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Bienestarina azucarada en el Valle del Polochic

Veinticinco armas frente a una, la que vimos que tenían los agricultores. No sucede nada, pero es tenso. Este lugar podría estallar cualquier día.
"No estuve 16 años peleando en la guerrilla para seguir sin tierra y que además me desprecien con una bolsa de comida."
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Bienestarina azucarada en el Valle del Polochic

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(I.) Recital poético.
“Este gobierno ya ha terminado. Ahora se viene “El General”. Si Otto Pérez Molina quiere regresar al pasado, nosotros también conocemos el camino de vuelta a la sierra. Todos sabemos dónde están los buzones de la guerrilla y tendremos que abrirlos de nuevo para sacar las armas”.

–¿Son conscientes de que no tienen fuerza suficiente para enfrentarse al ejército ni a la policía?
–Si se levantase la guerrilla, las 14 comunidades se involucrarían. Muchos de los hombres son guerrilleros desmovilizados, otros fueron soldados obligados, saben luchar.
–¿Y esto lo hablan entre ustedes cuando se reúnen?
–Sí.

La frase no se anota sobre una mesa redonda de la capital ni estamos entrevistando a ningún intelectual de la izquierda radical en la sede de un partido o sindicato, donde el lema podría sonar, de tan desgastado y extemporáneo, a recital poético o verbo fácil.

Ruslan Pop, un estudiante, traduce las palabras de Alberto Pop, líder de la comunidad en la que vive, la 8 de agosto, nombrada en memoria del día que fue ocupada. Estamos a la vera del Polochic, en una de las 14 comunidades qeqchís en conflicto abierto desde hace un año con el Estado de Guatemala y la empresa Chabil Utzaj en la frontera entre los departamentos de Baja Verapaz e Izabal.

Acaba de caer la noche y una comunidad entera se sienta en el suelo, bajo las estrellas, junto a la hoguera que un grupo de niños ha encendido para ahuyentar a los mosquitos. Al calor –parecería que todos acabaran de recibir una ducha– y el humo –que se cuela en los ojos y los pulmones, provocando una sinfonía de toses– se suma el ataque masivo de los insectos. El resultado obliga a golpearse rítmicamente extremidades y cuello.

Toses y golpes que acompañan la espera de noticias. Cuando éstas llegan, finalmente, la información recibida a través del teléfono desata la indignación entre los presentes. Apenas cinco minutos antes de que los campesinos comenzasen a hablar de su regreso a las armas, el líder de la comunidad llamaba desde la localidad de La Tinta, donde participa en una reunión con el gobierno, para compartir con sus compañeros el resultado final del encuentro. Frustrante y lejos de lo que esperaban.

Seis meses después de que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) exigiese medidas para garantizar la alimentación, la salud, la vivienda y la seguridad de unas 800 familias en el Valle del Polochic, el Estado ha decidido cumplirlas entregando una Bolsa Solidaria del programa de Cohesión Social a cada familia de desplazados.

10 libras de frijol.
5 libras de harina.
10 libras de arroz.
4,5 libras de “Bienestarina azucarada”.
2 botellas de aceite.

–¿Cuánto tiempo aguanta una familia con esa cantidad de comida?
–Dependiendo del número de niños. Dos o tres días.

El discurso del campesino sobre el regreso a las armas, pronunciado en qeqchí, y traducido al castellano por su hijo no es producto, por tanto, de una alucinación ni de un viaje al pasado. Nace de la indignación.

Los campesinos reclaman tierra, la ocupan forzando la ley –o no, ni siquiera eso está tan claro en todos los casos– para luego ser desalojados por la policía y el ejército. La CIDH dicta entonces Medidas Cautelares para su protección y seis meses y cuatro reuniones más tarde, el Estado les entrega 4,5 libras de bienestarina azucarada. Ha sonado alto y claro: “Todos sabemos donde están los buzones de la guerrilla y tendremos que abrirlos de nuevo para sacar las armas”.

Los campesinos no quieren que nadie se equivoque. El problema no es la bolsa. La bolsa no les importa lo más mínimo. Lo que ellos reclaman es tierra para cultivar. En realidad, se trata de su única reivindicación.

