos y electrónicos, juguetes, muebles). Si esas condiciones de acogida cambian, inmediatamente las empresas levantan vuelo sin que nada las ate al sitio donde circunstancialmente estaban desarrollando operaciones. Qué quede tras su partida, no les importa. En definitiva: su llegada no se inscribe –ni remotamente– en un proyecto de industrialización, de modernización productiva, más allá de un engañoso discurso que las pueda presentar como tal.
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