Costillas al aire, huesos de pelvis prominentes, busto de niña y caderas sin formar. Miraba el espejo, un cuerpo robusto, naturalmente musculoso y busto generoso, y no encontraba cabida dentro de lo que tenía en la mente que debía ser un cuerpo bello. La deformación de percepción está no solo en mí, sino en la mayoría de personas que tenemos más o menos la misma edad: estar flaco es estar bonito. Solo los jóvenes son bellos. Las mujeres con lonjas ya no son deseables. La celulitis es una maldición y hay que esconderla en la ignominia.
Mal. Muy mal.
Ahora miro un movimiento de reivindicación del cuerpo, sobre todo el de las mujeres, que genera alivio, principalmente para las que vienen creciendo, como mi hija, y que podrían estar liberadas de tener que odiar lo que miran en el espejo. Lindo eso. Hasta que se pasa al extremo de no admitir que el sobrepeso mórbido es dañino. Física, biológica, objetivamente dañino. Nuestras estructuras ósea y muscular no están diseñadas para ser eficientes con un exceso de peso. No da el corazón para bombear la sangre, nuestro cerebro se deprime con la mala comida, las rodillas se arruinan. Es tan malo morir de anorexia como por obesidad.
Y es por una razón muy sencilla: insistimos en atar nuestra autoestima, ese sentido del valor que tenemos como seres humanos, a cómo nos vemos. Cualquier característica externa, circunstancial, que no depende en absoluto de nosotros, nada tiene que ver con lo que somos, con nuestra valía. Eso incluye la raza, la capacidad económica, la inclinación sexual, el peso, la altura y ese larguísimo etcétera que atamos a lo que creemos que importa en un ser humano.
El cuerpo es una extensión física de nuestro ser, una máquina que debe ser eficiente, con la cual nos expresamos, de la cual recogemos las sensaciones del mundo externo, con la cual nos desplazamos. Es el envase de lo que guardamos en el cerebro, el vehículo para demostrar nuestras emociones, la forma tangible con la que nos acercamos a nuestros seres queridos. Nada más. Es una máquina. Que debe necesariamente cumplir con su propósito: ser eficiente, no dejarnos tirados.
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Juzgar a una persona por su apariencia física es tan miope como creer que uno sabe cómo sabe la comida solo con verla. Habrá circunstancias en las que sea válido un me gusta o no. La atracción física es parte del rito humano de apareamiento. Y está bien. Pero no puedo decir que una persona es menos que otra solo por cómo se mira. A un santo Tomás de Aquino que tuvieron que sacar por la ventana cuando murió porque no cabía por las gradas del monasterio no lo dejamos de leer por haber sido gordo. ¿Por qué nos caemos en lo peor de la depresión cuando lo que nos devuelve el espejo no son abdominales marcados y piel perfecta? ¿Por qué no tratamos nuestro cuerpo como el carro que conducimos? La alimentación es la primera forma de medicina. Traten de pasar una semana sin consumir nada de azúcar ni edulcorantes artificiales y verán cómo su cuerpo entra en casi un estado de síndrome de abstinencia. La forma en la que comemos ahora no es normal. Nuestros antepasados no tan lejanos no tenían a su disposición este tipo de comida, y dudo que nuestros cuerpos hayan evolucionado lo suficiente como para aceptarla del todo.
Vernos de tal manera que separemos lo que sentimos por nosotros mismos de lo que necesitamos hacer para movernos sin problemas y estar sanos podría acabar con la discusión acerca de la gordofobia y sus contrapartes. Nadie vale por cómo se mira. Los seres humanos tenemos un valor intrínseco que no se nos puede quitar, que no está en discusión, que es inviolable. Todos. De allí partamos.
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