El resto, las Medidas Cautelares, los viajes a Washington o las reuniones eternas con enviados del gobierno para preparar el cumplimiento de esas Medidas Cautelares, pertenecen a algo que parece más una maniobra de distracción por parte del gobierno –que dura ya ocho meses– o a una campaña de comunicación –por parte de las organizaciones aliadas de los campesinos– para llevar su caso al mundo, que a la resolución del conflicto por la tierra. Si estuviésemos en Palestina, lo llamaríamos “proceso de paz” y, más centrados siempre en las negociaciones que en la paz, podría durar 20 años sin ofrecer resultados.

O no.

Quizás precisamente la activación de todos esos dispositivos administrativos es precisamente lo que les ha permitido convertirse en actor político y defender su reivindicación sin necesidad de utilizar las armas a las que apelan.

El fotógrafo y yo nos hemos nos mirado, sorprendidos por la contundencia del discurso que responde al anuncio de que recibirán una bolsa de comida. Mientras tanto, una mujer trae un fusil y se lo entrega a su marido, que continúa hablando con total normalidad, pero ya con el fusil en la mano. A fin de cuentas. ¿Quién no tiene un fusil en el campo guatemalteco?

“¿Son conscientes de que hablan con periodistas y publicaremos esto?”, preguntamos.

Ruslan habla en qeqchí para toda la comunidad. Explica nuestra pregunta. Tras un buen rato discutiendo entre ellos, se reafirman.

“Maam!”. (Sí). Pero ya no responde uno solo. La respuesta es un grito colectivo. Setenta personas lo afirman al mismo tiempo, levantando sus machetes (y alguna que otra arma de fuego) al aire.

Satisfecho, después de mostrar que habla en nombre de toda la comunidad, el líder continúa con su discurso, convertido ya en palabras pronunciadas para provocar un efecto determinado.

“Nosotros nacemos y tenemos que morir. No tenemos miedo. Seguiremos luchando por la tierra como hicieron los abuelos de nuestros abuelos. No hemos organizado la guerrilla todavía pero creo que es algo que va a llegar a pasar. Ya no tenemos paciencia y no conocemos otro modo de luchar”.

Al final, como si estuviésemos ante la mesa redonda de un intelectual de izquierda o en la sede de un partido político, es recital poético, pero no verbo fácil ni improvisado: “No hemos organizado la guerrilla todavía pero creo que es algo que llegará a pasar en el futuro”.

Indignados, hablan desde el corazón, no desde la logística.

Se trata de palabras y no de hechos. Este no será un reportaje como el que Enrique Meneses firmó para Paris Match desde la Sierra Maestra junto a unos primerizos Fidel Castro y el Che Guevara.

Una vez que matizan la ambigüedad consistente en pedirme escribir lo que han dicho y escribir también lo contrario –es decir, que se trata tan sólo de un sentimiento y no de una realidad– queda claro que traducimos emociones y estrategia discursiva, no información militar. Miro de nuevo al traductor y contextualizo con él todo lo que escuchamos.

Tiene 17 años. Está en 3º de básico. Quiere ser médico. Antes de que la conversación fluyese por estos derroteros, hablábamos de estudios. De la dificultad de continuar con los estudios para un campesino desplazado.

–Con estos conflictos uno pierde el estudio. Además ya no hay pisto para la camioneta ni para los cuadernos. No tenemos electricidad y, con velas, ya no puedo seguir estudiando.
–¿Y tú, lucharías con armas?
–Nos gustaría encontrar una solución diferente. Pero sí, lo haría. Ahorita se viene el general (Otto Pérez Molina, presidente electo). Él ya cometió masacres y puede volver a hacerlo. Mi padre dice que la guerra es dolorosa. Pero nuestra vida es dolorosa. Si el ejército viene a sacarnos, diciendo que los invasores de la tierra somos nosotros y no las empresas extranjeras, vamos a defendernos de ellos. No vamos a dejar que nadie nos saque de las tierras que siempre ha cultivado nuestro pueblo.

El joven, como tantos otros habitantes del Valle ha sido educado en el recuerdo de la masacre que tuvo lugar en  su municipio, Panzós, en 1978 cuando cerca de medio centenar de campesinos como ellos murieron por reclamar la propiedad de la tierra que trabajaban. Varios cientos más desaparecieron en los años posteriores.

