Hablo de Guatemala, sí. De su ciudad capital, de esa Guatemala donde los gobernantes bendicen a diestra y siniestra e invocan el nombre de Dios para difuminar todas sus barrabasadas. Esa Guatemala de cristianos y de otros credos que anuncian la salvación. La Guatemala de los megatemplos y del rasgar de vestiduras, pero también del crujir de dientes.
Se trataba, según diversas noticias de prensa, de un lugar infrahumano, donde cabían unas cuatro personas apretujadas, sin agua potable, sin baño, al cual también le llamaban cuarto de reflexión. Lugar infernal donde el 17 de octubre de 2013, producto de un castigo, murió una joven que tenía capacidades diferentes. Fue golpeada y asfixiada con una bufanda, y, pese a que pidió ayuda, ninguna de las personas encargadas de su bienestar la auxilió. Así lo dijo el fiscal encargado del caso.
Quiero pensar en algo que me esclarezca el entendimiento (respecto a la conducta de quienes estaban al frente del Hogar Seguro Virgen de la Asunción en aquel momento), y me aparecen enfrente la lobreguez y la nada.
Y más tenebrosa me parece la postura de las personas que aseguran —como si hubiesen conocido a cabalidad el entorno de esas pobres víctimas— que recibieron su merecido.
Tratar de escudriñar esas realidades agota, cansa. No obstante, después de mucho reflexionar acerca de ello (la tortura y la muerte de una adolescente confiada al resguardo del Estado), solo puede concluirse que el oscuro enigma del mal es iterativo, que está incrustado en nuestras sociedades, en el Estado y en muchos funcionarios de los gobiernos de turno. Oscuro enigma al cual ya nos acostumbramos.
Al respecto, Morris West explica lo siguiente: «Si uno seduce o brutaliza a un niño, se forja una víctima o un criminal. Si se soborna a un servidor del Estado, en poco tiempo más ya pueden escucharse los insectos que en los velorios carcomen las vigas del techo de la sociedad. La enfermedad del mal es pandémica: no perdona a ningún individuo, a ninguna sociedad, porque todos están predispuestos» [1].
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¿Acaso no están ya carcomidas las vigas de nuestra sociedad y de nuestro Estado? A mí me parece que sí.
Cuando oigo y veo a lo más rastrero del Congreso tratando de promover una ley para encarcelar a quien los critique, cuando escucho declaraciones de un condenado en Suiza ordenándole a Jimmy Morales que expulse de nuestro país a la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala, cuando se le otorga la Orden del Quetzal a un colombiano patán que debió haber sido expulsado de nuestro territorio hace mucho tiempo, cuando escucho al vicepresidente de la república (Jafeth Cabrera, médico) minimizar la opinión de profesionales de la Liga de Higiene Mental con relación a la advertencia de los rasgos psicopáticos del presidente Morales y cuando veo a muchos sectores del pueblo aplaudir a sus opresores, ninguna duda me cabe: nuestras vigas están carcomidas.
Después de leer y releer el caso de La Bartocha, solo pude recordar esa definición del mal de Morris West en la obra anteriormente citada (pág. 125): «El mal es sereno en su enormidad. El mal es indiferente a la argumentación y a la compasión. No es simplemente la ausencia del bien. Es la ausencia de todo lo humano, el orificio negro en un cosmos desplomado en el cual incluso la faz de Dios es eternamente invisible».
Conste que el caso de La Bartocha (una de las tantas personificaciones del mal en Guatemala) es tan solo la punta del iceberg. ¿Qué más hay? Es tarea del Ministerio Público averiguarlo. Para fortuna nuestra (del pueblo de a pie y que no evade el pago de sus impuestos), los fiscales a cargo están actuando muy profesionalmente. Es decir, aún hay esperanza.
[1] West, Morris (1997). Desde la cumbre. La visión de un cristiano del siglo XXI. Buenos Aires: Javier Vergara Editor. Pág. 119.
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