La comunidad de lectores de Plaza Pública, por medio de la página web y las redes sociales, ha levantado un debate muy interesante sobre todo el tema del trabajo infantil y la explotación laboral. Y queremos potenciar ese debate, que es muy profundo y atraviesa la sociedad y muchas de las causas de la pobreza y la desigualdad endémicas.
El argumento más conservador, que legitima en el siglo XXI el trabajo infantil, dice que es un mal menor ante la realidad de la pobreza extrema. Y que es mejor que un niño trabaje a que un niño se muera de hambre. Este argumento olvida la otra mitad de la ecuación. Si los azucareros y cañeros pagaran de manera justa a sus trabajadores, como debería hacerse con otras actividades económicas, las familias no necesitarían enviar a sus hijos a trabajar para cumplir con metas de producción y los podrían enviar a la escuela. Y el Estado tiene que cumplir con la Constitución y el estado de derecho para salvaguardar los intereses de los más débiles.
Son industrias con utilidades importantes. Están exentas del pago de impuesto al valor agregado (IVA) cuando exportan, prácticamente no tienen competidores internacionales en el mercado local, sus productos están en máximos históricos en las bolsas internacionales, hay casos en los que no pagan seguridad social ni prestaciones. No podrían argumentar pérdidas o escasez.
Este trabajo infantil y esta explotación laboral no podemos afirmar que se dé en toda la industria del azúcar, sino sólo en el caso paradigmático que pudimos comprobar de la finca de Otto Kuhsiek, presidente de la Cámara del Agro, de la que es parte la Asociación de Azucareros (Asazgua), y en los reportes de la embajada estadounidense filtrados por WikiLeaks, que hablan de explotación laboral como una práctica generalizada y negada por toda la industria. Rezago que sorprende al venir de un sector que fue el pionero en responsabilidad social empresarial.
Lo que sí se puede afirmar es que estos delitos son un reflejo del clasismo con elementos de racismo por las diferencias étnico-culturales entre patronos y trabajadores que siguen imperando en nuestra sociedad. Es un reflejo de la desigualdad en dignidad que la sociedad, y los poderosos en especial, reconocen para cada persona.
Ese clasismo y racismo, por ejemplo, echa siempre la culpa al débil de sus desventuras: Que tienen tantos hijos porque son unos bárbaros incivilizados y que son pobres porque quieren. No se han puesto a pensar que la idea de tener tantos hijos para que los mantengan de viejos puede ser un cálculo económico que sustituye a la seguridad social que asegure una vejez sin morirse de hambre.
El trabajo digno, objetivo para esta década en buena parte del planeta y en especial en el continente americano, debe ser uno de los pilares de la sociedad en Guatemala y de cualquier estrategia de desarrollo. Tener garantizado al menos un salario mínimo, que contemple prestaciones laborales y seguridad social debe ser lo mínimo en dignidad y lo mínimo para que podamos esperar que los guatemaltecos y las guatemaltecas rindan al máximo y también puedan disfrutar de los beneficios de la prosperidad económica, en especial de la agroexportación, que genera una buena parte de los empleos y las utilidades en el campo, aunque vale la pena recordar que son las pequeñas y medianas empresas las que más empleo construyen, así como las responsables de otro porcentaje de las violaciones laborales, que se extienden al trabajo doméstico, pues justifican las desventajas para sacar provecho de sus trabajadores.
Guatemala tiene una tradición esclavista: desde la colonia, multiplicada con nuestro siglo XIX y el modelo de desarrollo agroexportador que convirtió al país en uno de los cinco más desiguales del planeta; uno con escasos y pésimos bienes públicos como educación, salud y seguridad social o salarios dignos para revertir esa desigualdad; y, no por casualidad, uno de los siete más violentos del mundo.
Educación gratuita y de calidad; salud gratuita y de calidad; transferencias condicionadas que rompan el ciclo de la pobreza; y seguridad social y prestaciones no son una receta inventada en este editorial. Es el camino por el que siguen transitando los países que se desarrollan a una velocidad mayor y con más equidad, con más dignidad, con sostenibilidad.
La seguridad social en Guatemala necesita de una reforma profunda, que la convierta en universal y permita, por ejemplo, que los trabajadores fuera de la formalidad o en desempleo puedan seguir cotizando.
Después de 190 años como república, 25 años de democracia electoral y 15 años desde la firma de la paz, no podemos concebir el desarrollo sin dignidad en el trabajo. El nuevo gobierno, que tiene toda la intención de “hacer cambios profundos, no cosméticos”, en la sociedad y en el país, podría bien incluir el trabajo digno dentro de sus prioridades. Para lograrlo requiere de mucho y decidido esfuerzo para ir, paradójicamente, en contra de las creencias y prácticas de buena parte de la sociedad guatemalteca.