Para ellos, para los campesinos qeqchís, esta historia, la de su conflicto por la tierra y las gentes que queman sus champas, no comienza en el diálogo actual con el gobierno sino, como poco, en 1978. Y si nos vamos más atrás, desde que los españoles primero, y los alemanes, después, llegaron a este valle centroamericano. A fin de cuentas, y aunque Ruslan Pop no conozca el detalle, el Alcalde Mayor de Verapaz Francisco Javier de Aguirre, ya transmitía en su Relación de Méritos y Servicios de 1770 que “tras haber quemado 200 chozas de campesinos fugados a las orillas del Río Polochic, al poco tiempo se dio cuenta de que era inútil porque éstos habían vuelto a levantarlas”.

–Mi papá sigue peleando por un trozo de tierra –continúa el muchacho. –Lo han peleado desde siempre. Siempre es la misma lucha. Para vivir. Mi mamá tiene ocho hijos vivos y cuatro hijos muertos por enfermedades y falta de comida. No nos da miedo hablar de la lucha porque la lucha siempre ha estado presente. Nos lo cuentan los mayores.

Pero ahora que sé que no me informan sobre hechos, ubico que se trata, en realidad, de compartir lo que para ellos es una clase de historia. De historia e historias perdidas en la tristeza de una derrota que siguen pagando día a día.

(Por ejemplo, hoy, sin ir más lejos,  siguen sin tener agua potable y no ser capaces de defender su derecho a tenerla. Ni tomándola del río: la construcción de un puente y el tránsito de camiones a través del agua revuelven el caudal hasta convertirlo en puro lodo).

La historia de su derrota cambia y se actualiza cada día. Siempre son varios los motivos de preocupación para los habitantes de las champas. Poner un pie aquí supone, en definitiva, compartir vidas para las que el conflicto es el estado natural de las cosas.

(II.) No peleé 16 años por una bolsa de comida

Al día siguiente, en la comunidad de San Miguelito, la conversación y las sensaciones –la de hartazgo y la de escenificación– se repiten. De la coincidencia surge la certeza de que lo hablan entre ellos se trata de un mensaje pactado que quieren transmitir al exterior.

Hemos llegado al lugar apenas diez minutos después que los dos picops de la delegación interdepartamental movilizada por la Secretaría de Asuntos Agrarios e integrada por funcionarios del Ministerio de Agricultura, la Secretaría de Seguridad Alimentaria y la COPREDEH. Una vez realizada la entrega de la bolsa solidaria, los funcionarios disfrutan de las gaseosas frías y el menú preparado que se han traído con ellos. Sentados en una mesa, a la sombra, en el centro de la comunidad, parecen ajenos a lo que sucede a su alrededor. Nadie les habla. A nosotros no nos sorprende, a ellos no parece importarles. La escena es anómala.

Una de las bolsas solidarias se ha quedado en el suelo. La abro y compruebo que su contenido es el mismo que se había anunciado. Inmediatamente la comunidad comienza a rodearme. Mientras extraigo los productos de su interior comienzan a explicarme su punto de vista. Son sólo dos o tres los hombres que hablan. Pero la comunidad entera, más de 300 personas, participa en el diálogo. Federico Quej ejerce de portavoz.

–Nosotros no queremos una bolsa solidaria. El puchito no dura nada. Somos trabajadores y nos tratan como a mendigos. Si nos dejasen trabajar la tierra no necesitaríamos de su caridad y dormiríamos todos tranquilos, ellos y nosotros. Pedimos tierra. Hemos trabajado descalzos y sin sueldos para los finqueros. Estamos hartos de que hueveen con nuestro sudor, de que nos chinguen todo el tiempo.
Les pregunto por las Medidas Cautelares que, recuerdo, eran cuatro: vivienda, salud, alimentación y seguridad.
–¿Han recibido láminas para las champas, han venido doctores, la seguridad de la empresa les molesta?
–Aquí no ha venido nadie. Ni nos han traído una lámina ni nos han enviado un doctor. El finquero le chilla al policía o le paga a su seguridad privada y vienen a asustarnos, a insultarnos a disparar al aire. Esos sí que vienen, todos los días.
–¿Y qué van a hacer?
–El conflicto dura ya muchos años. El Gobierno de Colom y Sandra Torres no ha hecho nada. Y ahora se viene el general. Si él trata de aplicar su estrategia, nosotros retomaremos de nuevo las armas, la resistencia de nuestros padres y abuelos.

