Esa iteración gira como una vorágine que se traga hasta la luz en dos escenarios muy puntuales: la política y los desastres naturales. Y hemos caído en una incapacidad monumental para enfrentar momentos decisivos. Luego de alguna pobre argumentación nos quedamos en el «a ver qué pasa» sin hacer que algo pase.
Durante las últimas semanas —signadas por remedos caricaturescos de propaganda política— ha sobreabundado en las redes sociales evidencia de una supina ignorancia de nuestra historia patria y la incapacidad de muchos para encarnarla. Esta última condición puede explicarse por los inconcebibles errores de redacción y ortografía que muchas personas exhiben al argumentar por escrito. Lógico es porque quien no aprende correctamente la lectoescritura y la matemática difícilmente podrá desarrollar adecuadamente el pensamiento lógico.
De tal manera, al desconocimiento histórico hemos de sumar las falencias para razonar a partir de hipótesis, sacar conclusiones, alcanzar el pensamiento abstracto y tener un buen sentido de las proporciones. Nada extraño es entonces, como argumenta Serrat en su Algo personal, que a falta de seso: «Y como quien en la cosa, nada tienen que perder. Pulsan la alarma y rompen las promesas. Y en nombre de quien no tienen el gusto de conocer nos ponen la pistola en la cabeza».
Me ha rondado la idea de que esa invisibilidad académica de nuestra historia —particularmente en la escuela secundaria— y el trastrocamiento de los planes y programas de estudio en la escuela primaria —relacionado con la enseñanza de la lectoescritura— no son casuales. Hemos de recordar que entre los 7 y los 11 años el niño aprende a establecer relaciones entre objetos y personas, a observar fenómenos y a realizar predicciones. Y pasa luego al período que dura hasta el final de la adolescencia, cuando con una adecuada preparación puede aprender a explicar los fenómenos que observa.
Pero en Guatemala hasta los marcos temporales han cambiado. No se analiza el pasado y no se sueña con el futuro. Estamos inmersos en un mar tempestuoso donde la noche más amenazadora es aquella que oscurece la inteligencia. No se pasa del hoy y todas nuestras acciones son cortoplacistas.
Me aletea la imagen de una perversa estrategia —muy bien preparada dos décadas atrás y mejor desarrollada en los años siguientes— para destrozar nuestra educación formal.
Así, hasta nuestros candidatos presidenciales tienen unas enormes metidas de pata lingüísticas. Se les dificulta establecer relaciones entre conceptos y palabras. Como dijera un amigo que ni en la desgracia deja la broma: «Hasta para hablar tienen faltas de ortografía». No obstante, hablan y hablan sin decir algo sustancial. Y lo peor del caso: una muchedumbre aplaude y aplaude porque «en el país de los ciegos el tuerto es rey».
Sí, a ese gentío no le queda otra que aplaudir. Su capacidad de argumentación es tan corta que no pasa del «Dios te bendiga», del «Dios te perdone» o de una mentada de madre luego de los ya trillados «¡no te toca!» o «¡sí te toca!».
Menuda tarea tenemos como sociedad. Porque a esa multitud pertenecemos. No por mejor leer y escribir —unos tantos cuantos— hemos de considerarnos clase aparte. La sociedad somos nosotros. Y como tal tenemos que buscar una solución adecuada. Así, la cita del Eclesiástico que reza: «Llora por el muerto porque ha sido apartado de la luz. Llora por el tonto porque no comprende», no hallará ejemplificación en nuestros lares.
¿Qué hacer entonces? ¿Por dónde ir? De cierto tiempo para acá he voceado la necesidad de refundar el Estado. El momento no puede ser más oportuno.
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