No era la primera vez que atentaban en su contra. Quince días antes, el 9 de marzo, un sacerdote encontró en el altar de la basílica del Sagrado Corazón de Jesús una bomba que sería activada durante una misa que monseñor Romero oficiaría en conmemoración de la muerte de un ex procurador general de El Salvador. La bomba fue desactivada por la policía salvadoreña.
Indudablemente, la maquinaria del mal reprogramó el homicidio. Un cúmulo de hipótesis vino después de cometido. La mayoría, distractoras. Las posibles, escasas. Por ello, y ante la inminencia de su canonización, bien vale la pena dejar claras algunas certezas que han bullido a manera de ideas a lo largo del tiempo no solo en El Salvador, sino en el mundo entero.
- El arzobispo Óscar Arnulfo Romero era conservador. No era proclive a lo que se entendía en aquella época como izquierda, y sus biógrafos han dejado claro que no gustaba de la teología de la liberación.
- Era un hombre muy humilde. Se negó a una ceremonia de entronización para tomar posesión del arzobispado. Así, el 22 de febrero de 1977, en un sencillo acto en la capilla del Seminario Mayor de San José de la Montaña, inició su nueva misión sin bombos ni chinchines.
- Sabía escuchar. Uno de sus mejores amigos era el padre Rutilio Grande, un jesuita que había promovido el desarrollo campesino en la zona de Aguilares. El padre Rutilio, quien lo aconsejaba, fue asesinado el 12 de marzo de 1977.
Desde entonces pasó a defender a los pobres entre los pobres y a ser la voz de los sin voz. Ello le valió el martirologio.
Un día antes de que lo mataran había proclamado un sermón al cual se lo llamó la Homilía de Fuego. En su parte medular clamó:
«Yo quisiera hacer un llamamiento, de manera especial, a los hombres del Ejército. Y en concreto, a las bases de la Guardia Nacional, de la Policía, de los cuarteles... Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre debe prevalecer la ley de Dios que dice: “No matar”. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios. Una ley inmoral. Nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y de que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el Gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: cese la represión».
Y se catapultó su asesinato. La bala, directa al corazón.
Su viacrucis continuó aun después de su muerte. La maquinaria del mal siguió trabajando incluso sacristía adentro. No fue sino hasta la elección del papa Francisco cuando se defenestraron las calumnias que irrespetaron su memoria. Propició el papa el final de esa vía dolorosa con dos magnificentes estaciones. La penúltima, el reconocimiento de su obispo auxiliar, don Gregorio Rosa Chávez, como cardenal. La última, la proclamación de su canonización, que se hará efectiva este año.
Los datos reseñados pueden encontrarse en muchas páginas de Internet. Yo se los escuché de primera mano a mi padrino de graduación, el reverendo padre Jorge Toruño Lizarralde, S. J., a monseñor Juan Gerardi Conedera y a monseñor Gerardo Flores Reyes.
El sábado pasado se cumplieron 38 años de su martirologio. Descanse en paz, san Romero de América.
Más de este autor