Justo en el momento que escucho el disparo, abro los ojos y me encuentro con el cuerpo empapado en sudor. El corazón está a punto de reventar hasta que respiro, como que si fuera la primera o la última vez, y me doy cuenta que sigo con vida. Transcurre media hora, hasta volverme a dormir.
La pesadilla siempre es recurrente. He llegado a pensar que es el resultado de varios asaltos y la necedad de seguir ojeando los periódicos amarillistas que tienen la capacidad de inspirar la peor de las barbaries.
Ayer el sueño fue diferente. Soy parte de una turba que se encuentra gritando a mitad de la calle. En el centro de la muchedumbre se arrastra un asaltante de diecisiete años que había intentado robar un celular. Nos sentimos como héroes, mitad confundidos, mitad como locos, exigiendo la muerte del joven. Mientras tanto, los vehículos transitan a un lado de la aglomeración, de prisa y sin detenerse; los peatones buscan al joven y toman algunas fotos para luego ser colocadas en las redes sociales.
La turba cada vez se hace más grande. El asaltante ahora se encuentra hincado, con las manos atadas detrás de su espalda, desnudo y con el cuerpo teñido en sangre. Su mirada se detiene en el pavimento mientras recibe los golpes de la gente. Nadie se libra de azotarlo, ni siquiera los niños que con ayuda de sus padres le dan un golpe. Volteo y me da la sensación de estar en una piñata, ansiosa por mi turno, esperando que mi golpe sea el que haga explotar todo. Euforia, risa, y todo el odio del mundo prevalece entre nosotros. Nada nos detiene y nada nos detendrá. Clamamos por justicia, luchamos por la paz, exigimos igualdad, y defendemos nuestra Patria.
Es mi turno. Una mujer me entrega un palo. Le daré en la cara, por no ser más que un ignorante y sinvergüenza. Quiero que mi golpe lo termine de tumbar al suelo y que lo deje sin vida. Me preparo para golpearlo, como lo hace un beisbolista justo antes de batear. El palazo va directo al pómulo, con todas mis fuerzas y toda la rabia acumulada. Segundos antes del impacto, el joven levanta la mirada. Me encuentro con sus ojos, negros, llenos de horror. Lo reconozco. Es un hijo, un hermano, un nieto, un amigo. Ya no puedo detener el golpe que lo impacta en la cara, haciéndolo caer al suelo. La multitud vitorea.
¿En qué nos hemos convertido? Somos esa turba enfurecida, con sed de venganza, que se resiste una y otra vez a confrontar el verdadero problema. Estamos tan llenos de apatía que nos negamos a reconocer las condiciones de desigualdad que existen y por eso nos creemos en la capacidad de ser omnipotentes y decidir sobre la vida de alguien; o nos limitamos a polarizar los vehículos, blindarlos, y promover medidas como las de un chaleco para los motoristas, pretendiendo ahuyentar el problema.
Mientras tanto el joven yace en el suelo, el día continúa, y se estima que 340 personas más serán despojadas de sus celulares durante el día. Espero yo no ser una de ellas.
* Estudié Derecho en la Universidad Rafael Landívar, graduándome como licenciada en Ciencias Jurídicas y Sociales, nunca habiendo ejercido. He trabajado en Bienestar Social, Fundación Fernando Iturbide y Sistema de Orquestas de Guatemala. Intento escribir los jueves, día en el que me reúno con un grupo de amigos y escritores. Ahora también escribo para esta Plaza, con el único objetivo de expresarme a través de mis ideas y opiniones. Siempre disfruto de la buena lectura, de la familia y amigos con sentido del humor, de una cerveza fría, chocolates y la compañía de un perro.
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