El líder de la comunidad dice que participó en el conflicto armado desde 1980 hasta 1996. Conoce la resonancia de lo que está diciendo pero aún así negocia su discurso con quienes le rodean: “Tomamos un compromiso para bajar de las tierras altas, de la sierra de las nubes y regresar a la tierra plana a plantar maíz y frijol. Nos han mentido durante 15 años. Ellos no han cumplido con sus compromisos, ¿por qué tenemos que cumplir nosotros? Les estamos avisando, conocemos el camino de regreso. No estuve 16 años peleando en la guerrilla para seguir sin tierra y que además me desprecien con una bolsa de comida.”

–¿Es este el mensaje que quieren transmitir?
–Sí. El 50 por ciento de los hombres de esta comunidad estuvo en la guerrilla y sabe luchar. Se lo estamos diciendo al gobierno. Nos pidieron que bajáramos a cultivar y declararon la sierra como área protegida para que no pudiéramos regresar. Nos mintieron, nunca nos entregaron tierra. Ahora nos obligan a trabajar para las fincas por 30 quetzales al día. Quieren que seamos esclavos de las fincas, como lo fueron nuestros abuelos. No lo vamos a ser.

(III) La Finca Paraná.

Esteban Hermelindo es el líder del Comité de Unidad Campesina (CUC) en el Valle del Polochic. La organización a la que pertenece es una de las pocas que ha sobrevivido con cierto vigor desde su participación, directa, en el conflicto armado interno. Esteban sí es político. Comparto con él mis dudas respecto al discurso armado de los campesinos. Confirma que no le dé importancia. Se trata tan sólo de palabras.

–Las comunidades están en resistencia diaria y comprendo su discurso. Pero desde el CUC no estamos comprando armas ni dándoles esa orientación. No me gustaría que lo publicases, ni siquiera las referencias a los buzones de la guerrilla.
–Pero es lo que me dicen.
–Es sólo de palabra. No se corresponde con la realidad. Hablan de corazón, enojados, pero no lo van a hacer. Es sólo una medida de presión verbal provocada por el cansancio y la frustración. Ellos saben perfectamente lo que supone la guerra y están tratando de explicarle, a su manera, que no pueden más. Pero no se preocupe, no están organizando ninguna guerrilla.

¿Pero qué irán a hacer para reclamar lo que consideran suyo?  La idea, expresa Hermelindo, es que no van a darle margen al nuevo gobierno. Se movilizarán inmediatamente. Si no es el mismo 14 de enero, mientras esté tomando posesión, será en los días siguientes, adelanta. “Aquí no hay margen de espera”.

La comunidad conocida como Finca Paraná es apenas un grupo grande de personas que ocupa un camino –22 familias con una media de tres niños por mujer. Hace dos meses, podían contarse seis estructuras de madera y metal que les protegían precariamente de la lluvia y bajo las cuales se dormía y se preparaban las tortillas. Su usurpación se limita, tras el desalojo, a unos metros cuadrados entre el camino y la tierra, entonces habitada por restos de maíz quemado durante el desalojo.

Hoy, tras un supuesto nuevo desalojo por parte de la seguridad privada de la empresa Chabil Utzaj –así lo relatan los campesinos y quienes le acompañaban el día que sucedió– sólo vemos dos champas, recién levantadas de nuevo. Los agujeros de bala en las láminas que hacen las veces de techo son perfectamente visibles.

Donde antes veíamos tierra y restos del maíz que trataron de plantar, ahora crece velozmente la caña de azúcar. Allí está un campesino que siempre carga en brazos a su hijo. Es pronto, ni siquiera mediodía.

–¿Han desayunado?
–No. Ayer pedí fiados 20 quetzales para darle unos pescaditos pero hoy ya no nos queda nada.

Mientras llegan los picops del gobierno, se forma la fila para recibir la bolsa de comida. Dos personas sujetan a pulso una tabla que hace las veces de escritorio en el que recoger las firmas de dedo pulgar de los campesinos a cambio de la entrega de la bolsa de comida. Ni una mirada directa a los ojos. Ni una palabra de agradecimiento. Ni una palabra entre ellos y los delegados del gobierno. Venancio y Arturo miran desde la distancia.

