El más reciente, el que deja atónito, el que llama a la ira y no permite el sueño tranquilo a quien se considere bien nacido, sucedió no hace más de diez días. Un anciano a quien le escamotearon durante años la cuota laboral del Instituto Guatemalteco de Seguridad Social (IGSS) fue baleado y matado en el momento en que exigía su inclusión en el programa de Invalidez, Vejez y Sobrevivencia (IVS). Supuestamente, el disparo lo hizo un guardia de seguridad de la finca para la cual laboró durante 25 años.
De haber sido así, ¡vaya premio el que recibió por sus cuotas descontadas y los años servidos!
¿Cómo no recordar esa terrible definición del mal que Morris West consigna en uno de sus libros considerado profético?[1]: «El mal es sereno en su enormidad. El mal es indiferente a la argumentación y a la compasión. No es simplemente la ausencia del bien. Es la ausencia de todo lo humano, el orificio negro en un cosmos desplomado en el cual incluso la faz de Dios es eternamente invisible».
Como si fuera poco, ahora resulta que hay más trabajadores afectados. No solo por la empresa que con esa muerte se puso en el ojo del huracán, sino por otras tantas que, al mejor estilo del Estado (que adeuda al IGSS más de 30 millones de quetzales), han descontado la cuota del seguro social a sus trabajadores, pero nunca han trasladado el dinero a la institución. Es decir, se trata del expolio de los más pobres entre los pobres.
¡Ajá! Pero resulta que argüir acerca de ello es comunismo para algunos de esos de pelo engomado que no pasan de ser cajas de resonancia de sus patrones, quienes, a la vez, son esclavos de sus propios ídolos (poder, placer y tener a costa de todo y de todos) y olvidan que el mal nunca paga bien. Uno de esos felones me quiso asustar hace algunos años ante mi protesta en un caso similar. Me recordó que «a los de arriba no hay que molestarlos, ni al papá Estado ni a los buenos empresarios, que tanto empleo generan». Yo le respondí con una cita del obispo Pedro Casaldáliga: «Delante de la sangre incontestable de un mártir se caen por sí solas las leyendas»[2]. Porque eso son los infames que se autoproclaman generadores de empleo y de riqueza bajo esas inicuas condiciones: simples invenciones de bondad y de progreso que en la realidad no pasan de ser ladrones vulgares.
El mártir de hoy se llama Eugenio López, tenía 72 años y era un anciano que lo único que pedía era ser cubierto por el IGSS a fin de tener una ancianidad digna. ¡Carajo! Si semejante petición y deseo corresponde a una condición de subversión o de comunismo, entonces yo soy Napoleón Bonaparte.
La palabra perversidad significa una maldad muy grande y con toda la intención de hacer daño. (No hay vuelta de hoja ni eufemismo que valga). Y esa condición, la de la oscuridad del intelecto ante hechos siniestros, se ha tornado normal en Guatemala en casi todas las categorías sociales.
A quienes profesamos una fe nos queda la esperanza que vendrá no como un regalo de la nada, sino desde cierta condición del espíritu, desde un soporte racional o un fundamento de creencias que permita asumir como posible lo que se aspira. Empero, para alcanzar los anhelos es preciso luchar por ellos. Una forma de hacerlo es denunciar las injusticias.
No por casualidad los símbolos de la esperanza son una estrella, un peregrinaje y un niño que, pese a que terminó en una cruz, nos proveyó la revelación del bien eterno. No lo digo yo. Lo explicitan muchos tratadistas. Así que a luchar por ese anhelo de un mundo más justo e inclusivo. Téngalo por seguro, estimado lector: no se trata ni de subversión ni de comunismo ni de terrorismo.
***
[1] West, Morris (1997). Desde la cumbre. La visión de un cristiano del siglo XX. Javier Vergara: Buenos Aires.
[2] Casaldáliga, Pedro (2000). «Prólogo». Dossier Cidal 10. Managua.
Más de este autor