Muchos salen para conocer otros lugares y otras realidades con fines netamente turísticos, y retornar a Guatemala termina siendo una obligación, más que una opción o una decisión voluntaria. Las experiencias en otros países o regiones como Estados Unidos, Sudamérica o Europa son muy distintas a la que se vive en Guatemala, donde no se poseen medios de transporte públicos alternativos a los buses, veredas amplias para caminar, espacios amigables para las mascotas, áreas recreativas al aire libre, opciones de interacción y de entretenimiento como teatro, musicales o diversas presentaciones de artistas locales o barriales en vivo, etc.
Salir al exterior es un privilegio, pero, más aún, el privilegio se encuentra en quienes logran ver con otros ojos esas experiencias para integrarlas a su propia realidad, entorno y contexto. Sin embargo, al ver a nuestro alrededor, en lo urbano y en lo rural, vemos que los privilegiados, los que van y vienen, no traen consigo esa mirada, sino únicamente el ego de poder acceder a esos espacios exclusivos sin más que pensar. Retornan con aires de experiencias de primer mundo, se jactan de novedades tecnológicas, de servicios públicos dignos y de una mejor calidad de vida en esas sociedades, pero es casi imposible visualizar esas experiencias en un país como Guatemala, pues acá el poder se centra y concentra en eso mismo: en mantener a la población carente y con necesidad para mantener una estructura que alimenta a pocos mientras explota a muchos.
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Para la mayoría de la población, el día a día transcurre entre la necesidad y la supervivencia. Es casi imposible detenerse a pensar en un ideal de servicio y en lo importante que es exigir mejores condiciones de vida a través de lo público. El día a día es tan desgastante y agotador que la mayor parte del tiempo dificulta visualizar una Guatemala diferente. Se está tan acostumbrado a la explotación de la mano de obra, a la segregación, a la discriminación, al consumo irracional, a la ausencia de recreación sin consumo, a la queja cotidiana de lo que está mal sin ver una alternativa diferente porque simplemente así ha sido siempre. Hemos normalizado la ausencia de agua potable en muchas áreas del país, la falta de áreas recreativas al aire libre, el caminar sobre la calle a falta de banquetas, el caminar en zonas oscuras e inseguras por falta de iluminación y de circulación peatonal. Hemos aceptado un sistema educativo y de salud mediocre y deficiente, que ha cobrado el desarrollo y la vida de muchas personas negando oportunidades y acceso a servicios de calidad. Hemos normalizado la pobreza, la desnutrición, la desigualdad, la inseguridad, la corrupción y el nepotismo en las instituciones públicas, así como las múltiples violencias del día a día que afectan a mujeres y a hombres en diversas escalas.
Es necesario girar la vista y buscar otras rutas para comprender que caminar por el mismo sendero no nos deja ni nos muestra nada diferente a lo que merecemos. Es posible un país diferente con gestión pública digna, con una mejor calidad de vida para los habitantes, con acceso a áreas recreativas, a mejor educación pública, a transporte público seguro y accesible, con calles iluminadas, con veredas amplias y seguras, con espacios amigables para las mascotas y con muchas cosas más. Pero es necesario que quienes tenemos ese mecapal en la espalda y en la frente alcemos la vista y comprendamos que lo que actualmente tenemos y la forma como vivimos no es ni destino ni casualidad. Ha tenido un fin durante muchos años, y ese fin no ha sido el llamado bien común.
Siento la obligación de traer a debate la posibilidad de una gestión pública diferente, pero de ello depende que las ciudadanas y los ciudadanos se comprometan a informarse, a exigirla y a hacerla cumplir. No es normal un Estado ausente en la vida de la mayoría, cumpliendo los caprichos de unos pocos para seguir manteniendo el poder a través de la precariedad social, cuando hay recursos para prevenirla y erradicarla.
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