–Aceptaré la bolsa porque tenemos hambre. Pero esto es una vergüenza. No alcanzará más que para dos días. Pregúnteles cuándo regresarán.
–¿Por qué no se lo pregunta usted mismo?
–Porque no.
Uno de los responsables de la entrega –que insiste en que no mencione su nombre– se aviene a la charla con los periodistas.
–Esta es la primera y la última bolsa que reciben, ¿verdad?
–Sí. Primera y última. El gobierno ya está de salida. Ninguno de los que hemos participado en todo este proceso de negociación con los campesinos sabemos si vamos a continuar aquí a partir de enero. 

Otro de los funcionarios quiere explicar la complejidad y amplitud del problema. La historia. “Mire, ¿ve usted esas tiendas?”, y señala dos casas que se encuentran a unos 300 metros, al final de la plantación de caña. “Cuando yo llegué aquí, durante el conflicto armado, a principios de los años 80, ahí se situaba el retén del ejército para protegerse. Y desde este mismo lugar, la artillería disparaba contra la montaña. Yo fui testigo. Estoy seguro de que algunos de estos campesinos son los mismos a los que el ejército disparaba desde aquí hace algunos años. Este lugar esta lleno de muertos, esto viene de largo”.

Las alusiones a la imposibilidad de resolver el conflicto, que no viene de las ocupaciones de fincas ni de los desalojos que tuvieron lugar en este valle entre septiembre de 2010 y abril de 2011 son constantes. Tanto los campesinos que reciben los alimentos como los funcionarios que las entregan, saben que unas cuantas bolsas de bienestarina azucarada no servirán para apagar el conflicto por la tierra en el Valle del Polochic.

El único intercambio de impresiones entre campesinos y funcionarios tiene lugar cuando los campesinos constatan que en la lista de receptores de la bolsa no se encuentran todas la familias.

La elaboración del censo de beneficiarios de las Medidas Cautelares, de una sola de las cuatro medidas cautelares –la recepción de una bolsa comida–, ha llegado tras casi cuatro meses de reuniones y negociaciones y deja fuera a varias familias.

Preguntamos a todos los funcionarios cuál es su función en la ceremonia. El delegado de la Secretaría de Asuntos Agrarios es responsable del vehículo, el del Ministerio de Agricultura del contenido de las bolsas, el de la Secretaría de Seguridad Alimentaria de la identificación de las comunidades y el de la Copredeh de la verificación de la entrega. Es éste último quien da una respuesta válida.

“Habrá una nueva reunión, la quinta, entre los Ministerios implicados coordinada por la COPREDEH para solucionar el problema de las familias que no se encuentran en el censo”.

“¿Cuándo?”

“En los próximos días se determinará la fecha”.

La Copredeh siempre ha argumentado que el motivo por el que no podían cumplir las Medidas Cautelares era la falta de colaboración por parte de los campesinos a la hora de realizar el censo, individualizar a los receptores y saber de cuántas familias se trata. Sin censo no puede llegar la ayuda. Durante meses, los campesinos no quisieron dar sus nombres por miedo. Cuando por fin lo hicieron, las listas entregadas al gobierno y las recibidas por el gobierno no concuerdan. En una comunidad llamada La Isla, me entregan una lista de nueve familias. “Esta es la lista que entregamos. Vinieron un hombre y una mujer del gobierno y les dimos todos nuestros datos” explica uno de ellos. Tres familias nunca llegaron a la lista oficial.

–¿Por qué?
–Eso se determinará en una próxima reunión –responde el representante de la COPREDEH.
–¿Cuándo?
–No lo sé.

El gobierno argumenta que los campesinos no colaboran con la identificación de los beneficiarios, que las fincas están ocupadas ilegalmente, que pretende incluirse en los listados de beneficiarios a familias que no tienen nada que ver con el problema o pertenecen a otro departamento o que respecto a la salud de los campesinos beneficiarios, pueden dirigirse al Sistema de Salud. En caso de problemas y discrepancias, siempre pueden continuar reuniéndose.

Las respuestas campesinas siempre van en la misma dirección. Tanto en las actas de las reuniones como sobre el terreno: ¿y la tierra?

