La existencia del libre albedrío es una de las creencias más profundas de la humanidad. Abarca casi todas las áreas del conocimiento humano, nuestras vidas y las cosas que más valoramos. Nuestros sistemas legales, nuestra forma de hacer política, nuestras relaciones personales y la mayoría de creencias religiosas dependen, fundamentalmente, de la creencia en que todo ser humano está en perfecto control de sus pensamientos y sus acciones.
El término “libre albedrío” ha sido definido de diferentes maneras por los filósofos; algunas más claras y útiles que otras. La escuela libertaria, por ejemplo, basa las condiciones para la existencia del libre albedrío en el criterio de si una acción es causada o no. Por ejemplo, si estando detenido en un semáforo alguien lo choca por atrás y usted termina lastimando a un peatón que intenta atravesarse la calle, entonces el golpe fue causado por el auto de atrás. Usted no escogió lastimar al peatón y, por lo tanto, usted no es responsable de sus heridas.
Creo que todos estamos de acuerdo en que castigar a alguien que se encuentre en una situación parecida, no es lo más sensato y no evita que algo así vuelva a suceder en el futuro. Si en cambio, yo estoy detenido en el semáforo y al ver al peatón le echo el carro encima, yo debo de ser responsabilizado de mis acciones. Aquí no hubo causa externa que me “empujara” hacia el peatón.
De situaciones como esta, se ha desarrollado la idea de que para que una acción sea libre, tiene que carecer totalmente de una causa. Según la teoría libertaria, alguien actúa libremente cuando lo hace sin causas o restricciones previas. Un ejemplo de esto sería la decisión de George W. Bush de invadir Irak.
Dicho de otra manera: al encontrarnos en una situación en la que debemos de escoger entre dos o más alternativas, siempre pudimos haber escogido una opción diferente a la que terminamos escogiendo. Si pudiéramos retroceder el tiempo hasta algún punto en el pasado en el que tuvimos que tomar una decisión y con todos los átomos del Universo en exactamente el mismo estado, tener libre albedrío significa que pudimos haber tomado una decisión diferente. Los libertarios creen que a menos de que alguien tenga algo similar a una pistola en la cabeza, sus decisiones son el producto de su libre albedrío. Pero, ¿hace esto algún sentido?
Tanto en sentido filosófico como científico, la respuesta es no. Todo lo que conocemos acerca de la naturaleza del Universo y nuestros últimos avances en las ciencias cognitivas sugieren que no es más que una ilusión—una ilusión tan convincente que ni siquiera suele pasar por nuestra mente la idea de que no existe.
David Hume argumentó en el siglo XVIII que lo que consideramos como decisiones libres son en realidad el producto de eventos en nuestra mente—creencias, preferencias, gustos, deseos, sentimientos, etc. Así, la decisión de Bush de invadir Irak fue el producto de su ideología política, intereses económicos personales y hasta de sus fuertes convicciones religiosas. Aunque hayan otros factores en juego, lo que es seguro es que su decisión no surgió de la nada sin ninguna creencia, interés, preocupación o expectativa que la causara.
Hume también observó que una acción no puede ser considerada libre a menos de que haya sido causada por deseos, sentimientos, intenciones o algo similar. Una persona puede comenzar a desarmar su computadora porque está demasiado lenta y cree que el problema puede solucionarse agregando más memoria RAM. Si comenzara a desarmarla de la nada, sin ningún deseo o creencia previa, cuestionaríamos severamente su cordura y su capacidad de auto-control. ¿Acaso no es cierto que una acción que no sea causada por algo que una persona crea, sienta o desee, es precisamente el tipo de acción que juzgamos como afuera de su control? Y así, por lógica, Hume demostró la incoherencia de las ideas libertarias del libre albedrío.
