La sociedad se volvió una clica de adolescentes fresas y todos somos rechas

Además, se hacen revisiones históricas, y es frecuente encontrar que se le aplica la ley del hielo moderna a alguien por un error cometido hace años. Los grupos que dictaminan qué es aceptable pensar y decir son como las gallinas blancas que, en el momento de ver una gota de sangre sobre el pelaje de una compañera, la atacan. Ahora imagínense el primer picotazo para eliminar a la ofensiva ave manchada. Saca sangre. Que salpica sobre otra. Que debe ser eliminada a su vez. Y así, un frenesí de limpieza que termina con una única vencedora, probablemente cubierta a su vez de rojo, pero que no se lo puede ver en sí misma.
En eso nos hemos convertido: en una sociedad de intolerantes que cree que tiene la calidad moral para dictaminar sobre la vida de los demás y que además ni olvida ni perdona. ¿A qué nos condena eso como seres humanos? Simplemente a nunca crecer. Todos, sin excepción, hacemos cosas equivocadas, ya sea por error o voluntariamente. Todos, de nuevo sin excepción, hemos sostenido ideas que no son las más convenientes ni justificables. Y todos, sin salvarse uno solo, tenemos eventos en nuestros pasados que se podrían sacar de contexto y utilizarse para ponernos en ridículo, cuando menos, o para arruinar nuestras vidas, cuando más.
El solo hecho de cancelar socialmente a una persona sin darle oportunidad para expresar su punto de vista nos convierte en seres con una madurez emocional equivalente a la de un niño de dos años que se tapa los oídos para no escuchar algo que no le gusta. Estamos en una etapa de berrinche colectivo, todos gritando «la la la la» para acallar al transgresor de nuestras posiciones. Adicionalmente, no permitimos que alguien crezca, pues damos por sentado que, si hizo algo malo una vez, es imposible que mejore y trascienda como ser humano, con lo cual anulamos efectivamente la mejor de las características que tiene nuestra especie: la de aprender de nuestros errores.
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Si llevamos a sus últimas consecuencias esta tendencia a la intransigencia, vamos a terminar (más) polarizados, en bandos de posiciones extremas, porque no estamos dispuestos a escuchar a la otra parte. Y dentro de esas tribus, además, vamos a estar con el constante tormento de tratar de no cometer un solo error porque no queremos ser exilados nosotros mismos.
No hay un solo grupo que ejerza un poder que no sea transformado, casi siempre para mal, por el grupo mismo. Ya lo dijo lord Acton (y dudo que haya sido el primero en observarlo). El problema principal de ahora es que todos los que estamos bajo esa influencia tenemos una medida de miedo ante lo que pueda suceder con nuestra vida si transgredimos las normas no escritas actuales. El resultado puede ser el ostracismo, que no es la situación ideal para el desarrollo saludable de un ser humano.
Entiendo muy bien que es necesario denunciar las costumbres perniciosas que hemos acarreado como sociedad, pero estoy en total desacuerdo respecto a la actitud arrogante de los que se creen dueños de la verdad moral. Les tengo pánico a los grupos que ostentan poder absoluto y veleidoso. Y me repugnan las posiciones intransigentes, que no admiten ni un atisbo de contradicción. Hemos pasado por demasiados regímenes absolutistas, luchado en demasiadas guerras y derramado demasiada sangre como para caer en manos de un montón de niños haciendo berrinche. O, peor aún, de gallinas buscando la mancha en la pluma ajena.