El origen de la crisis actual de Guatemala se remonta al momento en que se fundaron las reglas político-electorales vigentes en la actualidad: el proceso de retorno a la democracia que se gestó en los años 1983 y 1984. Fue entonces cuando, en un intento apresurado por salir del primer plano que le había costado tanto descrédito, el alto mando del Ejército diseñó un proceso apresurado para entregarles de nuevo el poder a los civiles. Lamentablemente, en ese entonces la prolongada guerra civil había destruido todos los partidos políticos existentes, con excepción de la Democracia Cristiana Guatemalteca (DCG), por lo que el proceso electoral de 1985 se convocó sin un sistema de partidos políticos reales. Las consecuencias de esa decisión apresurada aún las vivimos en la actualidad: un sistema democrático con partidos políticos prácticamente inexistentes. La inexistencia de partidos, además, es el efecto combinado de varias disposiciones contenidas en la Ley Electoral y de Partidos Políticos (LEPP):
- Ausencia de financiamiento para la formación de partidos políticos y la campaña electoral (este defecto de origen hace que los partidos dependan casi por completo de los factores de poder dominantes —antes eran los empresarios legalmente constituidos; y ahora, después de 30 años de democracia, también los empresarios ligados al crimen organizado—).
- Hasta las elecciones de 2015, controles muy débiles del financiamiento privado de la política.
- Barreras muy altas de formación y requisitos mínimos de funcionamiento.
Estas características favorecieron la captura de las estructuras partidarias por parte de quienes pagaban para la estructuración del partido y, posteriormente, de quienes financiaban las millonarias campañas electorales. El financiamiento electoral anónimo, por lo tanto, jugó un papel fundamental en la captura del Estado y en la generalización de las redes de corrupción y tráfico de influencias, que hoy son el peor problema político que enfrentamos.
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Para completar este complejo panorama, la LEPP estableció un sistema de diputados que los blindó del control ciudadano. No son los electores quienes eligen a los diputados, sino esas estructuras partidarias tomadas por los intereses económicos y políticos dominantes. Y resulta que es el Congreso de la República el que tiene más poder en la estructura del Estado de Guatemala debido a las funciones que le confirió la Constitución de 1985: le otorga las funciones de fiscalizar a los ministros del poder ejecutivo, de nombrar a los magistrados del poder judicial y del Tribunal Supremo Electoral, así como a otros funcionarios clave (artículo 165), y de aprobar, improbar o modificar el presupuesto nacional (artículo 171), entre otras funciones clave.
Esta combinación de factores de poder ha sido fatal para la democracia guatemalteca. En la urgencia de construir partidos políticos para enfrentar las crisis periódicas que el sistema actual garantiza, los constructores de partidos crean opciones para las elecciones, y no para la democracia. Y si llegan al poder, se enfrentan a unas inercias institucionales que hacen prácticamente imposible generar cambios. Al final, el ciclo esperanza-decepción está plenamente garantizado, con el agravante de que quienes tienen la llave para cambiar el sistema son precisamente los que se benefician de este círculo vicioso construido desde la transición a la democracia en 1985.
Romper ese círculo vicioso es, por tanto, el desafío principal para quien quiera construir una democracia cualitativamente diferente a la que hoy tenemos.
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