Así, resulta que en Ciudad Quetzal, una de tantas “ciudades dormitorio”, ubicada en el municipio de San Juan Sacatepéquez, un grupo “de seguridad”, vapuleó a cuatro personas por “no pagar el impuesto de seguridad”. En paralelo, el Ministerio de Gobernación presenta el mapa de ingobernabilidad, mismo que, curiosamente, o quizá no tan curiosamente, coincide en mucho con espacios de resistencia comunitaria a la explotación irracional de los recursos naturales. Días después, dos cuerpos sin vida,...
Así, resulta que en Ciudad Quetzal, una de tantas “ciudades dormitorio”, ubicada en el municipio de San Juan Sacatepéquez, un grupo “de seguridad”, vapuleó a cuatro personas por “no pagar el impuesto de seguridad”. En paralelo, el Ministerio de Gobernación presenta el mapa de ingobernabilidad, mismo que, curiosamente, o quizá no tan curiosamente, coincide en mucho con espacios de resistencia comunitaria a la explotación irracional de los recursos naturales. Días después, dos cuerpos sin vida, masculinos, aparecen en San José Pinula, en un lugar distinto al sitio en donde les asesinaron. Según la prensa, ambos cadáveres –el de un niño de 14 años y el de un joven de 19–, tenían heridas de bala en la cabeza.
Aunque los tres hechos no guardan concordancia geográfica o factual, sí es visible un hilo que hilvana la preocupación al respecto: ¿qué lógica encierra la política de seguridad del gobierno de turno? En esencia, tenemos a un grupo ilegal que viola derechos y libertades, en una práctica de tolerancia por parte del Estado; unas declaraciones oficiales que criminalizan la organización social comunitaria y la sospecha fuerte de una campaña de mal llamada limpieza social.
Una lógica que refleja la filosofía de la cual se nutrió la política contrainsurgente durante el conflicto armado así como la que ejecutó el gobierno de Oscar Berger Perdomo, por medio de su titular de Gobernación, Carlos Vielman Montes. Dicha lógica, por demás perversa, nace de ignorar los preceptos constitucionales sobre las libertades y garantías, así como la doctrina sustantiva de la Carta Magna, relativa al carácter antropocéntrico que la nutre.
De tal cuenta que las políticas, organización y despliegue del sistema de seguridad, lejos de centrarse en la protección de la persona y la garantía de vida, se dirige a sostener el aparato de Estado o a privilegiar intereses sectoriales. De allí que la salida supuestamente fácil de la ejecución extrajudicial, aparece como “aceptable” en el entorno social que alimenta la filosofía de la población “desechable”.
En esa apuesta por la “gobernabilidad” en el sentido del autoritarismo, la organización comunitaria es entendida como una amenaza y al ser tratada como tal, se le lleva al tamiz de la construcción del nuevo “enemigo interno”. Un imaginario conceptual, engrosado con la presunción de que hay un “actor extranjero que engatusa a las comunidades”, que puede ser el preámbulo de la justificación de intervenciones represivas a fin de “limpiar” las zonas de conflicto para la explotación abusiva del territorio y los recursos naturales.
Por lo tanto, aquella función constitucional relativa a garantizar la vida y el disfrute pleno de derechos, como fin supremo de una política de seguridad en democracia, deviene en antónimo de la práctica gubernamental. No solo del actual régimen sino del conjunto de gobiernos que se han sucedido desde el inicio de la etapa formal de la democracia y que se han agudizado en los últimos tres lustros. Si Berger fue prolijo en las ejecuciones extrajudiciales y la incubación de los cuervos en las juntas o comités de seguridad, Álvaro Colom no se quedó atrás con los desalojos violentos, en tanto Pérez y su séquito, hacen sonar los tambores del merengue que reúne las prácticas de sus antecesores.
Así las cosas, lejos de vivir una transición armoniosa hacia un clima real de seguridad en democracia, vamos a seguir viendo cuervos sacar los ojos, funcionarios criminalizar la resistencia social comunitaria y estructuras de seguridad, practicando cacería con población marginada social y económicamente.
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