Una vez que los delegados gubernamentales abandonan la Finca Paraná, una picop blanca se acerca por el camino. Los campesinos nos explican que se trata de cuadrilleros y miembros de la seguridad de la empresa Chabil Utzaj. Nos hacemos a un lado para dar paso. Los dos periodistas sacamos nuestros carnets de prensa y los mostramos, tratando de acercarnos al vehículo. Inmediatamente, sus pasajeros cierran las ventanillas. La persona que viaja junto al conductor, saca un iphone y comienza a grabarnos.

Decidimos seguirles. Queremos escuchar su versión sobre los hechos que los campesinos denuncian. Además, una de las Medidas Cautelares tiene que ver con la seguridad. Con la obligación, por parte del Estado, de detener los comportamientos ilegales en los que aparentemente incurre la seguridad de la empresa.

***

Los campesinos y dos doctoras –participantes en una misión organizada por el Colectivo de Estudios Rurales Ixim para evaluar la situación en la zona– han relatado cómo el pasado 26 de octubre cuadrilleros y miembros de la seguridad de Chabil Utzaj destruyeron las champas de la Finca Paraná. No sólo eso, sino que el día 27, mientras las dos médicos pasaban consulta a los niños de la Finca, ellas mismas fueron amenazadas.

Según un informe que ellas redactaron, esto fue lo que sucedió: “La doctora Raquel Arreaga se separa de la doctora Clara Cabrera para ir a tomar fotos desde otros ángulos  y recoger material en el vehículo. La doctora Cabrera se queda para seguir dando consulta a la población. En ese momento se le acerca el que se identifica como Jefe de seguridad a la doctora Arreaga para amenazarle verbalmente, diciéndole que no tenían justificación de estar en aquel lugar y que si no partían, los cuadrilleros dispararían contra ellas, utilizando la expresión ‘rociar de plomo’ para describir dicha acción. Al terminar la amenaza, inmediatamente salieron los cuadrilleros de dentro de la camioneta donde estaban en dirección al sitio donde se estaba dando consulta, junto con el personal de seguridad, y si la situación no fue a más, fue debido a la actitud defensiva de los campesinos, que comenzaron a armarse de palos para defender a las doctoras”.

***

Cuando llegamos hasta los hombres de seguridad, nos dan un empujón y se marchan. Les seguimos y tras una larga caminata, unos dos kilómetros más allá de la Finca Paraná, vemos cómo los pasajeros del picop hablan con varios hombres que se encuentran alrededor de una máquina de construcción. Cuando estamos a punto de llegar, el picop arranca y se va. Media docena de tipos armados se queda en el lugar.

–¿Quién es el jefe aquí?
–Soy yo –responde un hombre que no lleva uniforme.
–Buenos días, ¿quiénes iban en el vehículo? Nos han tomado fotos.
–No lo sé, no les conozco.
–Ha hablado con ellos un buen rato.
–¿Yo? Se equivocan de persona.
–Mire, querríamos poder hablar con alguien para saber qué hay de cierto en aquello de lo que se les acusa.
–¿De qué se nos acusa?
–De destruir las champas, de intimidar a los campesinos, de disparar al aire, amenazarles, y varias cosas más.
–Yo no puedo decir nada. Tienen que contactar a la empresa.
–¿Quién habrá sido?
–A saber.

Mientras nos contesta, dos de sus hombres, vestidos de negros, con botas altas, gafas de sol, boinas caladas de lado y armados, están a nuestra espalda, otros dos frente a nosotros y un joven, este un cuadrillero sin uniforme, que nos toma fotografías.

–¿Podemos tomar una fotografía para demostrar que hemos hablado con ustedes?
–No. Aquí los únicos peligrosos son esos campesinos, que atacan las máquinas y tratan de atacar a los cuadrilleros que trabajan. Nosotros sólo nos protegemos.

Su gran sombrero de doble ala, vaquero, las botas y el revolver que maneja, junto a sus lugartenientes, no transmiten la imagen de alguien que necesita protegerse de un grupo de campesinos.

Varias horas más tarde, la escena es la siguiente: alrededor de 25 hombres de la seguridad de la empresa Chabil Utzaj acompañan, subidos en la parte trasera de un camión, la maquinaria que hemos visto trabajando a primera hora de la mañana sobre la caña. Bien armados atraviesan una zona cercana a la que los campesinos de la Finca Paraná ocupan durante la noche. De la oscuridad aparece una escopeta. Se carga y se apunta. Por protección, nos dicen. Veinticinco armas frente a una, la que vimos que tenían los agricultores. No sucede nada, pero es tenso.

