lo que podría interpretarse como un avance en la ruptura del silencio. La desagregación por sexo de la víctima pone en evidencia que la violencia intrafamiliar se relaciona directamente con la violencia contra la mujer: nueve de cada diez víctimas lo son.
En efecto, la violencia tiene un patrón de género. La reciente investigación del BID (Estimaciones causales de los costos intangibles de la violencia contra las mujeres en América Latina y el Caribe) arranca con esa afirmación: “Cuando los hombres sufren una agresión, es más probable que sea a manos de un extraño, mientras que las mujeres sufren la violencia sobre todo a manos de su pareja”. Esa situación –que no es sólo suposición pues cuenta con un sustento empírico-analítico– estremece, sobre todo en nuestro país, territorio manchado por tantos femicidios.
Busco y encuentro las cifras de estos acontecimientos extremos. Cuesta leerlas, duele leerlas: el año pasado se registraron y tipificaron 246 casos como tal (INE con datos de MP). El acumulado para los últimos cinco años (entre 2008 y 2012), según esta fuente, es de 979 femicidios. Regresan a la mente las noticias, los nombres, las lágrimas derramadas, las secuelas.
Es Cristina, es Wendy, es Guadalupe, es María Angélica, es Alma Carolina, es Juana, es Evelyn Lucrecia, es María, es Florence. Son tantas. Lamento hondo en el alma de Guatemala.
Y los datos, cuan valiosos, cuentan una parte visible de la historia. Sólo una parte pues, por la misma naturaleza del fenómeno, es difícil registrar lo acontecido en ese ámbito íntimo y privado. Pues lo que ocurre en el hogar, en sociedades como ésta más que en muchas, ahí se queda. Pero aun incorporando la incidencia de violencia doméstica sin importar si se denuncia o no (como lo hace el módulo de Violencia Intrafamiliar de la Encuesta de Salud Materno Infantil), los datos seguirán presentando sólo el esbozo del fenómeno.
Más allá de lo que puedan captar los cuestionarios y boletas para la cuantificación estadística, hay muchas expresiones de violencia intrafamiliar que no podrán ser recogidas: por la sutileza de éstas, por miedo a expresarlo, por vergüenza y negación a asumirlo, o por aún falta de conciencia respecto a lo que es ser violentada.
Y son muchas y múltiples las manifestaciones: son gritos, insultos, desprecios, gestos, golpes reales, golpes deseados. Son privaciones, aislamientos forzados, imposiciones, limitaciones, controles. Agresiones, violaciones, muertes.
Y son muchos y múltiples los mensajes: No puedes, no vales, no sabes, no sirves. No digas, no hagas, no cuestiones, no intentes, no te expreses, no opines. No te veo, no te escucho, no mereces. No pienses, no sientas, no sueñes, no seas, no vivas.
Y la violencia hacia la mujer, hacia la madre; afecta de innumerables formas. Unas visibles y tangibles: obvias. Otras sutiles e intangibles: no obvias. Pero todas con resultados. Dolor silencioso, pero masivo y profundo. Lastre expansivo más allá de la víctima directa, pues la violencia contra la madre corroe a los hijos, así como la violencia contra los hijos corroe a la madre. Y si el patrón no se rompe, la probabilidad de heredar un futuro violento (como agresor o como víctima) se potencia.
La violencia intrafamiliar y de género no es algo mínimo en nuestra sociedad, está enquistada en nuestra cultura. Y no es ligera, es severa. Y sus efectos, las heridas ocultas, afectan sin duda alguna más allá de lo evidente. La leemos, la vemos seguido: de cerca y de lejos. La dejamos pasar, la toleramos, la perdonamos, la olvidamos. ¿Hasta cuándo? ¿Cuánto más? ¿Hay mínimos aceptables? No. La laxitud y la tolerancia alimentan y mantienen vivo al monstruo.
Ayer, 25 de noviembre, se celebró el Día internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer: invitación para la reflexión.
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