Según la mitología griega: «Procusto era un posadero que tenía su negocio en las colinas de Ática. […] ofrecía posada al viajero solitario. Allí lo invitaba a tumbarse en una cama de hierro donde, mientras el viajero dormía, lo amordazaba y ataba a las cuatro esquinas del lecho. Si la víctima era alta y su cuerpo era más largo que la cama, procedía a serrar las partes del cuerpo que sobresalían: los pies y las manos o la cabeza. Si, por el contrario, era de menor longitud que la cama, lo descoyuntaba a martillazos hasta estirarlo. […] nadie coincidía jamás con el tamaño de la cama porque Procusto poseía dos, una exageradamente larga y otra exageradamente corta, o bien una de longitud ajustable». De esa manera, o se encuadraba en los tamaños especificados o sobrevenía la muerte.
Los tratadistas de literatura, historia, sociología, política, antropología y otras ciencias no dudaron en convertir esta figura mítica en una analogía para denunciar esa condición de intolerancia a lo que nos hace distintos y a las personas que tienen como antivirtud natural acabar con los sueños de los otros.
En Guatemala es muy común el padecimiento de semejante síndrome, tanto así que muy frecuentemente se escucha (en diversos grupos) una explicación disímil de la metáfora de la olla de cangrejos. Sin embargo, el fundamento es siempre el mismo: pocos avances del cangrejo que desea salir del puchero a causa de la envidia de los otros.
Quizá sea en la política, o en el mal llamado quehacer político, donde crecidamente se percibe este conjunto de síntomas, entre los cuales sobresale la descalificación del otro de manera vulgar o elegante. Lo primero es más común porque nuestros supuestos políticos son tan vulgares como la propia palabra. Sin embargo, el odio, la rivalidad y la malevolencia son omnipresentes en el sentir de quienes padecen el dicho síndrome.
Es importante tener en cuenta la observación última porque, cuando alguien (fuera del mencionado entorno político) despoja de sus sueños a sus compañeros o malgasta la energía de estos, casi siempre responde a intereses creados y muy diferentes a la filosofía de la institución para la cual trabaja. Es así como desde una condición de batracios croan y croan en contra de los principios del establecimiento (sea empresarial, educativo o religioso) sin mostrar sus verdaderas intenciones. Su sino es defenestrar (desde una especie de rendija desde donde no se los percibe tal como son) a quienes ejercen liderazgo para oscurecer los propósitos de la institución.
Un ejemplo de la condición anterior es el silencio que se guarda en público ante el ataque en contra de líderes sociales y campesinos que defienden el derecho de sus comunidades con relación al resguardo de sus territorios y del agua. Y más tarde, al mejor estilo del discrepante anodino, los descalifican tildándolos de izquierdistas, comunistas, insurrectos y cuánto epíteto encuentren, de modo que terminan violando todas las categorías éticas.
Hace algunos años fui padrino de graduación de una dilecta abogada. Recuerdo como si fuera ayer cuando el decano le dijo: «Recuerde. Siempre ha de caminar en el sendero de la legalidad, pero, si tiene que decidir entre lo legal y lo justo, decídase por lo justo. Y si acaso tiene que decidir entre lo justo y lo moral, no dude, no dude ni por un instante: escoja la categoría de lo moral». Mi ahijada, quien hizo caso a pies juntillas de aquel consejo, es hoy una abogada de éxito y respetada por su integridad. También es reconocida porque entre sus atributos figura el que nunca se dejó manipular por los Procustos y se inmunizó contra el dicho síndrome.
A guisa de colofón, tal sintomatología puede sufrirse de manera inconsciente o consciente. En el primer grupo están los ególatras. Obra a favor de ellos el hecho de la ignorancia de su padecimiento. En el segundo grupo están los cobardes y los perversos. Obra en su contra el miedo a lo nuevo y a la capacidad de aquellos a quienes ven como subordinados. Pero además, en el hoy de Guatemala, están aquellos signados por su destino de orejas, marionetas o muñecos de ventrílocuo. Vergonzosas ocupaciones enrumbadas a un indigno final.
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