Este lugar podría estallar cualquier día.

***

Ya que explicamos que son dos doctoras, las doctoras Arreaga y Cabrera, quienes dan fe de las intimidaciones por parte de la seguridad de la empresa, continuamos con el motivo de su visita al lugar. Lo referente a la salud.

Cuando le preguntamos a los campesinos de todas la comunidades visitadas si han recibido la visita de algún médico, siempre contestan que no. Suelen olvidarlas, asumiendo que como han venido en una misión informal, organizada por el Colectivo de Estudios Rurales Ixim, no debían ser demasiado importantes. Sobre todo porque su informe contradice de manera evidente lo expresado por la Copredeh en su informe del pasado mes de octubre a la CIDH sobre el cumplimiento de las Medidas Cautelares.

El Estado asegura que “se desarrolló un diagnóstico de salud física y psicológica, a finales de septiembre pasado, destacando que muchas de las familias que se presentaron a las entrevistas utilizan tarjetas de control de salud del Ministerio de Salud para documentar los datos generales de sus hijos menores, comprobando de forma documental que el Estado de Guatemala, no ha dejado de prestar los servicios de salud a las personas desalojadas como se quiere hacer creer”.

Las conclusiones de la misión médica, la única que además de constatar “que los campesinos utilizan tarjetas de salud” realizó exámenes médicos a la población, son un poco diferentes. Visitaron cuatro de las 14 comunidades. El índice de desnutrición media entre los niños que habitan esas cuatro comunidades es del 84 por ciento, alrededor del doble que la media nacional. Así mismo detectaron casos de paludismo, especialmente en la Finca Paraná y un número excesivamente alto de piodermitis, esto es, sarna. Que quizás, con tarjeta de control sanitario, pica menos.

(IV). Un apunte histórico.

Los campesinos de las comunidades desalojadas en el Valle del Polochic reclaman tierra. La propiedad de la tierra.

Atravesamos en lancha el Río Polochic para conocer a los habitantes de la comunidad La Isla, una de las afectadas por este conflicto. Una de las comunidades donde el censo se realizó de manera parcial y el 33 por ciento de las familias ni siquiera recibirán Bolsa Solidaria. Tras mostrarnos que, además, han perdido el 50 por ciento de su cosecha durante la tormenta del mes pasado, sacan sus argumentos. Una vieja carpeta de plástico, arrugada y rota por los bordes.

Son los documentos que detallan sus intentos, legales, de conseguir cultivar legalmente la tierra que ocupan. Constituyen el vínculo directo que existe entre el conflicto que se vive hoy en día en el Valle del Polochic y las prácticas que llevaron en 1978 a lo que se conoce como Masacre de Panzós, de la que el joven estudiante de 17 años nos hablaba la primera noche mientras su padre protestaba por el maltratado recibido y hacía poesía armada.

Son la prueba de que quizás son muchas las realidades –y no sólo el discurso– que no han cambiado en este lugar, pese al paso de los años.

La finca en la que habitan fue comprada por Aníbal Monzón Arroyo en julio de 1978, apenas tres meses después de la masacre. La finca adquirida por Monzón fue unificada con la colindante, propiedad de Flavio Monzón, su padre. El precio pagado fue de 10 mil quetzales. En julio de 2007, ambas fueron vendidas, junto con otras que las rodean, a la empresa La Villa SA, que tiene como gerentes a José Widmann Roquer y Fernando José Quintana Alcántara que son al mismo tiempo Gerente de operaciones y Gerente de General de Chabil Utzaj.

***

¿Quién era Flavio Monzón, padre de Aníbal Monzón, la persona que compra la finca en 1978 para vendérsela a Chabil Utzaj en 2007?

Dice el informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico de 1997 refiriéndose a los hechos de 1978: “Aunque la mayoría de los finqueros tenía títulos legales de esas tierras, los mismos habían sido obtenidos mediante la corrupción, la confabulación y el fraude completo”. Y continúa: “en 1964 varias comunidades asentadas durante décadas en la orilla del río Polochic se organizaron en torno al reclamo de títulos de propiedad al Instituto Nacional de Transformación Agraria (INTA), creado en octubre de 1962. Sin embargo, las tierras fueron adjudicadas a Flavio Monzón. Un campesino maya de Panzós afirma que Flavio Monzón “sacó las firmas de los ancianos para ir a pedir las tierras al INTA. Él volvió y reunió a la gente y dijo que, por equivocación del INTA y de sus abogados, la tierra salió a su nombre”.

