En tiempos cuando está de moda ser intolerante mientras se dice lo contrario, cuando los extremistas ensanchan sus filas con expertos —en el insulto y la burla—, parece ser pertinente hacer un llamado a la calma y a la moderación. Lo oportuno ante tanta exaltación es una buena dosis filosófica nutrida de preguntas con pocas respuestas definitivas. Para ello recurro a la exquisita prosa de Ortega y Gasset, en la cual encuentro esperanza. Sin preverlo, la escribe para nosotros, capaces de «dominar todas las cosas», menos a «nosotros mismos».
Las palabras de Ortega poseen una vigencia sorprendente. En La rebelión de las masas escribe —desde una visión aristocrática— que hay dos tipos de persona: masa y minoría. Lejos de ser una división de clases sociales, el filósofo las distingue por su nivel de autoexigencia. Afirma que, a causa del advenimiento de la técnica, la persona promedio ha ido mejorando sus condiciones de vida. Un fenómeno deseable, sin embargo, entraña una terrible amenaza: la de que un grupo de personas poco disciplinadas, que ignora el esfuerzo detrás de lo que llamamos civilización, ocupe un lugar predominante.
Ortega define al hombre promedio como un ser radicalmente distinto, pues desde la nueva comodidad vital busca «la libre expansión de sus deseos» con una «radical ingratitud hacia cuanto ha hecho posible la facilidad de su existencia». La ingratitud son los ojos que observan el pasado con desdeño. Es la corta memoria que olvida lo que tienen que decir los muertos y los vuelve a matar. Es el corazón que no valora el esfuerzo en los cimientos de la democracia o del Estado, que los abandona a su propia suerte y que no se esfuerza por mantenerlos. El ingrato es nuestro amigo que no vota, que se desinteresa de la política, que piensa en consumir y producir, que tiene enorme capacidad, «pero [que] no sabe qué realizar», el que vive «perdido en su propia abundancia»: abundancia de medios, pero carente de fines.
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El liberalismo, en palabras de Ortega, es la suprema generosidad de las mayorías que permiten la convivencia de los que piensan y viven distinto. Es «el más noble grito que ha sonado en el planeta». Pero toda nobleza requiere un esfuerzo, autodominio. Es un grito del cual queda solo un eco distante. Reaparece esa persona que «no quiere dar razones ni quiere tener razón, sino, sencillamente, se muestra resuelto a imponer sus opiniones». O la que no acepta las condiciones que impone la verdad o la cultura, que pretende liberarse de ella, hasta que sus ideas no son más que «apetitos con palabras».
En un mundo donde nuestra educación se centra en la técnica, en hacernos más eficientes, que olvida la sensibilidad del espíritu, se rompe el pacto de civilización. Nosotros, que disfrutamos de todo aquello de lo cual ignoramos cómo funciona, hemos olvidado que la civilización, entendida como voluntad de convivencia, debe mantenerse o corre el riesgo de acabar, de manera subrepticia, en barbarie. La imposición, por más noble que sea, rompe la convivencia de los diferentes.
El mundo de la posverdad solo es posible en uno donde la verdad consensuada cada vez importe menos. Paradójicamente, existen más expertos que desde su parcela decretan verdades parciales, que dan seguridades temporales y las acaparan en ciencia objetiva. El imperio del dato vuelve el asunto incuestionable y, por lo tanto, factible de ser impuesto. De ser una verdad consensuada pasa a ser una impuesta. Se olvida que las verdades «están hechas solo para la discusión» y que en democracia eso debe fomentarse: discusión y consenso. Sin embargo, cuestionar las verdades impuestas u opinar de manera distinta a ellas se convierte en oficio de alto peligro, pues, cuando la masa reacciona, «lo hace solo de una manera, porque no tiene otra: lincha».
No nos extrañe entonces cuando Vallespín, en un artículo muy atinado, anuncie la muerte del intelectual clásico —que le dice la verdad al poder, y no al revés—, sustituido por el tertuliano. O, en la versión de Pedro García, por el «intelectual orgánico al servicio de lo políticamente correcto». Por más que uno esté en lo correcto, debe saber enfrentar las ideas, y no a las personas. Debe respetar los trámites de la convivencia, que a veces son lentos. Debe ser paciente y entender que hay verdades que tardan en asentarse. Porque, si no, ¿qué garantiza que más adelante otra imposición, esta vez equivocada, venga y nos destruya?
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