En este biodrama, once jóvenes chilenos nacidos poco antes y durante la dictadura de Augusto Pinochet (entre 1971 y 1986) interpretan por medio de objetos, fotografías, documentos, vestimentas y otros soportes audiovisuales, la vida de sus padres y el papel que jugaron antes y después del golpe militar contra Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973.
Arias, quien anteriormente propuso un proyecto similar en Argentina para hablar sobre la guerra sucia en su país (Mi vida después), convocó en Chile a numerosos artistas y personas interesadas para participar en esta obra, invitándoles a contar sus historias y hurgar más en la de sus padres. Como es de esperarse, de allí se desprenden testimonios desgarradores que confrontan permanentemente a los actores en el escenario, e interpelan constantemente al público, testigo privilegiado de la recreación de estos eventos que (des)dibujan fronteras entre la ficción y la realidad.
De manera lúdica, escuchamos una tras otra las historias de los personajes. Está el chico cuyo padre es marinero y prestaba servicio en una base naval donde llevaban presos a opositores de la dictadura; o la hija de un carabinero que descubre que su padre desaparecido purga una sentencia en la cárcel por el asesinato de dos opositores del régimen pinochetista. Presenciamos también los testimonios de los hijos de exiliados y el de la hija cuya madre, activista del MIR, fue brutalmente asesinada por las fuerzas militares y expuesta desnuda a la prensa, cual trofeo, después de que cayera en un reducto clandestino. O el de un arquitecto nacido en familia de carabineros (padres, tíos y primos) y que actualmente también trabaja dibujando bocetos para la sección de investigación carabinera.
Es indudable que para quienes vivimos directa o indirectamente la represión y la dictadura en otras latitudes, la obra nos hablaba directo al corazón, cuestionándonos sobre episodios similares y traumáticos en nuestras vidas del pasado reciente; recordándonos lo doloroso que es hablar abiertamente de las fracturas producidas por la barbarie sin que brote el conflicto, aunque sea algo necesario para sanar.
Hay algunas escenas que así lo prueban cuando uno de los chicos pide a los demás que se ubiquen en una línea imaginaria según el posicionamiento ideológico de sus padres. Empieza toda una discusión absurda sobre la legitimidad de identificarse de izquierda(s), situarse en el centro o considerarse de derecha(s) que va ganando crescendo cuando se les pide que se sitúen en la misma línea según su condición socioeconómica, desde pobre, clase media o rico, abriéndose todo un debate sobre las características que hacen a unos más pobres que otros. Otro de esos clímax ocurre cuando, además, se pide a los muchachos que muestren sus antebrazos y se ubiquen en la línea imaginaria según su color de piel, que va desde negro (o moreno) hasta blanco. Afloran así conceptos ambiguos y cómicos sobre las ideologías, el conflicto de clase y los prejuicios raciales que permean todavía las relaciones de poder en la región.
Pero más allá del efecto catártico que el montaje provoca, para mí la obra en sí concita el conflicto como algo intrínseco del ser humano, latente y vivo todavía en aquellas sociedades polarizadas debido al quiebre institucional perpetrado por regímenes militares en América Latina al servicio de los más pudientes.
Si bien Arias es consciente que con este tipo de teatro vivencial no se resuelve nada, lo importante para mí es que por medio del arte y el poderoso don de saber contar historias, se logra tender puentes, rescatar el imperioso diálogo, la argumentación y el discurso civil tan fundamentales en sociedades postconflicto en búsqueda de prácticas de convivencia pacíficas. ¿Cómo hablar entonces del pasado para aspirar a la reconciliación?
En esa larga franja histórica de inestabilidad política, dictadura, el retorno a la democracia, el conflicto armado y su desenlace, ¿quiénes eran y qué hacían tus padres cuando naciste? ¿Qué sucedía en Guatemala? Yo les cuento otro día.
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