La asfixia (carta a Ana Bustamante)

El fuego no prende de inmediato. Espero delicadamente, traveseando con el material combustible. Cuando aparece la primera llama, cierro la puerta y entonces entreabro un pequeño compartimiento situado debajo de la puerta de la chimenea para regular la entrada de oxígeno. De eso depende una buena fogata. De eso o de los años acumulados ensayando, errando y congelándome. Me siento enfrente de ella, me quedo varios minutos contemplándola con el pelo alborotado y me acurruco en el sofá.
7:00 de la mañana. S. regresa de su expedición matutina y se sienta en el sofá buscando mis pies. Si fuera humana, le pediría un masaje, pero no lo hago. Me adormezco visualizando escenas de La asfixia, que vi hace un par de días, y siento —no pienso, siento— una ola encenderse a través de mis ojos.
Exceso de sal. Era eso, Ana Bustamante. No eran lágrimas al salir del pozo de La asfixia. «Exceso de sal», diría Karen Blixen. Tenía una deuda con este documental que no había podido ver durante la muestra Memoria, Verdad y Justicia 2018-2019. Fui una de las tantas personas que se quedó afuera aquella tarde frente al CCE: la sala del segundo nivel estaba completamente abarrotada.
Un año y medio y una pandemia. Eso me tomó poder llegar hasta tu película. No preguntes cómo, por favor. El caso es que la vi un viernes lluvioso después de haber terminado de leer un texto antropológico sobre los orígenes de las nociones del bien y del mal en la tradición judeocristiana (tampoco preguntes por qué leía esto), escuchando cómo el sonido del mar en tu película se mezclaba con el tamborileo de la lluvia en el techo.
Las llamas de mi fogata tienen un halo nebuloso, justo como esas imágenes borrosas de la memoria en las que buscas un reflejo de tu padre, Emil Bustamante, secuestrado y desaparecido durante los años más sanguinarios de la guerra en Guatemala. Tu relato habla de Emil, por supuesto, pero Emil es quizá el móvil para articular una historia en la que todos podremos reconocernos o desconocernos. En realidad, el documental está filmado con una sencillez tan brutal que te revuelve todo.
«¿Por qué regresamos una y otra vez a estas memorias?», me preguntaban esta semana. Callé desconcertada, pero pensaba. Ahí sí no sentía: pensaba. Tal vez sí, tal vez sí sentía un poco. Desgano, a lo mejor, después de tantos meses de encierro porque ni el huerto ni el bosque de encinos ni la rutina de trabajo confinado ni los libros ni nuestras largas sobremesas son refugio suficiente para no saber que, si Guatemala no fuera Guatemala, eso nos bastaría.
Pudor. Eso también sentí. El pudor de lo indecible, de lo no narrable. Las imágenes memoriosas no solo expresan una catarsis: se sale, por un momento, de ese espacio de liminalidad donde el recuerdo pesa hacia un lugar distinto, donde los recuerdos nos permiten, al menos simbólicamente, reconstruir nuestras trayectorias. ¿Qué pasaría si no tuviéramos ese inventario de imágenes, Ana? Sería como si estuviéramos desvaneciéndonos, haciéndonos poco a poco imperceptibles, reducidos a ecos remotos. Esos diálogos al fin nos pertenecen como si realmente estuviéramos juntos, y no como nos sentimos usualmente en este país: solos y yuxtapuestos.
Coleccionamos memorias para dibujar cartografías imaginarias con olores, sonidos, palabras, rostros. No solo escuchamos al viento y al mar en La asfixia: son memorias-sonidos para ser vistos. Nos es difícil escucharnos, como nos es difícil volver a las grabaciones. A los que hacemos investigación y trabajamos con entrevistas e historias de vida nos cuesta volver a escuchar nuestra voz cuando transcribimos entrevistas. Es una sensación extraña: saber que esa voz es nuestra, pero al escucharla nos parece otra. Entre la conversación, la grabación y la transcripción han pasado hilos de tiempo y muchos grados de silencio.
Los diálogos y tus monólogos no están congelados en el tiempo: esos lugares del pasado se abren a una multiplicidad de lecturas en el presente. Si bien pensamos que la memoria tiene un rol incitador de la historia, el trabajo de esta no es solo apelar a la memoria, sino desempeñar un rol explicativo y crítico del pasado. La memoria nos permite rebasar la visión puramente retrospectiva del pasado al analizarlo más bien como un presente que ha sido. Ni fidelidad absoluta de la memoria ni verdad incontestable de la historia, como diría Paul Ricœur[1]. «No sé, hija. No sé» —acaso las dudas de tu madre lo dicen mejor que Ricœur—. Esas aguas profundas que filmas, con sus oleajes, están atadas a las historias que se cuentan de ellas y a cómo estas historias han sido contadas. ¿Qué son nuestros paisajes de memorias sino recortes temporales, inciertos, en proceso? Hay algo en la recensión de las imágenes: como el fuego, se incrustan en la retina de los ojos, y el Olvido, con o mayúscula, es insostenible.