Era un viaje de regreso normal como cualquier otro, especialmente porque era un lugar familiar: el Aeropuerto Internacional de San Salvador, al que muchas veces había llegado por razones de trabajo, y esta vez no había sido la excepción: había participado en un encuentro centroamericano para pensar los desafíos de la democracia en la región. Tan absorto iba en mis pensamientos y reflexiones luego del evento, que ni me percaté del peligro que se cernía sobre mí. Un agente de seguridad antinarcóticos del Aeropuerto me preguntó el motivo de mi visita; sorprendido por tan impertinente pregunta que nunca antes me habían hecho, que respondí lo primero que se me vino a la mente: un viaje de placer.
Las siguientes preguntas me pusieron en guardia: ¿Quién me había invitado?, ¿En qué hotel me había hospedado?, y otras preguntas similares. Empecé a responder más concretamente a cada una de las preguntas, pero entonces, el agente notó que entre la primera versión y la segunda, había una incongruencia. ¿Y no que era un viaje de placer? Molesto por tanta pregunta, cometí el error de preguntarle si había algún problema. En mi mente, recordaba que siempre que viajo, tengo una especie de “imán” para atraer agentes de seguridad antinarcóticos, por lo que ya estaba predispuesto a estar molesto.
La reacción del agente fue peor de lo que esperaba. Me sacó de la fila de pasajeros que esperaban ser atendidos, y me llevó a un lugar aparte. Su sonrisa malévola me hacía presentir un mal momento. Un compañero del agente que me llevaba intuyó mi molestia, y me recomendó en voz baja: “tranquilícese, o le va a ir peor de lo que imagina”.
El guardia que me custodiaba puso mi maleta de mano en una mesita, y empezó una detallada y minuciosa revisión. Abrió las bolsitas de té que llevaba, probó la pasta de dientes pequeña que traía, revisó la ropa sucia, e inclusive me hizo abrir todos los paquetes de regalos que llevaba en la maleta, además de que comprobó detalladamente cada aparato electrónico que portaba en mi poder. ¿La premisa? Hacerme perder todo el tiempo del mundo, además de demostrarme claramente que él tenía la autoridad para incluso hacerme perder mi vuelo. Jugando con mi orgullo, me sugirió incluso que si no me calmaba, hasta una revisión física detallada me iba a hacer pasar, amenaza que no me cayó nada en gracia, así que tragándome mi enojo e impaciencia, me limitaba a sonreírle y callar.
Luego de un rato de este tormento, el agente se calmó, al ver que no había ya más reacción de mi parte. Finalmente, luego de casi 35 minutos, me dejó marchar. En mi previsión normal, yo siempre llegaba al aeropuerto con suficiente tiempo, así que el incidente no pasó a mayores.
Ya en la seguridad del avión, reflexioné mucho sobre el incidente. ¿Qué misterioso fenómeno ocurre en nuestras latitudes, en las que las autoridades se sienten tentadas frecuentemente a ejercer arbitrariamente su poder? Las últimas palabras del agente antinarcóticos fueron muy ilustrativas de esa tentación del poder: “Yo no sería autoridad si no hiciera valer mi poder para someterlo a mi voluntad”.
Lamentablemente, en Guatemala este pensamiento está muy arraigado en quienes ejercen el poder político: tener poder significa aprovecharse al máximo de los recursos que otorga el cargo, para demostrarle al resto de mortales que deben inclinarse ante su voluntad. Precisamente por ello, cada cuatro años, el resto de actores sociales y políticos transitan en un camino que lleva de la completa y absoluta sumisión, a la completa y absoluta confrontación con el poder político. Ese es el misterio de fondo que impide cíclicamente la posibilidad de alcanzar acuerdos duraderos –al estilo del Pacto de la Moncloa en España– que permitan a Guatemala tomar las medidas necesarias para superar sus desafíos.
Combatir la idea de que ejercer el poder es sinónimo del abuso sistemático de los recursos y símbolos que da la autoridad del cargo político es uno de los aspectos fundamentales que debemos alentar para transitar a una verdadera democracia.
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