Según relata Victoria Sanford en el libro “La masacre de Panzós”, el alcalde Flavio Monzón, que dirigió el Municipio durante 6 mandatos a lo largo del siglo XX, engañó sistemáticamente a los campesinos entregándoles documentos falsos, forzándoles a vender tierras bajo amenazas y manipulando las solicitudes de entrega de tierras del Estado a los campesinos para apropiarse de las mismas.

Gran parte de los movimientos de compra-venta en los que participa la familia Monzón en esos años, generan un malestar que confluye en una manifestación de protesta ante la municipalidad en mayo de 1978. Durante esa manifestación, una campesina, Mamá Maquín forcejea con un soldado y mueren al menos 53 personas por los disparos del ejército, desatándose una larga represión en el Valle. Tras aquel choque, desaparecieron 310 personas, según registró años más tarde la Comisión para el Esclarecimiento Histórico.

Esa es la memoria de las comunidades. Trescientos sesenta y tres personas menos en el curso de lo que ellos leen como el conflicto por la tierra en el Valle.

***

Veintinueve años después de todo aquello, en julio de 2007, la Empresa El Valle SA le compra la finca a José Luis Monzón, hijo de Aníbal y nieto de Flavio Monzón, el alcalde de funesto recuerdo por sus maniobras y artimañas. Hasta aquí, todo parece correcto.

Pero los campesinos, al igual que sucedió en 1978, tienen otro punto de vista. Y de la carpeta salen sus argumentos: en 1999 Aníbal Monzón ofrece vender la finca a los trabajadores que viven en ella, que aceptan la oferta. En 2001, el Fondo de Tierras la visita por primera vez y se marca la primera oferta de venta en 50 mil quetzales. El 24 de julio de 2006, la comunidad le entrega a Flavio Monzón 13 mil 500 quetzales en concepto de primer pago por la finca. Meses más tarde, en abril de 2007, Aníbal Monzón se pone en contacto con los trabajadores y les informa que la finca ha sido vendida, y les devuelve parte del dinero que habían pagado por ella. El 9 de junio, el gerente de la empresa compradora, La Villa SA, José Quintana Alcántara, les comunica que pueden quedarse en la Finca sólo hasta el 30 de septiembre de 2007.

La finca ha sido arrendada, después vendida en una ocasión, se ha devuelto el dinero a la comunidad, y ha sido vendida en una segunda ocasión. Parece que la corrupción, la confabulación y el fraude completo de los que hablaba la CEH para referirse a las maniobras de la familia Monzón en su informe respecto a lo sucedido en 1978, siguen siendo marca de la casa en 2007.

Los campesinos, que se sienten engañados, nunca abandonaron el lugar ni dejaron de trabajarlo. Y cuatro años más tarde, siguen reclamando su derecho a labrar la tierra, y tratando de buscar una solución legal que no les convierta en aquello de lo que se les acusa: “usurpadores e invasores”.

Para conseguirlo, en 2008 y 2011 le envían a la empresa Chabil Utzaj dos cartas explicándole lo sucedido y buscando una solución pactada. Los términos que plantean son los siguientes: “Después de quince años trabajando la tierra que ahora es de su propiedad, y por la necesidad de alimentar a nuestros hijos, solicitamos una carta de venta para poder buscar financiación en las instituciones del Estado. Si aceptara nuestra opinión sabemos que Dios le traerá muchas bendiciones a su empresa  y así llevar a la historia y la mente de nuestro hijos que el señor Carlos Widmann colaboró de buscar una solución agraria a la situación que viven los campesinos guatemaltecos”.

De Chabil Uztaj, nunca obtuvieron respuesta. Las cartas tienen acuse de recibo.

 

Nota del autor: Además de hablar con miembros de la seguridad privada de Chabil Utzaj, Plaza Pública se comunicó por correo electrónico con Walter Widmann el viernes para conocer su postura sobre las cartas de los campesinos. A día de hoy no se había recibido respuesta. De obtenerla, se tratará de incluir en el texto.

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