Por razones laborales he tenido la oportunidad de viajar a Perú y hemos tenido la suerte de coincidir con personas comprometidas con el análisis y el pensamiento crítico, intentando desarrollar estrategias que logren superar los grandes desafíos que ese maravilloso país tiene en la actualidad.
No podíamos llegar en un momento más crítico: el presidente Pedro Castillo, quién en menos de un año ha enfrentado un proceso de deterioro de su imagen y su gestión impresionante, corre el riesgo de repetir lo que en el Perú ya se ha vuelto casi una constante: una crisis política que lo lleve finalmente a dimitir del poder, o en el peor de los escenarios, a ser destituido por un Congreso ávido de buscar un culpable a la rampante crisis política peruana, una crisis de gobernabilidad que se ha repetido varias veces en los últimos años, al punto que el periodista Andrés Suarez atribuye a la tendencia a enjuiciar y encarcelar a varios expresidentes en las últimas décadas: «Contando desde Alberto Fujimori, hasta Martín Vizcarra, han sido seis los mandatarios con procesos judiciales, investigaciones, condenas, destituciones del Congreso, e incluso un suicidio, por casos de corrupción». Un récord nada envidiable.
En Guatemala podríamos tener un número similar de presidentes enjuiciados y encarcelados, pero debido a la cooptación del sistema judicial, esto se ha vuelto impensable. El sistema político guatemalteco también acarrea signos similares de inestabilidad y corrupción, con la notable diferencia que aquí, lejos de encarcelar sospechosos de corrupción, el sistema los protege y los consiente: recordemos, por ejemplo, las condiciones privilegiadas en las que se hospeda el expresidente Otto Pérez Molina, y la impunidad que rodea al resto de expresidentes, empezando por Jimmy Morales, continuando con Álvaro Colom y los sucesivos exmandatarios hasta llegar a Jorge Serrano Elías y el fallecido Álvaro Arzú.
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Al escuchar a nuestros interlocutores en Perú, he tenido la sensación de que hay un enorme paralelismo entre ambos países: por un lado, un Estado debilitado e incapaz, que es percibido por los líderes políticos como un botín que hay que conquistar; un sistema de partidos políticos poco representativo y con una creciente desconexión con los ciudadanos; un racismo cultural y estructural dominante en los discursos públicos y en el imaginario colectivo, y un territorio que difícilmente es controlado por las instituciones del Estado: en el 2009, ocurrió un hecho que puede hablar muy bien de un Perú fragmentado, ya que ocurrió el llamado «Baguazo»: en esa fecha, fuerzas de seguridad del Estado se enfrentaron a la comunidad indígena Wampis, con un saldo trágico de 33 personas muertas, la mayor parte de las fuerzas del orden, que se vieron incapaces de resistir a la determinación de un pueblo en defensa de su territorio, como una doloroso recordatorio que el Perú aún tiene una deuda histórica con los pueblos originarios, aspecto que es igualmente parecido a lo que sucede en Guatemala.
La diferencia que nos llevó a viajar a Perú, sin embargo, fue el júbilo con el que hace menos de un año, asumía el poder un presidente al que se pensaba, iba a romper con esa tradición política autoritaria y corrupta que puede visualizarse en el sistema político peruano: en Guatemala, desde hace varios años, hemos intentado de diversa forma y con diversas estrategias, favorecer una gran transición política, de manera que se altere esa tendencia negativa de autoridades que lejos de conectarse con los deseos y anhelos de la ciudadanía, se ha dedicado a defender intereses sectarios y poco representativos, de manera que siempre el ocupante de la silla presidencial del momento, es percibido como el peor presidente de la historia, dudosa distinción que perdura todo el mandato presidencial, hasta que se tiene la desgracia que asuma el nuevo candidato: el nuevo presidente no tardará en ganar esa terrible distinción.
Lamentablemente, Pedro Castillo no ha estado a la altura de las circunstancias, y lejos de representar la esperanza de democratización y desarrollo del Perú, ha continuado con la inercia política del saqueo, el debilitamiento de las instituciones políticas y la búsqueda de inmunidad, con lo cual ha favorecido la enésima crisis del sistema político peruano. En los próximos días, intentaremos extraer las lecciones aprendidas del caso peruano, de manera que encontremos un remedio para la inestabilidad que caracteriza tanto a Guatemala como a Perú.
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