Por si esto no fuera suficiente (para muchos no lo es), desde la era de Isaac Newton sabemos que el Universo funciona de acuerdo a leyes físicas fundamentales. Estas “leyes” determinan el comportamiento de todos los objetos del Universo—desde diminutos átomos hasta enormes planetas, estrellas y galaxias. Los humanos, por muy especiales que nos consideremos, no somos ajenos a este sistema.
Nuestros brazos, piernas, estómagos, cerebros y todas las demás partes de nuestro cuerpo están hechas de átomos; en su mayoría, organizados en moléculas de carbono. La organización de todos y cada uno de estos átomos está determinada por nuestro ADN y nuestro entorno, que a su vez están determinados por las leyes físicas que rigen el Universo. Pensemos en qué es lo que sucede cuando tomamos una decisión, o cuando hacemos algo tan simple como mover un brazo para abrir una puerta:
Nuestras neuronas generan actividades electroquímicas en el cerebro y se envía una señal eléctrica a lo largo de nuestro sistema nervioso. Algunos músculos de nuestro brazo se contraen y otros se flexionan. Las articulaciones de nuestra mano comienzan a moverse de una forma particular para acoplarse a la forma de la perilla; hacemos contacto con ella y la giramos. Empujamos la puerta y se abre. Nos queda la impresión de que todo esto fue el producto de una acción libre de nuestra parte, pero todas las partes de ese proceso están gobernadas por leyes naturales; desde la “intención” de abrir la puerta hasta el movimiento corporal necesario para ejecutarlo.
Escoger entre un helado de limón o uno de mandarina no es un proceso demasiado diferente, por lo menos a nivel cerebral. Cuando caminamos hacia la heladería, acarreamos con nosotros toda una historia de condiciones, eventos y genes que van a ser determinantes en nuestra decisión, aunque no estemos conscientes de ellos. Aunque deliberemos detenidamente sobre los pros y los contras de comernos el helado de limón por sobre el de mandarina, dicha deliberación es producto de actividad cerebral que es gobernada por las leyes naturales. Tal vez podamos explicar nuestra decisión apelando a que preferimos el sabor ácido del helado de limón que el dulce del de mandarina, pero ¿podemos acaso explicar por qué preferimos el sabor ácido?
Con los apresurados avances tecnológicos de las últimas décadas, ahora es posible observar detalladamente el cerebro humano en el momento exacto en el que surge un pensamiento, en el que tenemos un sentimiento, en el que nos invade un deseo o en el que tomamos una decisión. El neurocientífico Benjamin Libet—pionero en las investigaciones científicas sobre la consciencia humana—realizó una serie de experimentos en la década de los años 70 que demostraron que las decisiones son producto de actividad cerebral inconsciente que luego pasa a nuestra consciencia y que interpretamos como una decisión libre. Es decir: cuando “decidimos” ordenar un helado de limón en lugar de uno de mandarina, la decisión está tomada en nuestro inconsciente varios segundos antes de que “sintamos” que tomamos tal decisión. A su vez, tal decisión está determinada por sucesos externos ajenos a nuestro control.
Si pudiera tener un escáner cerebral sobre mi cabeza mientras estoy frente al mostrador de la heladería, un científico que esté sentado observando mi actividad cerebral en una computadora puede predecir con altos niveles de exactitud cuál de las dos opciones voy a tomar. Incluso, puede hacerlo con hasta 5 o 10 segundos de anticipación. Con sólo observar mi actividad cerebral, el científico puede conocer lo que pienso antes de que yo mismo lo piense.
Todo esto puede sonar absurdo pero contamos con evidencias robustas para creer con bastante certeza que este es precisamente el caso. El aceptar que el libre albedrío es únicamente una ilusión no implica tirar a la basura nuestras ideas sobre responsabilidad moral o libertad sociopolítica, pero sí nos fuerza a considerarlas bajo una nueva luz y a modificar la forma en la que pensamos sobre muchas de las cosas que más nos importan.
Pero eso es tema para otro artículo...
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